Título: “El Telón Invisible”
Andrés había dedicado su vida a entender la existencia.
Leyó cuanto pudo, viajó, discutió con teólogos, filósofos, científicos… y nunca dejó de buscar.
Pero mientras más sabía, más profunda se hacía la herida de no saber.
Era como vivir en una obra de teatro sin guion, sin director, esperando que el telón se corriera al final para revelar el sentido.
Y sin embargo —pensaba con ironía— cuando ese telón se corre… ya no importa. Ya todo ha terminado.
Con frecuencia se preguntaba si la vida no era una cruel broma.
¿Para qué vivir, amar, luchar, dejar huella… si al final se desvanece todo en la inmensidad del tiempo?
¿De qué sirve la conciencia si no sabremos nunca de dónde venimos ni por qué partimos?
El pensamiento lo perseguía como una sombra: “vivimos creyendo que la vida no terminará… justo cuando está por terminar.”
Para despejarse de esas ideas —o quizás para hundirse más en ellas— comenzó a visitar un hospital de cuidados especiales. Allí, entre pasillos largos y olor a desinfectante, convivían personas con profundas discapacidades mentales, víctimas de accidentes o condiciones de nacimiento, con expresiones ausentes y comportamientos erráticos. Eran, según muchos, “almas perdidas”. Para Andrés, eran un enigma.
Pero algo cambió cuando dejó de observarlos como “casos”.
Empezó a ver que no lloraban por lo que no tenían,
que no deseaban más de lo que eran,
que no se lamentaban ni soñaban con gloria.
Simplemente vivían.
Jugaban, se reían, dormían, comían.
Cuando se enojaban, lo expresaban sin filtros. Cuando se calmaban, volvían a reír.
No reprimían emociones. No fingían. No mentían.
—¿Y si la vida no fuera para entenderse, sino solo para vivirse…? —empezó a pensar.
Un día, vio algo que lo marcó.
Un niño —hijo de una enfermera— entró corriendo a la sala. Se soltó de la mano de su madre y fue directo a Samuel, uno de los pacientes con mayor deterioro cognitivo. Nadie le dijo que “no debía acercarse”, nadie le enseñó que ese hombre no encajaba.
El niño le tendió una pelota de tela.
Samuel la miró, dudó un instante… y luego soltó una risa que pareció limpiar el aire.
Empezaron a jugar.
La pelota iba y venía.
Y entre lanzamientos, algo brillaba: no era el juego, era el reconocimiento.
Andrés se quedó helado.
“Estos dos seres —uno nuevo, otro dañado— se entienden mejor que muchos adultos en su sano juicio.
No hay barreras, ni religión, ni raza, ni clase, ni lenguaje.
No les importa el pasado ni el futuro. Solo están… aquí.
Viviendo el momento.
Sin ambiciones.
Sin juicio.
Sin miedo.”
Entonces, comprendió algo esencial:
La pureza del vivir está antes de las preguntas.
Los niños la traen al nacer.
Y muchos de los que el mundo llama “rotos” la conservan para siempre.
Esa noche, Andrés caminó solo, pero no vacío.
Por primera vez en años, no necesitaba una respuesta.
Había sido testigo de una verdad más profunda que cualquier argumento:
“Ser un instante de luz en medio de lo fugaz,
haber sido conciencia sin temor,
y haber gozado de lo simple que es vivir…
quizás eso sea suficiente.”
Y así, el telón aún no se había cerrado,
pero por primera vez, estuvo seguro, no era importante cuando sucediera.
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