descubrir las verdades más esenciales sobre el alma humana.
Las paredes de la habitación estaban adornadas con dos grandes murales que hablaban sin necesidad de palabras. En uno, las sombras envolvían a un hombre con rostro de pánico, mientras extrañas figuras mitad hombre, mitad bestia, oprimían su corazón y su mente. Era el reflejo del miedo, la culpa, la maldad y el egoísmo que someten el espíritu cuando uno elige el camino equivocado.
Al otro lado, el contraste era abrumador. Un arcoíris radiante daba paso a una escena de fiesta y alegría. Espíritus de cuerpos blancos danzaban, ligeros como el viento, en una celebración donde la luz y la paz llenaban el ambiente. Era la representación de la pureza del alma que se eleva cuando se vive con bondad, amor y generosidad.
Pero los murales no eran lo único que transformaba a quienes entraban en ese lugar. Textos cuidadosamente escritos adornaban las paredes, dejando lecciones que llegaban directo al corazón:
—“La calumnia puede causar gran daño a quien es dirigida, pero envenena para siempre el espíritu de quien la formula.”
—“El dañar a otro es dañarse a sí mismo.”
—“La mejor forma de ser feliz es dando felicidad a otros.”
—“No se trata de trascender y ganar reconocimiento, sino de ascender como ser humano a través del buen comportamiento.”
—“Los sabios no son los que guardan el conocimiento, sino los que lo aplican en sus acciones y enseñan con el ejemplo.”
—“Disfruta la fiesta de la vida compartiendo con otros lo mejor de tu ser.”
Cada niño que cruzaba la puerta salía diferente. No necesitaban explicaciones complicadas ni sermones largos. Las imágenes y las palabras hablaban por sí solas. Un pequeño entendía que mentir o dañar a otro oscurecía su alma. Una niña comprendía que compartir con sinceridad la llenaba de una felicidad que nunca podría comprarse.
Algunos visitantes, al entrar por curiosidad, quedaban impactados no solo por la belleza de los murales, sino por la profundidad de los mensajes que tocaban sus almas. Muchos salían con lágrimas en los ojos, sintiendo el deseo de ser mejores, de cambiar su forma de vivir, de dejar de lado el egoísmo y aprender a regalar amor y bondad sin condiciones.
El viejo Artemio, creador de aquella habitación sagrada, observaba con satisfacción cómo el mensaje se grababa en los corazones de quienes la visitaban. “La verdadera transformación,” solía decir, “comienza cuando entendemos que la felicidad no es un premio que se persigue, sino un regalo que se comparte.”
Pero Artemio tenía un sueño aún más grande. “Espero que algún día,” decía con esperanza, “estos murales se pinten en las escuelas de todas las comunidades. Que los textos, inspirados por los niños y niñas de este pueblo, lleguen a otros corazones y siembren semillas de bondad en cada rincón del mundo.”
Imaginaba un futuro donde los pequeños aprendieran desde temprana edad que el verdadero éxito no está en acumular riquezas o reconocimiento, sino en ascender como seres humanos a través del amor, la compasión y el ejemplo.
Y mientras el pueblo seguía celebrando la vida cada tarde con cantos y danzas, la Habitación de los Buenos y Malos Sentimientos seguía recibiendo almas dispuestas a cambiar. Porque allí, entre murales y palabras sabias, se comprendía que la verdadera fiesta de la vida solo es plena cuando se comparte el bien.
JuanAntonio Saucedo Pimentel
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