El Milagro de Alfredo
El pueblo recibía cada fin de semana a distintos visitantes, pero aquella vez llegó una pareja particularmente distinguida: don Reynaldo y su esposa, la señora Catalina. Venían acompañados de sus dos hijos, Fernando y Alfredo, este último de diez años, un niño inquieto, incapaz de quedarse quieto ni un minuto. Desde que aprendió a caminar, sus padres habían lidiado con su inagotable energía, su falta de atención y su constante impulso de moverse, hablar o tocarlo todo. En casa y en la escuela, eso se traducía en problemas. Por más que intentaban corregirlo, Alfredo parecía no poder controlarse.
Sin embargo, lo que ocurrió en el pueblo los dejó sin palabras. Apenas pusieron un pie en la plaza principal, Alfredo se encontró con un grupo de niños que jugaban cerca del estanque. En lugar de causar alboroto o dispersarse sin rumbo, como solía hacer, el niño se acercó con naturalidad, observó y, para sorpresa de sus padres, empezó a integrarse en el juego.
No hubo peleas, ni gritos, ni correcciones de los adultos. Alfredo se veía concentrado, interesado, como si aquella armonía le resultara instintivamente natural.
—¿Viste eso? —susurró Catalina, tomando del brazo a su esposo.
—No lo puedo creer —respondió don Reynaldo, boquiabierto.
Intrigados, hablaron con Eusebia, una mujer que atendía a los viajeros y que, al escuchar su inquietud, les sonrió con amabilidad.
—No se preocupen. Aquí los niños aprenden unos de otros. Alfredo parece estar disfrutando del ambiente. ¿Por qué no dejarlo quedarse un tiempo?
—¿Quedarse? —repitió Catalina, alarmada.
—Podría vivir conmigo y mis hijos. Aquí nadie se siente excluido. No necesitamos hacer de esto un tratamiento especial ni cobrarles más que lo que pagan por su estancia. Déjenlo con nosotros una semana y verán.
Después de una larga conversación, los padres accedieron, aunque con escepticismo. Alfredo, en cambio, aceptó encantado.
Cuando regresaron siete días después, la escena que encontraron les pareció sacada de un sueño. Alfredo los recibió con una sonrisa apacible, su mirada brillante reflejaba algo que nunca antes habían visto en él: tranquilidad.
Ya no se mostraba ansioso ni interrumpía. En cambio, les contó con entusiasmo todo lo que había aprendido: cómo montar a caballo sin miedo, cómo pescar con paciencia, cómo navegar por el río en un tronco y cómo trepar a un árbol para luego lanzarse al agua con una soga. Lo más impresionante fue cuando, con una madurez inusual, les explicó por qué en el pueblo se sentía feliz.
—Aquí no hay competencia, sino cooperación. Nadie quiere ser mejor que otro, todos nos ayudamos. No hay malas noticias ni gente corriendo de un lado a otro preocupada por cosas que no entiendo. Aquí estudiar es divertido, aprendemos haciendo cosas que ayudan a los demás. Como preservar el medio en que vivimos , a compartir, ser amigables y colaborar , Y eso, papá… mamá, eso es ser verdaderamente humano.
En aquel pueblo, la vida tenía un ritmo distinto, uno que hoy parecería un sueño, pero que alguna vez fue real. No existían rejas en las ventanas ni cerrojos que resguardaran el miedo. Las puertas permanecían abiertas durante el día, porque la confianza era el mejor de los guardianes. Los festejos no eran eventos exclusivos, sino encuentros donde cada quien llegaba con lo que tenía y compartía con el corazón.
El tianguis era más que un mercado: era un punto de reunión donde las manos creativas mostraban su trabajo, donde los productos se intercambiaban sin codicia, donde el trueque era tan válido como la moneda. No solo se vendía, se convivía. Se saboreaban los platillos tradicionales preparados con esmero, con recetas que pasaban de generación en generación, impregnadas de historia y amor.
Los hombres discutían con entusiasmo sobre cómo mejorar el pueblo, no desde oficinas ni reuniones frías, sino en asambleas espontáneas bajo los árboles, en los campos, en la plaza. Hablaban de cosechas, de semillas, de animales, de caminos que había que abrir o reparar. Todo se decidía con la palabra, con un apretón de manos que valía más que cualquier contrato.
No había rostros marcados por la frustración, ni almas consumidas por la ansiedad. Se veía alegría en los ojos, ternura en los saludos, emoción en los encuentros fortuitos por los senderos. Se deseaba lo mejor con sinceridad, porque el bienestar de uno era el bienestar de todos
Hemos observado que su hijo tiene un oído muy sensible dijo Eusebia, me comento que en su colonia hay demasiado ruido porque viven cerca de avenidas principales y cuando podan los jardines el ruido de las máquinas le molesta demasiado, aquí le gusta tirarse junto al arroyo y escuchar el sonido del agua corriendo entre las piedras, creo que si pueden proporcionarle un ambiente más apacible será muy bueno para mantener su salud.
Don Reynaldo y Catalina se quedaron sin palabras. ¿Cuánto tiempo habían gastado tratando de corregir a su hijo sin comprenderlo realmente?
Don Reynaldo se aclaró la garganta, conmovido.
—Voy a comprar una finca cerca de aquí —anunció—. Si nos aceptan, Alfredo podrá seguir viniendo.
—Aquí siempre será bienvenido —respondió Eusebia con una sonrisa.
Veinte años después, Alfredo regresaba al pueblo convertido en médico. No solo visitaba a sus amigos de la infancia, sino que ofrecía consultas gratuitas y compartía tiempo con la comunidad que le había enseñado lo que ninguna escuela ni tratamiento pudo: que la verdadera paz no se impone, sino que se encuentra cuando el mundo a tu alrededor fluye en armonía
seguía visitando el pueblo, sobre todo por tener ahora verdaderos lazos familiares ya que contrajo matrimonio con Adela una delas chicas que decidió estudiar medicina, formaron una familia ejemplar y vivieron felices.
Ambientes sanos, propician personas sanas se leía a la entrada del consultorio donde Alfredo y Adela atendían a sus pacientes en la ciudad.
JuanAntonio Saucedo Pimentel
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