El Juicio
En un pueblo donde la virtud se predicaba a gritos pero rara vez se practicaba, estalló un escándalo sin precedentes. Una niña con discapacidad mental, en su inocencia, había mostrado con orgullo un poema que le había llegado a las manos. En él se leían versos como:
“No quiero componer un poema sino vivirlo contigo,
hacer los versos más bellos con caricias y besos sobre tu cuerpo.”
Lo mostraba a todos con la alegría de quien cree haber descubierto un tesoro, sin comprender del todo su significado.
Pero los adultos, siempre atentos a lo que no deben atender, sintieron que aquello era una afrenta imperdonable. Padres, maestros y autoridades del pueblo se reunieron de inmediato, y en un solo día, sin necesidad de juicio formal, dictaron sentencia: el poeta, aquel descarado sembrador de perversión, debía ser castigado.
Cuando lo llevaron ante ellos, el acusado, sorprendido por el revuelo, intentó explicar:
—Ese poema no era para ella. Lo escribí para otra persona.
Pero la turba, ansiosa de reafirmar su propia virtud condenando a alguien más, ya tenía su veredicto listo.
—¡No importa para quién era! Lo que importa es que lo vio, y eso la ha contaminado —gritó el maestro de la escuela, quien, según rumores, poseía una vasta colección de revistas que jamás admitiría en público.
—¡Es inadmisible que algo tan impuro haya sido leído por una niña! —bramó una madre, que años atrás había enviado a su hija a trabajar lejos con la esperanza de “borrar su vergüenza”.
—¡Es un hombre peligroso! ¡Sus palabras traicionan su verdadera intención! —acusó el sacerdote, cuyas confesiones solían estar llenas de preguntas demasiado curiosas sobre los pecados juveniles.
El poeta miró a su alrededor y, con una calma inquietante, sonrió.
—Es curioso. La niña no entendió el poema, pero ustedes sí. Y no solo lo entendieron, sino que lo interpretaron de la peor manera posible. Entonces, ¿quién lleva la suciedad en la mente?
Hubo un murmullo incómodo. Se miraron unos a otros, pero el daño ya estaba hecho. Era demasiado tarde para retroceder.
Así que hicieron lo que mejor sabían hacer: ignoraron la verdad y continuaron con su castigo.
El poeta fue desterrado, para alivio de todos. Y con su partida, el pueblo pudo seguir creyendo que la pureza se protegía con la censura, que la virtud se salvaguardaba señalando culpables y que el verdadero peligro siempre venía de afuera, nunca de adentro.
Pero, en las noches de insomnio, cuando nadie los veía, algunos seguían repitiendo en su cabeza aquellos versos prohibidos.
JuanAntonio Saucedo Pimentel
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