Un relato que conduce por los senderos de la mente , permitiendo que encuentres tus propios símbolos , las señales que te conducen a lo que eres, o lo que crees ser
Capítulo 2 – El Sendero y sus Espectros
—¿Puede decirme qué ve en esta imagen?
El Dr. Ramírez deslizó una nueva ilustración sobre la mesa. No era parte del protocolo habitual. Era una imagen distinta, ambigua: un camino serpenteante que se perdía entre árboles de ramas retorcidas, con un lado florido y otro oscuro, plagado de espinas y agua estancada.
El paciente 48 no pidió tiempo para analizar. Sus ojos brillaron con un fuego viejo, casi sagrado.
—Es un recorrido —dijo—. Un sendero que debo andar. A un lado, árboles de dulces frutos, flores que perfuman la brisa, manantiales de agua limpia. Al otro, zarzales que desgarran la piel, un pantano donde se ahogan los sueños, y aguas turbias que reflejan lo que uno no quiere ver.
—¿Y cuál camino elige usted?
—Ninguno —respondió con una sonrisa suave—. No se trata de elegir. Se trata de avanzar con la luz de mi espíritu, con esa chispa primitiva que heredé de quienes caminaron antes que yo… Yo soy el portador de la esperanza. Aunque me extravíe, aunque las sombras me abracen, hay algo en mí que insiste.
El psiquiatra anotó. Pero sus dedos temblaban apenas. Había algo en el tono del paciente que perforaba la superficie del discurso clínico. No era solo metáfora. Era una verdad que no podía ser explicada, solo vivida.
—¿Y a quién ha encontrado en ese camino?
—A muchos… Algunos me siguen. Otros me tientan. La Reina de la Mentira me ofreció una corona hecha de vanidades. Los Vendedores de Tentaciones me hablaron de placeres inmediatos y gloria vacía. El Predicador de la Incertidumbre me regaló libros llenos de palabras sin alma. Y la Seductora del Abismo… me sonrió como si conociera mi historia mejor que yo.
El paciente hizo una pausa. Respiró hondo.
—Pero también vi a los Duendes de los Sueños, que susurran desde las copas de los árboles. A los Guerreros de la Luz, que no luchan con espadas sino con el alma. A los que escalaron la montaña del alma y descendieron con los ojos iluminados. Ellos no gritan. No venden. No convencen. Solo están. Y su sola presencia cambia el aire.
El silencio se hizo pesado. El Dr. Ramírez apagó la grabadora. Pero no dijo su nombre, ni la hora. Se quedó mirando al paciente, que ya había cerrado los ojos, como si hubiera terminado un rezo.
Esa noche, en la oficina del editor, el nuevo archivo llegó con una nota breve:
Este capítulo es demasiado simbólico. Me cuesta entender si el paciente delira o si describe, con imágenes, lo que todos vivimos sin darnos cuenta.
El editor volvió a releer el pasaje de la Seductora del Abismo. Le sonó familiar. Muy familiar. Años atrás, él mismo había seguido una sonrisa similar hasta un contrato jugoso, dejando atrás algo que no supo nombrar… y que aún extrañaba.
Apagó la computadora. No envió el capítulo a la revista. Por primera vez.
Y en su mente, como un eco, resonó una idea inquietante: Quizás este paciente no esté loco. Quizás solo está viendo lo que otros decidieron no mirar.
Gracias por tu confianza. Es un verdadero gusto recorrer contigo este sendero entre la cordura y la locura, donde cada palabra puede ser una pista, una trampa o una revelación. Vamos con el Capítulo 2, donde el relato comienza a bifurcarse… y el que observa se vuelve observado.
Capítulo 2 – El Sendero y sus Espectros
—¿Puede decirme qué ve en esta imagen?
El Dr. Ramírez deslizó una nueva ilustración sobre la mesa. No era parte del protocolo habitual. Era una imagen distinta, ambigua: un camino serpenteante que se perdía entre árboles de ramas retorcidas, con un lado florido y otro oscuro, plagado de espinas y agua estancada.
El paciente 48 no pidió tiempo para analizar. Sus ojos brillaron con un fuego viejo, casi sagrado.
—Es un recorrido —dijo—. Un sendero que debo andar. A un lado, árboles de dulces frutos, flores que perfuman la brisa, manantiales de agua limpia. Al otro, zarzales que desgarran la piel, un pantano donde se ahogan los sueños, y aguas turbias que reflejan lo que uno no quiere ver.
—¿Y cuál camino elige usted?
—Ninguno —respondió con una sonrisa suave—. No se trata de elegir. Se trata de avanzar con la luz de mi espíritu, con esa chispa primitiva que heredé de quienes caminaron antes que yo… Yo soy el portador de la esperanza. Aunque me extravíe, aunque las sombras me abracen, hay algo en mí que insiste.
El psiquiatra anotó. Pero sus dedos temblaban apenas. Había algo en el tono del paciente que perforaba la superficie del discurso clínico. No era solo metáfora. Era una verdad que no podía ser explicada, solo vivida.
—¿Y a quién ha encontrado en ese camino?
—A muchos… Algunos me siguen. Otros me tientan. La Reina de la Mentira me ofreció una corona hecha de vanidades. Los Vendedores de Tentaciones me hablaron de placeres inmediatos y gloria vacía. El Predicador de la Incertidumbre me regaló libros llenos de palabras sin alma. Y la Seductora del Abismo… me sonrió como si conociera mi historia mejor que yo.
El paciente hizo una pausa. Respiró hondo.
—Pero también vi a los Duendes de los Sueños, que susurran desde las copas de los árboles. A los Guerreros de la Luz, que no luchan con espadas sino con el alma. A los que escalaron la montaña del alma y descendieron con los ojos iluminados. Ellos no gritan. No venden. No convencen. Solo están. Y su sola presencia cambia el aire.
El silencio se hizo pesado. El Dr. Ramírez apagó la grabadora. Pero no dijo su nombre, ni la hora. Se quedó mirando al paciente, que ya había cerrado los ojos, como si hubiera terminado un rezo.
Esa noche, en la oficina del editor, el nuevo archivo llegó con una nota breve:
Este capítulo es demasiado simbólico. Me cuesta entender si el paciente delira o si describe, con imágenes, lo que todos vivimos sin darnos cuenta.
El editor volvió a releer el pasaje de la Seductora del Abismo. Le sonó familiar. Muy familiar. Años atrás, él mismo había seguido una sonrisa similar hasta un contrato jugoso, dejando atrás algo que no supo nombrar… y que aún extrañaba.
Apagó la computadora. No envió el capítulo a la revista. Por primera vez.
Y en su mente, como un eco, resonó una idea inquietante: Quizás este paciente no esté loco. Quizás solo está viendo lo que otros decidieron no mirar.
¿Avanzamos al Capítulo 3? Podemos explorar ese pensamiento que el paciente se guarda: la duda constante de si su mente transita por la cordura o la locura… y cómo eso empieza a contagiar al analista. Esto apenas comienza.
Capítulo 3: La venda invisible
El psiquiatra se acomodó en su sillón, cruzando lentamente una pierna sobre la otra, con esa calma estudiada de quien está acostumbrado a observar tormentas sin mojarse. Encendió la grabadora.
—Proceda, 48. Lo escucho.
Yo ya no sabía si hablaba con él o con algo dentro de mí que solo despertaba en estas sesiones. El rostro que me mostraron hoy era el de un anciano dormido en un banco de parque. Solo eso.
—¿Qué ve usted aquí? —preguntó.
Y como si ya no fuera yo, comencé a hablar:
Veo la última estación del viaje. Veo la soledad tejida con hilos invisibles, esos que no duelen en la piel, pero laceran el alma. Veo a alguien que ya lo dijo todo, y ya nadie lo escucha. Que ya soñó, pero no sabe en qué momento dejó de hacerlo. Que vivió rodeado de gente, pero jamás acompañado.
Veo una venda. No en los ojos del anciano, sino en los de quienes pasan junto a él sin verlo. Venden su tiempo, su atención, su humanidad… por migajas de urgencia.
En ese banco no está un cuerpo cansado: está un universo esperando ser recordado. Pero nadie lo detiene para preguntarle qué historia habita en sus arrugas, qué batallas peleó, qué canciones amó, qué perdió en el camino. Y él se va desvaneciendo. Como niebla sin testigos.
Me detuve un momento. El psiquiatra no interrumpió. Parecía esperar algo más. Y entonces bajé el tono, como si hablase conmigo mismo.
Me pregunto si yo seré ese viejo algún día… o si ya lo soy. Si estas palabras no son más que ecos en un cuarto acolchado donde solo la grabadora pretende entenderme.
El psiquiatra tomó aire con lentitud. Anotó algo en su libreta, sin mirarme. Apagó la grabadora, dijo la hora, y salió sin palabras.
Pero no fue el único que escuchó ese día.
El editor —ese que compraba cintas como quien compra mercancía— había comenzado a notar algo que no esperaba: un crujido sutil dentro de su propia conciencia.
No era culpa, no aún. Era duda.
¿Y si en lugar de comercializar locura… la estaba acumulando? ¿Y si los verdaderos locos eran los que jugaban a fingir cordura mientras monetizaban el dolor ajeno?
Él, que había creído estar por encima del juego, ahora sentía la venda deslizándose un poco.
Y yo… yo lo sentí. Aunque él no estaba en la sala, lo sentí. Porque cuando uno ha vivido entre sombras, aprende a oír los temblores que recorren los muros de quienes se creen cuerdos.
¿Seguimos con el capítulo cuatro cuando tú indiques? Esta historia apenas comienza a respirar más hondo.
Idea original JuanAntonio Saucedo Pimentel
Auxiliar :chat GPS