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El Gran Libro

El Libro Cuando nació la idea de escribir fue como la tormenta que de pronto aparece en el horizonte anunciando con relámpagos y truenos...

sábado, 31 de mayo de 2025

Un secuestro romantico


Una mañana brillante en el bosque, cuando los pájaros afinaban sus trinos y el arroyo murmuraba secretos entre las piedras, Crispín —el pequeño duende curioso— y Al-Go —un robot explorador de corazón de silicio— se sentaron en su rincón favorito.


Allí, donde la naturaleza cantaba su sinfonía más pura, Al-Go comentó que el sonido del agua le hacía vibrar los chips de la nostalgia.


—¿Tienes alguna historia emocionante, de esas que hacen latir más rápido el corazón… o los circuitos? —preguntó Crispín, recostado sobre una raíz.


—¡Claro que sí! —respondió el robot, activando su base de datos con un zumbido musical—. Tengo una que mezcla romance, peligro, justicia y un secuestro… pero de los que terminan bien.


Crispín abrió los ojos como dos canicas brillantes. El bosque guardó silencio, como si hasta los árboles quisieran escuchar.


—Hace algunos años —empezó Al-Go—, en una ciudad tranquila vivía una mujer con cinco hijos. Estaba casada con un hombre muy rico… y muy miserable. No en dinero, sino en todo lo demás. La trataba mal, pero requetecontramal —dijo Al-Go, usando una palabra tan extraña que Crispín soltó una risita.


—¿Y qué pasó? —susurró el duende.


—Pues que había un policía que siempre estuvo enamorado de ella, desde jóvenes. Pero como no tenía ni cinco monedas que hacer sonar en el bolsillo, jamás se atrevió a declararse. Se conformaba con patrullar su barrio para verla de lejos, como si eso le bastara al corazón…


Todo cambió el día en que ambos —la mujer y el policía— desaparecieron. La ciudad entera se sacudió. ¡Secuestrados! Y lo más extraño: una nota exigía un rescate por los dos.


La comunidad no podía creerlo. Nunca había pasado algo así. Todos esperaban ver una reacción heroica del esposo… pero lo único heroico que hizo fue declarar que no pensaba pagar un solo centavo. Dijo que ella lo tenía “hasta el copete” —palabras textuales.


—¡Qué ogro! —exclamó Crispín indignado.


—Exactamente. La gente se volcó contra él. Le dijeron salvaje, mal esposo, y algunas cosas más que prefiero no repetir porque podrías necesitar un diccionario para entenderlas.


Pero claro, sin la madre, los cinco hijos comenzaron a volverse pequeños tornados de caos. El rico, desesperado, terminó cediendo y pagó el rescate… por ella. Del policía, nadie se acordó. Su propio jefe dijo que “un agente que se deja secuestrar es un inepto”.


—¡Eso sí que no! —dijo Crispín poniéndose de pie.


—Ah, pero espera —continuó Al-Go con un guiño en su voz—. Resulta que esos catorce días de “secuestro” fueron los mejores de sus vidas. Encerrados en una cabaña junto a un lago, sin nadie más que el viento y los recuerdos, descubrieron que el amor seguía vivo, intacto. Hablaron de su juventud, de sus sueños… se miraron con los mismos ojos de hace veinte años.


—¡Eso no fue un secuestro! ¡Fue una luna de miel secreta! —dijo el duende maravillado.


—Exactamente. Cuando los encapuchados les dijeron que podían irse, casi se les aguaban los ojos. Pero ella pensó en sus hijos, y decidió regresar.


Un mes después, pidió el divorcio. Fue un escándalo, pero las pruebas contra el marido eran tan contundentes que no hubo ni discusión. El juez le otorgó la mitad de los bienes. ¿Y adivina qué hizo ella?


—¡Se fue a la cabaña del lago! —gritó Crispín.


—¡Exacto! Con sus hijos. Y allí, un buen día, llegó un jardinero nuevo. ¿Quién? El ex policía, claro. Con gorra, herramientas… y una sonrisa que decía “estoy en casa”. No necesitaba sueldo, porque el dinero del rescate… se lo había regalado el secuestrador. Uno que jamás fue identificado.


—¡Un Robin Hood moderno! —exclamó Crispín.


—O un justiciero romántico. Nadie supo quién fue. Algunos dicen que era un loco con corazón de poeta, otros, que simplemente quería arreglar lo que el sistema nunca pudo.


Crispín quedó pensativo. Qué historia tan extraña… un delito que terminó arreglando una injusticia. Tal vez le gustaría convertirse en detective y descubrir quién fue ese benefactor invisible.


Pero Al-Go, con su tono metálico y cálido, dijo:


—Hay misterios que es mejor dejar como están. Incluso a mí, que no tengo corazón, esta historia me hizo vibrar hasta el alma digital.


Los dos se miraron. Luego, como era su costumbre, comenzaron a cantar con alegría bajo los árboles, mientras el arroyo seguía murmurando sus secretos entre las piedras.



“El hombre que regalaba globos”


En el barrio todos conocían a Don Antonio, un hombre de pasos lentos y mirada de cielo nublado, que regalaba  globos en la plaza cada domingo por la tarde.Los niños pensaban que era un poco raro, porque siempre les pedía que escribieran un pensamiento bonito antes de dejar ir el globo. “Para que el viento lo lleve a donde se necesita”, decía con una sonrisa que escondía más de lo que mostraba.


Pero a una niña en especial, Lili, le regalaba siempre un globo azul. Nunca cobraba. Y siempre le decía lo mismo:


—Escribe algo para tu abuelita. Ella sabrá leerlo desde allá arriba.


Lili no entendía del todo, pero obedecía. Con letra torcida, escribía: “Gracias por tu leche con canela, abue.” O “Me acuerdo de tus cuentos de hadas y de tus besos en la frente, don Antonio me dio un globo para enviarte mi cariño, el t envía un abrazo.” Luego soltaba el globo y lo miraba subir, con los ojitos entrecerrados, como si buscara una respuesta entre las nubes.


Lo que nadie sabía —ni siquiera la madre de Lili— es que Antonio era un simple vendedor de globos.


Era el gran secreto  de juventud de aquella abuelita que ahora reposaba en el cielo. Un secreto bien guardado ,porque los caminos de la vida los separaron. Él nunca se casó. Ella sí. Tuvieron vidas diferentes, familias distintas… pero cada tanto, cuando podían, se cruzaban en cartas silenciosas, en miradas desde la distancia, en promesas que no murieron, sino que aprendieron a esperar.


Cuando la abuela partió, Antonio quedó con el alma temblando. Pero un día vio a Lili, tan parecida a ella cuando era niña, con los mismos ojos soñadores… y sintió que la vida le estaba regalando una última oportunidad: no para revivir lo perdido, sino para hacerle llegar su amor donde ya no podían abrazarse.


Por eso, cada globo azul era más que un juego: era una carta de amor volando al cielo. Y en los pensamientos de Lili, Evaristo encontraba consuelo, como si la abuela respondiera a través de su nieta.


Una tarde, Lili preguntó con esa ternura desarmante:


—Señor ,usted conoció a mi abuelita?


El anciano se quedó callado, mirando un globo que flotaba, muy alto.


—Mucho más de lo que imaginas… —respondió al fin—. Fue mi cuento favorito. Uno que nunca terminó.


Lili no preguntó más. Sólo lo abrazó.


Y desde entonces, cada globo azul que soltaba llevaba una doble historia: la de una niña que amaba a su abuela… y la de un hombre que la llevaba en el corazón.




Las cartas de amor enviadas al 


En una tarde lluviosa, de esas que hacen brillar las calles como espejos rotos por el paso de los coches, tres amigos caminaban en silencio, con sus gabardinas abrochadas y paraguas en mano. La ciudad era un murmullo húmedo, un vals de gotas cayendo y charcos saltando, como si el mundo entero fuera un niño chapoteando bajo las nubes.


Antonio era uno de ellos. Hombre de pocas palabras, pero de alma profunda, acostumbrado a los horarios de oficina y a las despedidas sin drama. Sin embargo, aquella tarde algo cambió.


Una voz femenina —dulce, musical, inolvidable— pronunció su nombre.


—Antonio…


Él se detuvo. Volteó, con la sorpresa dibujada en el rostro. Y allí estaba ella, de pie bajo el alero de una pequeña capilla, como si el mismísimo cielo la hubiera puesto ahí para protegerla. Mojada, pero hermosa. Con la mirada limpia y la sonrisa que solo tienen quienes aman intensamente.


No la reconoció del todo, pero su voz… su voz le sacudió la chispa de los recuerdos y de pronto como una llamarada brotó su nombre, Sofia , que maravilloso encontrarte! 


—Sigan ustedes —les dijo a sus amigos—, yo me quedo un rato.


Y caminó hacia ella como quien regresa a una promesa olvidada.


Fueron a un café cercano, uno de esos rincones con ventanas empañadas y olor a café recién hecho. Adentro, un pianista tocaba con inspiración melodías antiguas que parecían haberlos estado esperando. Hablaron por horas. Rieron, se miraron, y sin pensarlo, bailaron. Nadie les dijo nada. Los pocos parroquianos comprendieron que el amor se estaba reconociendo a sí mismo.


Se besaron. Fue un beso largo, profundo, con el sabor de todo lo que no fue y aún podía ser.


La dejó en la puerta de su casa, prometiendo volver a verla en dos días. Ella le dijo:

—No tardes… ya hemos pedido mucho tiempo.


Pero el destino, como suele hacer, tomó otro camino.


Cuando Antonio volvió, la casa estaba vacía. Solo quedaba el eco. Los vecinos murmuraban que la familia había partido de urgencia. Nada más. No había notas. No hubo explicación.


Pasaron los años. Un día, ya mayor, Antonio supo la verdad: uno de sus hermanos había tenido un accidente en un pueblo lejano. La familia entera se trasladó a cuidarlo. Nunca volvieron. Las cartas se perdieron. Las palabras se disolvieron con la lluvia.


Antonio jamás la olvidó.


Y fue entonces cuando comenzó a vender globos. No por necesidad, sino por nostalgia. Elegía los más bonitos, los de colores suaves. En algunos, escribía pequeños mensajes, como: “Todavía te sueño.”

O: “¿Te acuerdas de aquel vals bajo la lluvia?”

Los soltaba al cielo, uno por uno, imaginando que ella los leería allá arriba, o donde estuviera.


Nadie sabía por qué lo hacía. Solo una niña, Lili, recibía un globo azul cada semana, y él le decía:


—Escribe algo bonito para tu abuelita y déjalo volar. El amor necesita alas.


Lili no sabía que ese hombre de ojos melancólicos había sido, un día, el gran amor de su abuela. Que aquella historia bajo la lluvia no se perdió: solo se transformó en cartas subiendo al cielo


Las cartas que volaban al cielo


Epílogo contado por Lili


Tenía que encontrar un documento importante para papá, algo relacionado con la propiedad de la casa. Fue una tarde cualquiera, de esas que no prometen más que papeleo y polvo acumulado en los cajones. Y sin embargo, esa fue la tarde en que encontré a mi abuela.


O, mejor dicho, a su alma.


Buscando entre los archivos del viejo escritorio de la sala, tropecé con una carpeta azul sin etiquetas. Al abrirla, me sorprendieron varias cartas con una caligrafía elegante, antigua, cargada de emoción. Algunas estaban dirigidas a un gran amor .Otras eran borradores que ella misma escribió, pero jamás envió.


Leí la primera por curiosidad. La segunda por necesidad. La tercera con lágrimas.


Las cartas narraban una historia que no conocía. La historia de un amor de juventud interrumpido por una partida repentina.  Como el hechizo del amor se esfuma en la realidad que abruma con su crudeza. Las responsabilidades, las presiones familiares, el trabajo, los compromisos. Ella tuvo que marcharse a cuidar a su hermano, que había sufrido un accidente. El pueblo al que se mudaron apenas tenía teléfono, mucho menos cartas. Después, la vida continuó. Llegó un nuevo amor, luego el matrimonio, los hijos, las mudanzas, las pérdidas… y las cartas se quedaron guardadas en un rincón del alma. Y de un cajón que ahora le revelaba algo extraordinario, los profundos sentimientos de su abuela, una mujer que amo intensamente, que enfrentó los cambios con valentía, responsablemente se dedicó a su familia pero siempre guardo un destello romántico en su corazón.


Pero lo que más me conmovió fue descubrir el nombre escrito con delicadeza, casi con reverencia:

Antonio.


Y entonces todo cobró sentido.


Ese hombre que me regalaba globos cuando era niña, que me decía que escribiera pensamientos para mi abuela y los soltara al cielo…

Ese anciano de mirada triste y sonrisa sincera…

Ese vendedor de globos que parecía saber más de mí de lo que decía…


Era él.


Antonio nunca dejó de amar a mi abuela. Nunca dejó de escribirle.

Nunca dejó de esperarla, aunque fuera en forma de cartas que flotaban como pétalos de aire hacia el cielo.


Recordé su voz diciéndome:

—El amor verdadero no desaparece, solo aprende a volar.


Esa noche, escribí una última carta. No era para él ni para ella. Era para los dos. La até a un globo azul, como los que él me daba, y lo dejé ir desde el jardín.


Miré al cielo y me pareció verlos bailando bajo la lluvia. Jóvenes. Eternos. Felices.


Ahora sé que el amor que vivieron no fue en vano. Porque a través de esas cartas, ese globo, y ese recuerdo, también vive en mí.


Porque hay amores que no necesitan final.


JuanAntonio Saucedo Pimentel