El Pueblo de las Joyas Vivientes
Unos visitantes de la ciudad llegaron al pueblo de las joyas vivientes con su andar apresurado y sus ansias de conocerlo todo en un solo día. Querían entrar a todas las tiendas, probar la comida típica, adquirir artesanías… todo mientras sus dedos no dejaban de teclear en sus dispositivos, enviando fotos y mensajes sin cesar. Apenas si cruzaban palabra con la gente del lugar.
Hasta que una de las mujeres del pueblo, doña Crispina, los invitó a pasar a su humilde cabaña. Les sirvió un jarro de atole caliente y, con una mirada serena pero firme, les dijo:
—Les contaré una historia increíble. Pero antes, deben apagar sus celulares. Si me interrumpen, existe el riesgo de que los espíritus de mis ancestros borren el rastro que siguen mis recuerdos.
Intrigados, los visitantes obedecieron. El silencio se hizo presente, y doña Crispina comenzó:
—Hace muchos años, cuando yo era pequeña, entré sola al bosque para recolectar leña. Allí se me apareció un espíritu bueno que me dijo:
“El tiempo no debe controlarte. Tú debes atarlo a tus deseos, de lo contrario, serás su esclava, él será tu dueño.
Camina despacio, apreciando el sendero y todo lo que en él se encuentra. Mira la tierra y lo que contiene, el cielo y lo que ofrece.
La gente que aparece en tu vida es importante. Detente a mirarla, platica, escucha con atención.
Sus experiencias son tesoros; sus consejos, joyas que debes guardar por siempre.
Ellos te guiarán en los momentos difíciles, te mostrarán que nada es eterno, que estamos aquí para compartir lo que somos.
Entiende los mensajes de la naturaleza observando con calma.
Ahí están los alimentos, los elementos medicinales, la poesía en sus movimientos y sus cambios estacionales.
Sus obras son arte que ningún mortal puede superar.
Admira sus atardeceres, las noches estrelladas en silencio.
Solo así podrás viajar por los caminos del pensamiento, esos que no se pueden transitar con ruido ni movimiento constante.
Las pausas son necesarias para el sano sustento del alma.
Dejan libre al cerebro para que juegue con las fantasías y disfrute de la caricia del viento.”
Doña Crispina los miró con ternura y concluyó:
—Así que les aconsejo dejar de correr. Disfruten con calma lo que les ofrecemos. Lo más hermoso no está en lo que hacemos, sino en lo que somos. Y eso… solo lo descubrirán si se dan la pausa para conocernos.
Los visitantes comprendieron. Ya no encendieron sus dispositivos. Salieron a la plaza y comenzaron a conversar con los aldeanos. Como buenos amigos, fueron recibidos con sonrisas. Comieron, bebieron y compartieron palabras que les llenaron el alma de dicha y conocimiento.
Y fue entonces cuando comenzaron a descubrir la verdadera belleza del lugar.
Cada mañana, salían a caminar por las montañas, envueltos por el aroma fresco del bosque y el trinar alegre de los pájaros. El valle cambiaba de color según la hora del día: a veces dorado, otras veces verde intenso, y al caer la tarde, se tornaba de un azul profundo que anunciaba la noche.
Las calles adoquinadas crujían bajo sus pasos, igual que los senderos cubiertos de hojas secas, marcando un ritmo sereno, como si la vida misma caminara con ellos.
Admiraban los atardeceres en silencio, contemplando cómo el cielo se teñía de fuego y luego daba paso a noches cuajadas de estrellas, tan distintas de las luces frías y lejanas de la ciudad.
Descubrieron las fachadas de las casas pintadas como cuadros multicolores, donde cada color parecía contar una historia. Y en la plaza, por las tardes, el ambiente cobraba vida: los coros de niños entonaban canciones tradicionales, mientras la banda del pueblo tocaba melodías que hacían cantar y bailar a los jóvenes con alegría contagiosa.
Saborearon cada platillo con calma, descubriendo que en cada bocado había historia, herencia y manos amorosas que lo preparaban con esmero. Escucharon a los ancianos del pueblo, cuyas palabras estaban llenas de sabiduría, de anécdotas divertidas y de historias que dejaban huellas profundas en el alma.
Se entusiasmaron aprendiendo a tejer en telares artesanales, a bordar figuras coloridas y a crear cuadros con semillas, donde cada diseño era un homenaje a la tierra y a sus ciclos. Montaron a caballo por los caminos del monte, y cuando la lluvia los sorprendía, no corrían a esconderse: la recibían como una bendición. Sentían que el agua limpia les lavaba el alma y los llenaba de dicha.
Fue así como, sin notarlo, aprendieron que la verdadera riqueza no estaba en lo que se compra, sino en lo que se comparte; que la belleza no se capta con una cámara, sino con el corazón atento; y que la felicidad habita en los lugares donde uno se toma el tiempo de mirar, escuchar y ser parte.
Y con el alma transformada y el corazón en calma, decidieron quedarse todas las vacaciones en ese mágico lugar.
JuanAntonio Saucedo Pimentel
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