Doña Delfina y el remedio para el alma
En los pueblos de México, aún hay quienes confían más en las manos sabias de una yerbera que en un frasco de medicina. Entre ellos, pocos olvidan a doña Delfina, una mujer de mirada dulce y voz pausada, que cada semana llegaba al tianguis con sus cantaros cargados de plantas. Se sentaba desde temprano en la orilla de la banqueta, con su falda larga cubriéndole hasta la punta de los huaraches curtidos por los senderos de la sierra. Bajo su rebozo, asomaban las trenzas plateadas que el tiempo había pintado de sabiduría.
Había recogido cada hierba con paciencia en el bosque sereno, escuchando al monte hablarle en susurros de viento. No gritaba su pregón, lo decía con calma, como quien sabe que las palabras también curan:
—Lleva romero pa’ los dolores, árnica pa’ los golpes, gordolobo pa’ la tos, ruda pa’ los espantos…
Las mujeres se acercaban, muchas con achaques, otras con preguntas. Doña Delfina respondía sin apuro. Para la fiebre, decía, era buena la infusión de hojas de sauco. Para la hinchazón, el té de cola de caballo. Para las reumas, el aceite de árnica o baños con hojas de laurel. No cobraba más que unas cuantas monedas; lo justo, según ella.
—El conocimiento para curar no es para hacerse rico —decía—, sino para hacer el bien al que lo necesita.
De sus curaciones os daré un ejemplo:
Un día, una mujer se acercó con ojos apagados. No venía por dolor en el cuerpo, sino por una tristeza que le pesaba en el alma.
—¿Tiene algo para eso? —preguntó.
Doña Delfina la miró un momento, luego buscó entre sus plantas y le entregó un ramillete de flores blancas de azahar.
—Haz un té con estas, dos veces al día —le dijo—. Pero también sal temprano, antes de que el sol salga. Camina descalza si puedes, siente el fresco de la tierra. Quédate en silencio hasta que el amanecer pinte los colores en el parque o en tu jardín.
La mujer obedeció. Y al cabo de una semana, regresó. Su mirada ya no era la misma. Había un brillo nuevo, una chispa serena.
—Ese té… es una maravilla —dijo con una sonrisa sincera.
Doña Delfina asintió, como si ya lo supiera. Le entregó ahora un poco de valeriana.
—Tómala en la noche, antes de dormir. Que tu descanso también sea medicina.
La noticia corrió entre los vecinos. Decían que doña Delfina tenía algo que ningún doctor podía recetar: la calma. Unas cuantas monedas bastaban para aliviar el cuerpo, y a veces, también el corazón. Pero los que la conocían bien sabían que el remedio más fuerte no venía solo de las plantas, sino de su presencia, de su mirada honesta y del consejo que daba con fe.
Porque, al final, como ella misma decía:
—La planta cura, sí… pero es la confianza y la ilusión la que abre el camino de la sanación.
JuanAntonio Saucedo Pimentel
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