“La advertencia del abuelo”
El cielo estaba nublado aquella tarde. El aire olía a tierra húmeda y tensión. En las noticias solo se hablaba de guerra, otra vez. El nieto, de rostro joven pero ojos cansados, miraba sin entender cómo habían llegado a ese punto. El abuelo, en su silla de madera, lo observaba en silencio.
—No te dejes arrastrar por la corriente, hijo —dijo al fin, con voz pausada, como si cada palabra pesara siglos—. Esto que está por venir… no será diferente. A lo largo de mi vida he visto más de lo que quisiera contar. Guerras, conflictos, discursos encendidos que terminan en cenizas y tumbas.
El joven lo miró con atención, sin interrumpir.
—Siempre es igual. Cambian los nombres, los uniformes, los estandartes… pero el argumento no cambia. Todos dicen ser los agredidos, todos juran defender la libertad, la patria, el honor. Nadie admite ser el agresor. Y mientras se lanzan esas palabras tan grandes, destruyen ciudades, matan inocentes, siembran odio y rencor que duran generaciones.
Hizo una pausa. Cerró los ojos por un instante, como si reviviera memorias que prefería olvidar.
—Cuando ya han destruido más de lo imaginable, cuando los ríos llevan sangre y los campos ya no dan fruto, entonces buscan la redención. Hablan de paz, de reconstrucción, de unidad… hasta que todo vuelve a empezar. Como si el ciclo fuera necesario. Como si la humanidad necesitara una y otra vez demostrarse lo estúpida que puede ser.
El nieto apretó los puños, pero no dijo nada. El abuelo continuó, con la calma de quien ya no se ilusiona con discursos.
—No sigas a los que te llaman al combate desde sus cómodos sillones. Esos líderes que propagan odio no van al frente. No miran a los ojos a su enemigo. Se esconden en búnkeres, dando órdenes, tratando a los soldados como piezas de ajedrez. No arriesgan nada, pero juegan con todo. Y siempre hay jóvenes dispuestos a creer que esa es la única forma de defender lo suyo.
El abuelo lo miró con firmeza.
—Si llega el momento en que la locura lo inunda todo, no tengas miedo de alejarte. Vete a las montañas, si es necesario. No será por cobardía, será por cordura. Esta demencia es contagiosa, más de lo que imaginas. Una vez que se propaga, no hay cura sin dolor. Y con las armas modernas… ni siquiera sabemos si quedará algo para reconstruir.
El joven no dijo una palabra. Solo se acercó, abrazó al abuelo con fuerza y le susurró al oído:
—Te lo prometo… haré lo correcto.
Y en ese abrazo, se selló una promesa silenciosa: que al menos uno, entre tantos, escucharía la voz de la razón.
Francisco elige
Días después de la conversación con su abuelo, Francisco empezó a ver el mundo con otros ojos. Las palabras que en otro tiempo no habrían significado nada —“patria”, “honor”, “enemigo”, “héroe”— ahora le sonaban distintas. Vacías. Peligrosas.
En la escuela, sus compañeros hablaban con entusiasmo de enlistarse. Algunos compartían videos llenos de música épica, banderas ondeando al viento y frases grandilocuentes sobre la gloria de pelear por los suyos. Se organizaban charlas, marchas patrióticas, discursos con lágrimas prefabricadas. Todo parecía una película bien dirigida.
Francisco los escuchaba en silencio. Algo en su interior se encogía.
Una tarde, mientras caminaba con su amigo Tomás, le dijo:
—¿No te parece extraño que siempre nos hablen de defender, pero nunca nos muestran quién realmente está atacando?
Tomás lo miró confundido.
—¿A qué te refieres?
—A que todos dicen ser los buenos. Todos juran que no querían guerra, pero todos se están preparando para ella. Es como si la paz fuera solo una excusa para armarse mejor.
Tomás no respondió. Francisco continuó:
—Mi abuelo me dijo algo que no olvido: que esta locura se propaga como una enfermedad. Y que quienes la inyectan usan palabras como jeringas. “Valor”, “honor”, “sacrificio”… todo suena noble hasta que entiendes que lo que quieren es que otros mueran por sus intereses.
Pasaron unos segundos en silencio.
—¿Y qué piensas hacer? —preguntó Tomás, esta vez más serio.
—No permitiré que me arrastren a esa barbarie —respondió Francisco con firmeza—. Yo voy a luchar, sí… pero contra la mentira. Contra la manipulación. Contra el odio que nos están metiendo en el corazón como si fuera una virtud.
Desde ese día, Francisco comenzó a hablar con más jóvenes. A veces lo escuchaban, otras lo ignoraban o se burlaban. Pero él no se detuvo. Comprendía que no todos despertarían a tiempo, pero si lograba tocar aunque fuera un alma… ya valía la pena.
Y en medio de ese ruido de tambores de guerra, una pequeña chispa de lucidez seguía encendida. Porque Francisco había elegido. Y su decisión no lo hacía menos valiente, sino más humano, pero bien sabía que eso era muy peligroso cuando el fuego se enciende y la cordura popular se pierde .
Francisco pegó el siguiente texto en la pizarra de la la facultad donde estudia:
OOOOOOOOOOO
Un llamado a la CORDURA
¿Hasta dónde llega la estupidez humana para creer que un genocidio puede llamarse defensa de la patria?
¿Quién, en su sano juicio, cree que comprar armas es luchar por la paz?
¿Cómo es posible que se ignore lo que sucederá si se usan bombas atómicas?
¿Ganar?
¿A quién le cantarán victoria si no queda nadie vivo?
¿De verdad alguien cree que exterminar al “enemigo” justifica borrar la vida en la Tierra?
Eso no es heroísmo.
Eso es locura extrema, es suicidio colectivo, es jugar a ser dioses sin cerebro.
Si de verdad fueran valientes,
si de verdad amaran su patria,
lucharían por proteger la vida, no por exterminarla.
Luchar por lo que uno ama no es mandar jóvenes a morir,
ni convertir ciudades en ceniza,
ni dejar un planeta desangrado.
Cuando la materia se destruya,
cuando la civilización sea solo humo,
ya no habrá palabras para el consuelo.
Solo el silencio eterno de lo que pudo ser.
Aún es tiempo.
Pero no será con más misiles.
Será con una bomba distinta:
una bomba de esperanza,
de cordura,
de verdad que sacuda conciencias antes de que sea demasiado tarde.
Esto no es un juego.
Es el final posible de todo lo que existe.
Y será una tragedia cósmica…
porque aún no conocemos otro planeta como este.
JuanAntonio Saucedo Pimentel