“¿Por qué nadie me lo dijo?”
Martín tenía 19 años y la cara desencajada. No por una tragedia de esas que salen en las noticias, sino por algo peor: una ruptura amorosa. De esas que no duelen en el cuerpo, pero hacen que todo lo demás deje de tener sentido.
Había dejado de comer. Escuchaba canciones tristes como si fueran sagradas escrituras. Lloraba, aunque no lo admitiera. Y se preguntaba, con rabia disfrazada de profundidad, por qué el amor podía arrastrarlo como un huracán y escupirlo como una bolsa rota.
Un día, en una reunión familiar, se encontró solo en la cocina con su tío Arturo, el neurólogo. Martín lo miró, medio en broma y medio en auxilio, y le soltó la pregunta como quien lanza un anzuelo:
—Tío… ¿por qué el amor nos hace pedazos?
Arturo no respondió de inmediato. Sirvió dos cafés, se sentó con la tranquilidad de quien ha pisado muchos charcos, y le dijo:
—Ah, sobrino… esa pregunta me costó la dirección de la academia, una úlcera, tres meses de terapia y diez kilos perdidos —rió—. Pero gracias por traerla a la mesa. Siempre es buen momento para hablar de las cosas que de verdad importan y que, por supuesto, no se enseñan en la escuela.
Martín frunció el ceño. El tío se acomodó los lentes, tomó un sorbo de café y comenzó su clase magistral… pero a su estilo.
—Mira, muchacho… cuando te enamoras no eres tú. Eres tu sistema nervioso bajo los efectos de un cóctel químico más potente que cualquier bebida energética o droga ilegal. Dopamina, oxitocina, serotonina, noradrenalina… —enumeró con dramatismo—. Y si a eso le sumas juventud, testosterona y un poco de idealismo barato heredado de las películas… ¡boom! Explota el laboratorio emocional sin que tengas idea de lo que hiciste.
Martín se rió, pero en sus ojos aún se leía el desorden.
—¿Entonces no estoy loco?
—¡No, hombre! Estás perfectamente químico. Como lo estuve yo cuando creí que podía dirigir una academia científica sin dejarme enredar por la secretaria de voz dulce y perfume traicionero. Un día me descubrí escribiéndole poemas con terminología médica. Fue patético. Estaba enamorado, pero disfrazado de jefe serio y racional. Me ahogué en mis emociones, sobrino. Me estaba hundiendo, y para colmo, sin dignidad.
—¿Y te salvaste?
—¡Por suerte! Justo cuando iba de cabeza al fondo, llegó flotando una tabla. Una ilusión distinta. Una mujer que no me enredó, sino que me soltó. Que no me pidió promesas, sino presencia. Hoy es mi esposa. Y no, no fue mágica. Solo fue real. Y eso, a esta edad, es mucho.
Martín lo miraba entre admiración, risa y asombro.
—¿Y por qué no nos enseñan todo eso? Lo de los químicos, las emociones… Lo que me estás diciendo ahora.
El tío se puso serio por primera vez.
—Porque no conviene.
Silencio. El café ya estaba frío.
—Porque si los jóvenes supieran cómo funciona su cuerpo y su mente, serían menos manipulables. Si aprendieran a reconocer una emoción antes de actuar, no comprarían tanto perfume, ni tanta tontería con forma de amor. Si fueran emocionalmente sabios, los gobiernos y las empresas lo tendrían más difícil para venderles miedo o promesas. Así de simple.
Martín suspiró.
—Entonces… ¿estamos condenados a aprender todo esto cuando ya es tarde?
El tío le guiñó un ojo.
—Solo si te aferras a no preguntar. Pero tú ya empezaste. Y eso te pone del otro lado.
Martín sonrió. Se sintió, por primera vez en días, más liviano. No porque se le hubiera pasado el dolor, sino porque ya no se sentía un estúpido por haberlo sentido.
Se levantó, y antes de salir, soltó:
—Gracias, tío. Y dígale a mi tía que la tabla sigue funcionando.
Arturo soltó una carcajada.
—¡Más que tabla, es mi brújula! Aunque a veces me cachetea con ella cuando me vuelvo a creer sabio…
“El mapa hacia adentro”
Unos días después de su conversación con el tío Arturo, Martín volvió a buscarlo. Esta vez con menos ansiedad y más curiosidad. Se sentía como si algo se hubiera abierto dentro de él… como si quisiera empezar a caminar, pero no supiera por dónde.
—Tío, ¿hay algún libro que me ayude a entender cómo controlar estos impulsos? ¿Algo que no sea pura teoría?
Arturo sonrió. Le brillaron los ojos con ese gesto de quien sabe que está a punto de entregar una llave.
—Empieza con Siddharta, de Hermann Hesse —le dijo mientras le alcanzaba un ejemplar ya algo ajado, con subrayados de tinta verde y márgenes llenos de garabatos—. Léelo sin prisas. Y después, si sigues con hambre, busca Al filo de la navaja. Pero prepárate: eso no se lee, se vive.
Martín leyó. Primero con extrañeza, luego con fascinación. Descubrió en Siddharta que la paz no viene de afuera. Que hay que conocer el río, el silencio, el deseo… y luego superarlos. Al filo de la navaja lo terminó de empujar. No era una fábula, era un testimonio: el camino hacia la sabiduría existe, pero no está pavimentado. Está lleno de dudas, tentaciones, y también de belleza.
Comprendió que no se trataba de volverse un santo ni un monje, sino de desarrollar disciplina. De saber cuándo el cuerpo está reaccionando como una bestia, y cómo enseñarle a no morder.
La mente como jinete, las emociones como caballo. Pero sin las riendas, el caballo te lleva a donde él quiere.
Martín empezó a cambiar. No en grandes cosas, pero sí en esas que los demás notan sin entender por qué: hablaba menos, pero mejor. Se molestaba, pero no estallaba. Reía sin sarcasmo. Y cuando algo lo alteraba, escribía, meditaba… o caminaba en silencio.
Eso llamó la atención de sus compañeros de clase.
—¿Qué te pasa, Martín? ¿Te metiste a una secta?
—¿Qué estás leyendo, bro, que ya no eres tan dramático?
Él no evangelizaba. Solo respondía cuando le preguntaban. Y pronto, las preguntas se multiplicaron.
—Estoy tratando de conocerme. Suena cursi, pero es más difícil que cualquier ecuación —decía con una sonrisa.
Un día, en plena hora libre, sacó una hoja y dibujó un cuerpo humano. Le puso flechas, palabras, notas: “Dopamina aquí. Cortisol allá. Esta parte del cerebro reacciona así cuando te dejas llevar por el miedo. Esta otra se activa cuando meditas. Lo que comes afecta tu ánimo. El sueño es medicina. La música puede resetearte.”
De pronto, había cinco, luego diez, luego todo el salón mirando y preguntando.
Sin proponérselo, Martín se convirtió en iniciador.
Un farol que no daba sermones, solo compartía mapas.
Comenzaron a reunirse los viernes después de clases. No como club, ni como grupo de autoayuda —¡ni lo digas!—, sino como buscadores. Leían a Hesse, a Viktor Frankl, a Carl Jung, a Sabiduría ancestral vestida de tinta. Veían documentales sobre neurociencia, hablaban sobre el alma, el ego, el estrés, la adolescencia, la historia, el cuerpo. Descubrían que había una arquitectura milenaria dentro de ellos… y que nadie les había dado los planos.
Un profesor se burló al principio: “Filosofando en plena juventud… ya se les pasará.”
Pero no se les pasó. Al contrario. Esa curiosidad los empezó a proteger de muchos errores que otros cometían sin siquiera saber por qué.
—¿Sabes qué descubrimos? —le dijo Martín un día a su tío—. Que todos somos una especie de maquinaria perfecta… pero traemos el manual en otro idioma. Lo que hacemos ahora es tratar de traducirlo.
Arturo se carcajeó:
—Bienvenido, sobrino. Ahora sí estás en el camino. Y prepárate, porque mientras más entiendes, más preguntas llegan. Pero eso es lo que lo hace hermoso.
Martín asintió. Ya no lloraba por su exnovia. No porque no le doliera, sino porque ahora entendía por qué dolía, y lo que esa herida podía enseñarle.
Y en esa comprensión empezó a surgir algo mucho más grande que el amor romántico.
El amor por el aprendizaje. Por la conciencia. Por estar despierto en un mundo que duerme.
Y eso, sin duda, cambia una vida.
JuanAntonio Saucedo Pimentel
No hay comentarios:
Publicar un comentario