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El Libro Cuando nació la idea de escribir fue como la tormenta que de pronto aparece en el horizonte anunciando con relámpagos y truenos...

lunes, 23 de junio de 2025

El redactor del miedo


Título: “El Redactor del Miedo”


Durante años, Martín sobrevivió escribiendo cuentos que nadie leía. Relatos que hablaban de bondad, de esperanza, de mundos mejores… pero que no vendían. Su talento era innegable, pero en un mundo dominado por la urgencia y el espectáculo, las palabras nobles parecían fósiles de otro tiempo.


Pasó hambre. Literalmente. Aprendió a mezclar tortillas  con agua caliente para fingir una sopa. Soportó humillaciones, puertas cerradas, editoriales que ni siquiera se tomaban la molestia de rechazarlo con educación.


Hasta que un día, la oportunidad tocó la puerta.

Una de esas agencias que siempre había criticado —en privado, claro— le ofreció empleo. “Buscamos alguien con buena pluma… alguien que sepa mantener la atención de la gente. Y no por un momento: queremos historias que quemen lento, que asusten, que mantengan a la audiencia atrapada. ¿Verdad, ficción? No importa. Lo que importa es que no se apague el fuego.”


Martín titubeó.

La oferta era generosa. Muy generosa.

Por primera vez podría tener una casa digna, un auto, vacaciones, un respiro.

Y sobre todo… comida caliente todos los días.


Los primeros textos los escribió con cierto asco.incluso los firmo con un seudónimo, Eugini, Notas alarmistas, teorías infladas, rumores disfrazados de verdad. Pero los clics llegaron. Los bonos también. Y con ellos, la comodidad.

La voz de su conciencia, en cambio, se fue apagando, arrinconada bajo las facturas pagadas y las cenas costosas.


Con el tiempo, se volvió experto en fabricar miedo.

Sabía exactamente qué palabras usar para despertar ansiedad, para dividir, para alimentar el caos.

Las noticias que él escribía eran como brasas: no ardían con fuerza, pero no dejaban de quemar. Y eso era lo que vendía.


“No estás mintiendo del todo” —le decían sus jefes— “estás simplemente dramatizando lo real.”


Pero una noche, mientras cenaba solo en su moderna cocina, viendo en la pantalla una de sus propias notas convertida en pánico global, sintió una punzada en el estómago.

No era hambre. Era memoria.


Recordó al joven que soñaba con cambiar el mundo escribiendo verdades que sanaran.

Y se preguntó en silencio:

¿Qué parte de mí se vendió primero? ¿La ética, la esperanza o el miedo a volver a ser pobre?


No respondió.

Solo volvió al teclado, donde aún ardía el fuego de su última mentira. Busco en su memoria aquello que podía hacer que esa historia se convirtiera en una gran historia, el miedo, la violencia, el morbo en su máxima expresión, esa eran los combustibles para seguir alimentando su gran fogata, aquella que calentaba las mentes y las convertía en complacientes para aceptar cualquier idea , era un poder que dirigía con argumentos falsos, la verdad que convenía a los poderes que controlan los recursos de la tierra. Esto no ha de cambiar porque yo me oponga se repitió una y otra vez, mientras sus dedos seguían pisando el teclado dejando una serie de mentiras hábilmente acomodadas para convertirse en la nota sobresaliente de ese día.  Aún no entendía que la vida tiene sorpresa, que así como lo saco de la miseria poniendo a prueba sus consciencia, así le daría una lección que cambiaría sus forma de ver el mundo.




 El precio a pagar.


Eugeni alguna vez soñó con ser un gran escritor. No de esos que firman bestsellers pasajeros, sino de los que dejan huella, de los que escriben verdades que cambian conciencias. Pero el hambre no entiende de ideales, y la miseria terminó por enterrar sus aspiraciones bajo el peso de la necesidad.


Por eso, cuando le ofrecieron empleo en una poderosa agencia de noticias, no dudó demasiado. El pago era generoso, las condiciones mejores de lo que jamás había imaginado. Solo había un detalle: las noticias debían vender miedo. Nada de finales felices, nada de matices. Se trataba de mantener encendida la llama del pánico, del escándalo, del sensacionalismo. Y si había que inventar, exagerar o arruinar reputaciones, que así fuera.


Una de sus notas más exitosas fue contra un prestigioso médico cirujano, al que acusó de negligencia médica y corrupción sin pruebas reales. La historia causó revuelo. El pequeño hospital que aquel doctor administraba fue clausurado. Cientos de personas se quedaron sin atención, y decenas de empleados, sin trabajo. Eugeni apenas se inmutó. Había conseguido lo que quería: más audiencia, más bonos, más reconocimiento. El cuarto poder era suyo, pensaba, y él sabía usarlo.


Pero el destino es terco.


Una noche lluviosa, de esas que parecen malditas desde el primer trueno, Eugeni sufrió un accidente en la autopista. Su auto quedó volcado, atrapado entre charcos y metal retorcido. Las ambulancias no podían pasar. La ciudad estaba colapsada por la tormenta. Cuando finalmente lo rescataron, no pudieron llevarlo a un hospital de renombre. Solo había un centro médico pequeño en las afueras.


Lo que parecía una tragedia, terminó siendo un milagro. El médico de guardia —sin recursos, con material escaso, y enfrentando condiciones adversas— decidió arriesgarlo todo. La cirugía fue larga, delicada, casi imposible. Pero sobrevivió.


Durante su recuperación, una enfermera lo cuidaba con una ternura desconcertante. Lo trataba como si fuera alguien digno, no como el creador de mentiras virales. Su delicadeza, su paciencia… parecían de otro mundo. Por primera vez en mucho tiempo, Eugeni sintió vergüenza de quién era.


Y entonces, un día, lo vio entrar: el médico que lo había salvado era el mismo hombre al que había destruido con su pluma envenenada. El mismo a quien había calumniado hasta llevarlo a la ruina. El médico lo miró, con esa dignidad que solo tienen quienes han tocado el fondo y han decidido no odiar.


Eugeni lloró. Le pidió perdón con una voz rota.

No merezco haber sido salvado por usted.

No salvamos a quien lo merece, respondió el médico. Salvamos a quien lo necesita.


Durante días, en su convalecencia, Eugeni pensó en renunciar. Quiso escribir su verdad, contar al mundo lo que había hecho. Redimirse. Volver a empezar.


Pero entonces sonó el teléfono.


¡Eugeni, estás vivo! Eso es increíble… ¡una bendición mediática! Tus notas se están viralizando más que nunca. El accidente fue un éxito. Te espera un ascenso. Un bono como nunca. Queremos que escribas sobre tu experiencia, que inventes detalles, que hagas llorar a la gente. Esto es oro puro. Te trasladaran a un hospital de lujo. Enfermeras personales. Médicos de confianza. Solo recupérate.ahí podrás empezar a trabajar , ponle el condimento necesario a las notas que enviaremos con tu secretaria.Te necesitamos pronto, campeón.


Eugeni colgó. Sintió náuseas.


Y supo la verdad: ya no podía salir de la trampa. Había vendido su alma, y ahora era propiedad de su propio miedo. Su seudónimo era una marca. Su arrepentimiento, un lujo que no podía permitirse.


Frente al espejo, con el rostro aún vendado, susurró:

¿Quién me salvará ahora, si yo mismo elegí mi prisión?


Quien salvará a esa gente que confía en los que, al igual que yo, viven de alimentar el miedo?


Oooooo


Capítulo II: La mentira perfecta


Eugeni ya no escribía para vivir. Vivía para escribir lo que otros necesitaban que fuera cierto.


Y esta vez, el encargo no era cualquiera.

El hijo de un alto mando militar —destacado, influyente, rodeado de contactos en todas las esferas— había asesinado a una mujer. Una acompañante. Había cuerpos, había sangre, había testigos. Pero no podía ir a prisión. El prestigio familiar era intocable.


La orden era clara: “Hazlo héroe. Y hazlo rápido.”


Eugeni no preguntó. Nunca lo hacía. Aprendió que cuanto menos sabía, más fácil era justificar lo que escribía. Comenzó por investigar a la mujer: sola, sin redes sociales activas, sin familia cercana. Un departamento lujoso a su nombre, sin más rastro que unos cuantos pagos electrónicos y perfiles cerrados. Lo suficiente para que cualquier mentira pudiera tener raíces.


Así nació la nueva historia:


La mujer —según la “investigación periodística”— no era una simple acompañante. Era una espía internacional, un peligro disfrazado de seducción. Había estado filtrando información a embajadas extranjeras. Información delicada. Documentos. Fotos. Listas. La paz mundial había estado en riesgo, y nadie lo había notado.


Nadie… excepto el joven militar. Un patriota silencioso. Un héroe que había descubierto la verdad y, cuando intentó confrontarla, fue atacado. Ella disparó primero. Él esquivó la bala, forcejearon, y en defensa propia… ella cayó desde el balcón.


Eugeni escribió todo eso en una noche, con la habilidad de un dramaturgo perverso. Agregó detalles que “confirmaban” la teoría: antecedentes juveniles, reformatorios, trastornos de conducta. Una vida de oscuridad bien tejida, que no necesitaba pruebas. Solo palabras.


La noticia fue un éxito.


Los medios repitieron su crónica palabra por palabra. Las redes sociales aplaudieron al joven militar. Algunos pidieron condecoraciones. Otros exigieron investigaciones contra los países que la mujer supuestamente servía. Nadie preguntó por su nombre real. Nadie fue a su entierro.


Una vida borrada. Una fábula glorificada.


Eugeni, desde su oficina iluminada y silenciosa, encendió un cigarro que ni siquiera disfrutó. Miró por la ventana con una amargura que ya no le dolía. Era solo una piedra más en el saco. Un día más en su trabajo.


Y pensó —sin atreverse a escribirlo—:

“Si la verdad tiene dueño, entonces la justicia está en venta. Y yo, soy el vendedor.”


Capítulo III: Un café con verdad


Fue casualidad. O eso pareció.

Un restaurante de luz tenue, mesas discretas, y el murmullo bajo de conversaciones ajenas. Eugeni había ido a ese sitio a pensar —o al menos a fingir que aún podía hacerlo sin interrupciones— cuando la vio entrar. La reconoció enseguida: la enfermera que lo había atendido en el centro de salud aquella noche, cuando la lluvia y el destino casi se lo llevaban.


Ella también lo vio. Dudó un instante, pero él ya se había puesto de pie, sonriendo con una cortesía que parecía auténtica.


—¿Me acompañas un momento? —preguntó, señalando la silla frente a él.


Se sentó. Y por un rato, la conversación fue ligera. Clima, libros, música. Él recordó su tono suave, su manera de mirar sin juzgar. Ella reía sin afectación, con una honestidad que parecía fuera de lugar en su mundo. Hasta que, con voz serena, como si simplemente hablara del café que tenía enfrente, ella dijo:


—No quiero parecer grosera, Eugeni… pero me apena lo que haces.


Él la miró sin entender, o quizás sin querer entender.


—Tus noticias —continuó—. Esa forma de manipular, de construir miedo, de convertir a cualquiera en villano o héroe según convenga. Yo sé que muchos lo aplauden… pero eso no lo hace correcto. Tienes talento, sí. ¿Por qué no lo usas para algo que le devuelva a las personas una razón para creer en el ser humano?


Eugeni bajó la vista. No había ironía en su expresión, solo cansancio. Dio un sorbo al café ya frío y respondió con una sonrisa sin arrogancia, solo amarga.


—Eres una idealista… Y soñar es fácil, créeme. Yo también lo hice. Escribir para despertar, para inspirar… pensé que el mundo quería eso. Pero terminé con hambre, deudas y un par de cuentos que nadie leyó. El mundo no premia los valores, premia el espectáculo. Y yo… yo solo aprendí a sobrevivir.


Ella no discutió. Solo lo miró con una mezcla de compasión y tristeza, se levantó y, antes de irse, dijo:


—Lo lamento, de verdad. Ojalá algún día puedas volver a soñarlo, aunque sea solo por ti.


Eugeni la vio alejarse, y por un instante, algo se rompió adentro.


Se quedó allí, solo, entre el ruido suave del restaurante, con el eco de sus propias palabras rebotando en la conciencia. “La peor etapa de mi vida fue cuando soñaba”, había dicho.


Pero no era cierto.

La peor etapa era esta.

La de ahora.

La de saberse cómplice de un mundo en ruinas.

La de seguir escribiendo mentiras no para engañar a los demás, sino para no escuchar su propia verdad.


Y por primera vez en años, le tembló la mano al tomar la pluma.


Ooooooo

Capítulo IV: Lo que no se dice también pesa

Envuelto en el ambiente de la agencia de noticias, mientras hacía sus redacciones, investigaba sobre algún caso, escuchaba las recomendaciones, las indicaciones llegadas desde arriba, él seguía recordando a Blanca, como una luz que podía guiar para salir de ese laberinto de hipocresía 


Eugeni volvió al restaurante una y otra vez. sabía su nombre, tenía forma de contactarla, pero algo dentro de él —una mezcla de necesidad y remordimiento— se lo impedía y al mismo tiempo, lo empujaba a regresar con la esperanza de que la casualidad se repitiera. A ella no le impresionaba su fama o riqueza, le decía con franqueza lo que pensaba, algo inusual entre los que el normalmente trataba, ahí no había sinceridad sino conveniencias, todo giraba en torno a la hipocresía , esa máscara que odiaba y que no podía quitarse sin sentirse avergonzado.


Pasaron dos semanas.


Esa tarde había llegado más temprano. Se había sentado junto a la ventana. El cielo estaba gris, como su ánimo, y había decidido no escribir, no pensar… solo esperar. Y entonces, la vio.


Ella entró con la misma calma, con esa manera de moverse que parecía ajena al mundo apresurado que él conocía. Eugeni se puso de pie de inmediato y fue a su encuentro.


—He venido muchas veces —dijo con una sonrisa sincera, pero cargada de ansiedad—. Esperaba encontrarte. Necesito volver a escucharte, aunque no esté de acuerdo con todo lo que dices… o quizá porque sí estoy de acuerdo y no me atrevo a admitirlo.


Ella aceptó sentarse con una leve inclinación de cabeza. Esta vez la conversación fluyó sin pausas. Él la miraba hablar y se sentía transportado a un mundo donde aún existían principios, donde la vida tenía otras reglas. Cada palabra que ella decía le parecía un llamado, no solo al arrepentimiento, sino a la posibilidad de cambio.


Pero entonces, como una descarga en mitad de la calma, ella dijo:


—Supongo que sabes quién es mi padre.


Eugeni se quedó en blanco. Parpadeó. Un sudor frío le recorrió la espalda.


—Mi padre es el médico al que tú hundiste con una de tus noticias —continuó ella, con la misma voz serena—. El que dirigía aquel pequeño hospital, el que tuvo que despedir a todo su equipo por el escándalo.


El mundo pareció cerrarse a su alrededor. Eugeni sintió que el aire se hacía espeso, que el restaurante giraba en cámara lenta. Su rostro perdió color. Apenas pudo decir una palabra.


Ella lo miró y, antes de que él pudiera desplomarse emocionalmente, le regaló una sonrisa que, lejos de ser irónica, tenía ternura.


—No es para tanto. Él ha salido adelante. No con riquezas, pero sí con dignidad. Entiendo que hiciste lo que te mandaron. Pero quiero que sepas algo, Eugeni: en la vida no se trata solo de tener prestigio, riqueza o comodidad. Se trata de poder dormir tranquilo, sabiendo que hiciste lo correcto. Eso es lo que realmente te hace feliz. Y libre.


Las palabras cayeron como piedras sobre el orgullo agrietado de Eugeni. No había acusación en su voz, pero cada frase era un bisturí que cortaba sus máscaras, una a una.


No pudo más. Cubrió su rostro con las manos. Por primera vez en años, sintió un dolor que taladraba su alma, No por tristeza, ni por miedo. Un dolor por él mismo, por el hombre en el que se había convertido, por todo lo que había sacrificado en el altar de la conveniencia.


—Lo siento… —murmuró sintiendo que una lágrima recorría su mejilla.—. No tengo cómo reparar lo que hice. Pero juro que haré lo posible por redimirme… No sé cómo, ni cuándo, pero necesito cambiar. Espero… espero que algún día puedas considerarme tu amigo. Y que tu padre me perdone.


Ella no respondió de inmediato. Le pasó una servilleta con calma, como quien sabe que las palabras no siempre son necesarias.


—El primer paso ya lo diste, Eugeni —susurró—. Te atreviste a ver lo que eres… Y eso, créeme, no lo hace cualquiera.




El Narrador del Miedo (Parte II – El Despertar del Hombre)


La verdad es que no cambió cuando estuvo a punto de morir.

Ni cuando, atrapado entre los fierros retorcidos en la utopista, murmuró una oración que se le atoró en la garganta.

Ni siquiera cuando esa mujer—hermosa, firme, con los ojos como fuego que no quema, pero que purifica—lo miró de frente y le dijo sin rodeos:


Tú ayudaste a hundir a un hombre bueno… A mi padre. Por miedo. Por hambre. Pero ya no tienes excusas.


Y él no las tenía.

Sabía muy bien en qué momento se había roto.

No fue en la pobreza. Fue después, cuando aprendió a justificar su comodidad con cinismo. Cuando comenzó a repetir las mentiras de otros con una voz tan convincente, que hasta los inocentes empezaban a dudar de su inocencia. Ahí empezó su negocio: el miedo, servido con palabras elegantes.


Era bueno. Muy bueno.

Por eso lo buscaban. Por eso lo pagaban. Por eso lo perdían.

Y él… él simplemente escribía lo que le dictaban.


Pero ahora sabía quién era ella.

Blanca.

La hija del médico que él mismo había empujado al desprestigio con una columna infame, disfrazada de investigación. Un médico que solo quiso ayudar.

El mismo médico que, años después, lo había atendido sin saber a quién estaba salvando.


Eso era lo que no podía soportar.

No el accidente. No el dolor.

Sino la ironía brutal de haber sido salvado por la misma familia a la que él había destruido.

OOOOOOOOOO


Los días siguientes no pudo concentrarse en el trabajo, la imagen de Blanca y sus palabras interrumpían sus pensamientos, lo que más le inquietaba era como ella había podido estar a su lado en el momento más difícil de su vida y atenderlo sabiendo que él era quien había arruinado a su padre.


Y sin embargo, ella lo cuidó.

No con ternura, sino con una dignidad que él ya no  tenía, aunque algunas veces recordaba.

Ella No le pidió nada. Solo le dijo la verdad.

Y se fue.


Desde ese momento supo que no podía seguir igual.

Que debía encontrarla. Pero no para pedir perdón como un cobarde buscando redención instantánea. No.

Tenía que volver a verla solo cuando pudiera mirarla sin agachar la cabeza. Cuando pudiera decirle que había hecho algo digno. Que había vuelto a escribir, sí, pero desde otro lugar.


Tenía que demostrar que su talento no era solo una mercancía bien empacada, sino una voz que podía también construir, sanar, inspirar.

Tenía que enfrentarse a sus propios demonios.

Tenía que escribir verdades aunque fueran incómodas.

Tenía que volver a ser un hombre.


Por primera vez en años, sintió algo parecido al propósito.


Y así, en silencio, comenzó su nueva obra.

No una nota más para los poderosos.

No un guion para el miedo.

Sino el relato más difícil de su vida: el de un hombre que, por cobardía se pierde en los laberintos de la mentira, alcanza el poder, la fama, la riqueza y su propia perdición, pero el amor le devuelve esa chispa de humano que aún queda en su interior , le da el valor para vencerse a sí mismo, alejarse de esos demonios y salvarse de caer en el abismo.



El Narrador del Miedo (Parte III – La Tumba de Eugeni)


El mundo reaccionó como reacciona siempre: según las órdenes de los que mandan.

Las críticas no fueron un juicio literario, sino un informe interno disfrazado de reseña.

El veredicto fue claro: hay que apagar este fuego antes de que se convierta en incendio.


Y así fue.

La novela de Eugeni, la más honesta que había escrito en toda su vida, no fue su redención.

Fue su tumba.


La enterraron sin escándalo.

Sin elogios, sin ira.

Solo un silencio perfectamente diseñado.

Nada es más eficiente que la indiferencia cuando se quiere desaparecer a alguien sin hacerlo mártir.


Irregular, algo pretenciosa —escribió una crítica de portada.

No logra conectar con el lector moderno —dijo otra, firmada por quien antes lo había llamado “el artesano del miedo”.


Eugeni lo entendió.

La novela no era mala. Era incómoda.

Porque decía cosas que muchos preferían olvidar.

Porque hablaba del poder, del miedo como mercancía, de lo que pasa cuando un hombre vende su voz… y luego quiere recuperarla.


La reacción no fue un fracaso: fue un castigo.


Y sin embargo, esta vez no tembló.

Aceptó la tumba con serenidad.

Ya no necesitaba el aplauso de quienes antes lo celebraban por obedecer.

Lo que necesitaba era enfrentar el reflejo que tanto había evitado.

Porque ahora tenía algo más grande que la fama: un propósito.

Encontrar a Blanca.

No por redención fácil, ni por lastimera culpa.

Sino para demostrarle —con hechos, no con promesas— que el hombre que su padre salvó, al fin, era digno de contarse entre los hombres dignos, que se atrevan a decir la verdad,  aunque eso implique sacrificios, entonces tal vez lo aceptaran como amigo y él podría soñar con algo más.








JuanAntonio Saucedo Pimentel 



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