Elisa, la niña que vivía en un cuento
El visitante acababa de llegar al pequeño pueblo, rodeado de montañas, praderas y bosques que olían a pino fresco. No bien bajó del transporte, una niña se le acercó sonriendo con una dulzura que desarmaba cualquier prisa. Sin decir una sola palabra, le dio un abrazo sincero, como si lo conociera desde siempre. Luego, sacó de su bolsillo una flor silvestre, se la entregó con delicadeza y le deseó un bonito y feliz día.
El hombre, sorprendido por aquel gesto tan puro, le preguntó a la mujer que lo recibió en la cabaña donde se hospedaría:
—¿Quién es esa niña?
La mujer sonrió con ternura y respondió:
—Esa es Elisa. Es la consentida del pueblo. Todos la queremos mucho.
—¿Es tu hija?
—No, es hija del pueblo entero. Tiene ocho años, y sí, nació con una condición especial, una deficiencia mental leve, según dijeron los médicos. Pero aquí nadie la ve como alguien limitada. Más bien, muchos la envidian.
—¿Envidiarla? —preguntó el visitante, aún intrigado.
—Sí… porque Elisa no se preocupa por nada. No entiende el valor del dinero, ni lo que significa poseer algo. No mide el tiempo ni las distancias. Para ella, todo es presente. Todo es ahora. Vive con una alegría que desarma, como si el mundo fuera un cuento sin final triste.
La mujer hizo una pausa y luego continuó con una voz suave, casi como si estuviera narrando un poema:
—El campo, para Elisa, es un jardín mágico que le regala flores, aromas deliciosos y colores que cambian con el viento. Imagina que ahí viven las hadas, que le cuentan historias cada tarde. El bosque es un reino encantado, donde el aroma a pino la hace suspirar, el trino de los pájaros es una sinfonía, y los senderos son caminos secretos que conducen a aventuras. Cree que hay rincones donde duendes traviesos hacen bromas y esconden tesoros.
—¿Y en la noche? —preguntó el visitante, cada vez más cautivado.
—Las estrellas —dijo la mujer— son para Elisa las luces de nuestros ancestros que nos cuidan desde el cielo. La luna, a veces, es la cuna de los sueños, y otras, el espejo donde se asoman las almas de quienes aman de verdad.
Hubo un silencio. Afuera, el viento movía suavemente las hojas de los árboles.
El visitante miró por la ventana hacia la pradera, donde Elisa corría entre las flores con los brazos abiertos, riendo sin motivo.
Entonces pensó en voz baja, como si fuera una plegaria:
—Qué distinto sería el mundo… si todos viéramos la vida como la ve Elisa.
En estos tiempos, donde la mayoría vive atrapada entre relojes, deudas, expectativas y pantallas, la condición de Elisa —esa forma pura, libre y amorosa de ver el mundo— es no solo envidiable, sino profundamente inspiradora.
Ella no corre tras metas impuestas, no se angustia por el futuro ni carga con el peso del pasado. Vive en el asombro, en la gratitud sencilla, en el presente más luminoso. Su “deficiencia” —como muchos la llaman— parece más bien una forma de sabiduría olvidada: la capacidad de ver belleza donde otros solo ven rutina, de dar amor sin reservas, de encontrar magia en lo cotidiano.
En un mundo que sobrevalora la razón y subestima la sensibilidad, Elisa es un recordatorio vivo de que tal vez lo más importante no es entender la vida… sino sentirla.
JuanAntonio Saucedo Pimentel
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