el sembrador de felicidad
En uno de esos barrios que crecieron al borde del campo, donde aún huele a tierra mojada después de la lluvia, vivía don Alberto, un hombre de andar lento y mirada buena. Todos los días, como un ritual sagrado, salía con su carga al mercado: canastos repletos de flores frescas que él mismo cultivaba con esmero. Nadie sabía cómo lo lograba, pero en su pequeño terreno, siempre había flores. Rosas encendidas, claveles perfumados, pensamientos que parecían mirar, y girasoles que seguían el sol como niños curiosos.
Con los años, había construido dos cuartos con baño al fondo del terreno. Pensó que al rentarlos tendría un ingreso seguro para sus últimos años. Pero el destino tenía otros planes.
Primero llegó una familia con tres niñas risueñas; luego, una madre con cuatro niños traviesos. No traían muebles finos ni ropa costosa, pero traían lo más valioso: imaginación y alegría. Pronto, aquellas flores se convirtieron en selvas misteriosas, en jardines reales donde las niñas eran princesas con coronas hechas de flores, y los niños, valientes exploradores que trepaban los árboles buscando tesoros escondidos por piratas invisibles.
Cuando llegaba la hora de regar el campo, don Alberto soltaba la manguera, y los gritos no se hacían esperar:
—¡La tormenta del océano! ¡Agárrense fuerte, naufragamos!
Se mojaban entre risas mientras jugaban a estar a la deriva en altamar. Después, exhaustos, se sentaban alrededor del viejo sembrador, quien les hablaba de la luna que conversa con los lirios al caer la noche, o de cómo las margaritas lloran de alegría cuando los niños ríen cerca de ellas.
Don Alberto no sabía leer ni escribir, pero contaba historias con el alma. Decía que cada flor tenía un carácter: las rosas eran orgullosas, los girasoles alegres, las violetas tímidas, y los crisantemos sabios. Los niños lo escuchaban como si estuvieran oyendo a un mago del bosque. Y, en cierto modo, lo era.
Quiso dejarles su terreno como herencia, como un acto de gratitud. Pero los del municipio, aprovechando su confianza, lo engañaron con papeles que no entendía. Le hicieron firmar la cesión del terreno al cacique local, el mismo que siempre se había burlado de su oficio. Y cuando don Alberto falleció, nadie dijo nada.
El paraíso fue destruido. Derribaron las bugambilias, arrancaron los lirios, y en lugar de jazmines, hubo cemento y ruidos.
Años después, los niños, ya adultos, regresaron. No hallaron flores, ni su banca de madera, ni siquiera el pozo donde don Alberto recogía el agua. Pero al cerrar los ojos, volvieron a verlo con su sombrero de palma, su sonrisa tranquila y sus manos llenas de tierra perfumada.
Lo recordaron como quien recuerda a un ser mítico: el hombre que hizo del campo un reino de juegos, donde ser niño era una bendición. Él no dejó herencias escritas, pero les enseñó lo esencial:
buscar la belleza en lo simple, respetar la tierra y ser buena gente sin esperar recompensa.
Una de las niñas ,ahora senadora , hizo que se investigara quién ostentaba la propiedad de ese terreno, en la investigación se comprobó cómo aprovechando su posición y el analfabetismo de un hombre se había cometido un despojo infame, el gobierno destinó el predio a la construcción de un edificio de departamentos modernos de interés social.
Mensaje final:
Don Alberto murió sin que el mundo lo notara, pero para esos niños, fue un rey sin corona, un maestro sin títulos, y un abuelo que les enseñó, entre flores, que la verdadera riqueza se halla en la risa compartida y en el cariño sembrado. Nosotros debemos reconocer que gracias a esos hombres y mujeres trabajadores y de buen corazón , nuestro país creció, progreso y debe guardar respeto a esos héroes anónimos.
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