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miércoles, 23 de julio de 2025

La manera de convencer

 Eso de los merolicos es algo mu graciosos e increíble con el elixir milagroso, la gente les compra y les tiene confianza, se van con la esperanza de que les va a evitar la caída del cabello, el insomnio, los dolores de cabeza, de estómago, el mal aliento, utilizado como ungüento alivia artritis, dolores de espalda , de rodillas, y si lo hace todos los días por la mañana y noche del amor podrá hacer derrocha y sacarse la lotería, hay quien asegura haberse curado de males  de muchos años, cerraron heridas , recuperaron  la visión, mejoraron su figura, que más se puede pedir por sólo cien pesos, es una ganga que no se vuelve a repetir porque solo ese día está la oferta, después en las farmacias lo encontrará a quinientos o mil , pero hoy por ser generoso se lo vengo ofreciendo a este precio, llévelo si  no tiene resultados esperados le devuelvo su dinero, el producto está garantizado por los mejores laboratorios, no lo dude, lleve su elixir milagroso, que si quiere tener un buen esposo esto es lo que necesita.


Yo no tengo casa ni reloj, pero tengo tiempo.

Y con tiempo, uno aprende a mirar.

Hoy pasaba por el mercado, buscando una sombra para el hambre y una banqueta que no ardiera tanto. Cuando lo escuché.


—¡Elixir milagroso, llévelo, llévelo, señora bonita! ¡Quita el insomnio, el dolor de rodilla, el mal aliento, la tristeza… y hasta le ayuda a conseguir marido! ¡Sólo hoy, cien pesos! ¡Garantizado por los mejores laboratorios del mundo!


La voz del merolico rebotaba entre los puestos de frutas y los de ropa barata. Tenía ritmo, cadencia, y esa energía que sólo se consigue con años de calle… o de práctica frente al espejo. Su pregón era más eficaz que un comercial de televisión, más hipnótico que una pantalla. Y la gente, como si le hubieran echado algo en el aire, se le iba acercando con los ojos brillosos. Una viejita lloró de la emoción, y un señor hasta se quitó el sombrero.


—¡Deme dos frascos, por si uno no basta!


Yo me quedé ahí, entre el olor a mango pasado y a sudor de verano, mirando desde el margen. Y entendí algo que siempre he sabido pero que hoy vi con claridad: ese merolico no vende un remedio. Vende esperanza. Empacada, embotellada, con etiqueta color dorado y promesas de felicidad.


Pero lo más impresionante no es eso.

Lo verdaderamente brillante es cómo lo dice.


Habla rápido, sin pausas. No deja espacio para pensar.

Cada frase lleva a la otra, como si fuera una corriente que arrastra.


—¡Si lo usa mañana y noche, del amor hará derroche! ¡Y si no ve resultados, le devuelvo su dinero! —seguía gritando mientras los billetes le caían como hojas.


Y entonces me reí. Bajito, claro, no fuera que pensaran que estoy loco —que eso ya lo piensan.

Pero me reí porque supe que lo que ese hombre hacía, lo hacen también los que están más arriba.


No con elixir, claro. Lo hacen con otra clase de frascos: promesas de campaña, productos milagro, cursos para el éxito, slogans patrióticos, banderas que tapan cicatrices.

Y lo hacen igualito:

hablan sin dejar pensar.


Palabras dulces que curan todo, discursos bien armados que no permiten una pregunta, frases que brillan como monedas nuevas y que caen en el corazón vacío de quienes sólo quieren creer que mañana dolerá menos.


Yo no compré el elixir. No por falta de fe, sino por falta de cien pesos.

Además, a mí ya no me duele nada que un frasco pueda curar.


Seguí mi camino, mientras el merolico recibía aplausos.

Y pensé en silencio:

la calle es el mejor escenario,

y el que no aprende a vender sueños…

termina como yo, viéndolos desde la banqueta.



La otra versión:


RELATO IRÓNICO  

«El hombre que compró la luna en un frasquito»


Me pasó ayer, en la esquina donde el semáforo se pone verde dos segundos nada más —justo el tiempo de cruzar la vida deprisa.  

Ahí estaba don Gaudencio, el merolico de los milagros exprés: traje de seda chillón, micrófono de juguete y la voz que parecía spot radial grabado en cassette desgastado.


—¡Atención, damas y caballeros! —vociferaba, mientras agitaba un frasco del tamaño de una uña—. Presento el Elixir Total:  

‣ Con unas gotas en la cabeza, el pelo se replanta como césped en primavera.  

‣ Dos gotas en la almohada y el insomnio se muda al vecino.  

‣ Tres gotas bajo la lengua y el dolor de rodillas se va de vacaciones a Cancún.  

‣ Y si se frota media ampolla en el pecho… ¡Bingo! El próximo premio de la lotería lleva su nombre grabado.


El público —abuela de cuatro nietos, joven con bolsas debajo de los ojos, señora con cartera llena de recetas— asentía como si un coro ensayara para un videoclip de esperanza.


Yo me quedé de piedra, pero no por el producto; por la pericia.  

Don Gaudencio vendía exactamente lo que todos queremos: prisa, magia y descuento.  

—Solo hoy, por ser usted —decía—, cien pesitos. Mañana vale mil y en la farmacia ni lo sueñan.


Un señor gordo, cargado de historias de fracaso, sacó la moneda oxidada que guardaba para el colectivo y la cambió por el frasco de vidrio que prometía un futuro brillante.  

Se fue caminando de puntitas, como si ya temiera que las gotas se le fugaran por los bolsillos.


Yo lo seguí con la mirada.  

Me imaginé al señor en su casa, frente al espejo, midiendo el pelo que seguía cayendo, midiendo la noche que seguía sin fin, midiendo el dolor que seguía ahí.  

Y entonces comprendí:  

Don Gaudencio no vendía ungüento; vendía un almanaque de mañanas perfectas que nunca llegan.  

La esperanza, bien empaquetada, con etiqueta de laboratorio inexistente y fecha de caducidad: «cuando descubras la estafa».


Al día siguiente pasé de nuevo. El semáforo seguía verde dos segundos.  

Don Gaudencio ya tenía nuevo producto:  

—¡Llegó el Polvo de la Buena Suerte! Aplicar en la frente y los problemas se deslizan como WhatsApp sin señal.  

El señor gordo estaba ahí otra vez, moneda en mano, ojos brillando con la misma fe que anoche no le funcionó.


Sonreí. No de burla, de ironía.  

Porque en este mercado de milagros exprés, el cliente no paga por curarse; paga por creer que podría curarse.  

Y mientras tanto, don Gaudencio —o cualquier otro con voz persuasiva y promesa dorada— seguirá haciendo fila en la esquina de los sueños rotos, vendiendo luna en frasquito a cien pesitos la ilusión.


JuanAntonio Saucedo Pimentel 

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