Una noche tranquila, cuando el cielo ya dormía cubierto de estrellas, Julián, un niño curioso y sensible, se acercó a su padre mientras él leía en la vieja mecedora de madera.
—Papá —preguntó, sentándose en su regazo—, ¿cómo se sabe cuándo alguien dice la verdad? A veces todos hablan bonito, pero yo no sé si creerles…
El padre cerró el libro con suavidad y lo miró con ternura.
—Esa es una gran pregunta, hijo. Y la respuesta… no siempre está en las palabras.
—¿Entonces dónde está? —insistió Julián.
El padre sonrió, se quedó pensando unos segundos, y luego sus ojos se perdieron un instante en el recuerdo.
—Cuando conocí a tu madre —dijo—, no fue por lo que dijo que supe quién era. Fue por cómo me miró. Había en sus ojos una luz serena, una verdad limpia. Era como si me hablara el alma, sin una sola palabra.
—¿Y qué te decía? —preguntó Julián, con los ojos bien abiertos.
—Que era una mujer noble… que no fingía, que en su mundo cabía el amor, la honestidad, la risa. No necesitó decir que era especial… lo vi en su mirada. Me sentí visto, comprendido, sin haber dicho nada aún.
—¿Y nunca te equivocaste?
—No. Los ojos no saben mentir cuando son sinceros. El tiempo me lo confirmó: todo lo que ella callaba con palabras, lo decía con la mirada. Y no solo a mí… a ti también te miraba así, cuando eras un bebé, con un amor que no cabe en ninguna frase.
Julián bajó la vista, pensativo.
—Entonces… ¿debo aprender a mirar?
—Sí, hijo —dijo el padre acariciándole el cabello—. A mirar y a dejarte mirar con el corazón. Porque la verdad más pura se refleja allí, donde las palabras ya no alcanzan.
Esa noche, Julián no hizo más preguntas. Solo lo abrazó fuerte. Y mientras lo hacía, levantó la vista y lo miró a los ojos.
El padre sonrió.
Y entendió que ya había empezado a comprender.
Los años habían pasado. Julián se había convertido en un joven íntegro, formado por las enseñanzas de su familia, pero sobre todo por aquella que su padre le dio una noche de estrellas: “La verdad está en la mirada”.
Nunca la olvidó. Aunque en el bullicio de la vida adulta, entre estudios, responsabilidades y decisiones, a veces parecía una frase lejana… hasta que llegó el día.
Una mañana cualquiera, entró a una pequeña tienda del centro. Buscaba un regalo para el cumpleaños de su madre. Nada especial en apariencia, pero algo en su interior le decía que esa mañana sería diferente.
—¿Puedo ayudarte? —dijo una voz suave y clara.
Julián levantó la vista. La joven que le hablaba no solo tenía una sonrisa amable. Lo miraba con esa luz que su padre había descrito años atrás, con una mezcla de serenidad, dulzura y algo que parecía eterno.
Mientras ella le mostraba opciones de regalos, él apenas oía las palabras. No por falta de interés, sino porque su atención estaba anclada en su mirada:
No había mentira, ni prisa, ni apariencias. Solo una transparencia sencilla, como el agua que brota limpia de la montaña.
Y entonces supo.
No podía dejar pasar ese instante. No podía dejar que ese momento se disolviera en el olvido como tantos otros.
—Perdón… —dijo con una voz que le salió sin pensarlo—, no quisiera parecer atrevido… pero, ¿te gustaría tomar un café un día de estos?
Ella lo miró sorprendida, pero sin molestia. Sonrió. Y esa sonrisa confirmó lo que él ya sentía: que algo hermoso podía comenzar.
—Sí —respondió—. Me encantaría.
Esa fue la primera cita de muchas. La historia no necesitó prisas ni promesas exageradas. Fue creciendo con los días, entre conversaciones profundas, risas sencillas, paseos por el parque y silencios cómodos.
Un día, Julián le contó lo que su padre le había dicho años atrás, y cómo su mirada le había traído aquel recuerdo como una ola que regresa del pasado.
—Entonces… —ella dijo con ternura—, ¿fue por mis ojos que me hablaste?
—Fue por tu alma, que asomaba en ellos —respondió él, tomándole la mano.
Y así, como lo hizo su padre tiempo atrás, Julián también supo que no se había equivocado.
Porque hay cosas que las palabras no alcanzan a decir.
Y hay miradas… que lo dicen todo.
JuanAntonio Saucedo Pimentel
No hay comentarios:
Publicar un comentario