El Reino que Danzó hasta Olvidar sus Rencillas
Había una vez un reino próspero, con campos fértiles, montañas majestuosas y aldeanos trabajadores. Pero con el paso del tiempo, el deseo de tener más que el vecino empezó a envenenar los corazones: unos peleaban por tierras, otros por vender más caro, y muchos más por simple envidia.
El rey, preocupado al ver que su pueblo se iba resquebrajando, llamó a sus consejeros para hallar una solución. Uno habló de leyes más estrictas, otro de castigos ejemplares, pero fue el más anciano quien, con una sonrisa en los labios, propuso algo inesperado:
—Majestad, ¿y si en lugar de dividirlos por sus intereses… los unimos por su alegría?
—¿Cómo? —preguntó el rey, intrigado.
—Convoque una competencia de danza —dijo el viejo sabio—. Que vengan todos a bailar en la plazoleta. El que más aguante danzando, recibirá una capa bordada en oro, con su nombre grabado como campeón del ritmo.
Al rey le encantó la idea. Hizo anunciar la competencia en cada rincón del reino. La plazoleta se llenó de hombres y mujeres de todas partes. Ricos, pobres, campesinos, mercaderes, nobles y pastores… todos danzaron bajo la misma luna.
La música sonó toda la noche. Uno a uno fueron cayendo rendidos, sin que se declarara un vencedor. Y como no era día de trabajo, acordaron volver la siguiente noche. Y luego el siguiente fin de semana. Y después… todos los fines de semana.
Así nació la costumbre de las danzas del pueblo.
Ya nadie se acordaba de quién tenía más o menos, ni quién vendía más caro. Rieron, cantaron, bailaron… y poco a poco, las rencillas desaparecieron.
El premio bordado en oro nunca se entregó, pero cada corazón encontró un trofeo más grande: la dicha de convivir sin envidia, con música y alegría.
Y cuentan que, desde entonces, en ese reino, los problemas se resolvían mejor con un tambor que con un discurso.
El rey recibió de los músicos un regalo, unos tambores mágicos que al sonar nadie podía dejar de bailar.
Los Alcaldes Rebeldes y el Gran Baile de Lealtad
En el Reino de Alboranda, el rey gobernaba con paciencia y buen juicio. Sus súbditos vivían en paz, cultivaban sus tierras, cuidaban los ríos y celebraban los ciclos de la luna con canciones y tambores. Pero no todo era armonía…
Los alcaldes de las provincias, cegados por el poder que iban acumulando, empezaron a murmurar entre ellos.
—¿Por qué obedecer al rey si nosotros mandamos en nuestros pueblos?
—Deberíamos formar nuestro propio consejo, sin tener que rendirle cuentas.
—Sí, y quedarnos con más tributos. Total, el pueblo nos sigue a nosotros.
Así, con miradas cómplices y planes secretos, comenzaron a tramar una sublevación silenciosa. Pero el viejo consejero del rey, astuto y sonriente como siempre, captó el peligro.
—Majestad, no los castigue aún. No los acuse, no los enfrente.
—¿Entonces qué propones? —preguntó el rey.
—Convóquelos a la capital con un motivo noble: el “Festival de la Unidad del Reino”. Que traigan sus mejores ropas y sus mejores pasos de baile, porque la danza será obligatoria… y continua.
Recuerde que tenemos los tambores mágicos.
Y así lo hizo el rey. Los alcaldes llegaron orgullosos, algunos con escoltas, otros con sus bandas de música. La plaza real se llenó de colores, bombos, gaitas y flautas.
—¡Que comience el Baile de la Lealtad! —anunció el pregonero.
La música estalló con fuerza y todos comenzaron a moverse. Al principio los alcaldes danzaron con aires de grandeza, compitiendo entre ellos para ver quién lucía mejor. Pero las horas pasaban… y nadie podía detenerse, porque un pregonero gritaba:
—¡Solo podrán descansar quienes juren lealtad eterna al Reino de Alboranda!
Los primeros en cansarse fueron los más vanidosos, que juraron sin dudar. Luego, los más testarudos, al ver sus túnicas empapadas en sudor y los pies a punto de caer, comenzaron a rendirse uno a uno.
Al tercer día, solo uno seguía bailando: el alcalde de Montepiedra, famoso por su terquedad. Pero incluso él, al ver que su bigote goteaba y sus botas se deshacían, cayó de rodillas entre trombones y carcajadas.
—¡Juro lealtad al Reino… pero por favor, que se detenga la música! —gritó.
El pueblo aplaudió con júbilo, y el rey, entre risas, ordenó servir agua y pan para todos. Desde ese día, cada año se celebra el “Festival de la Unidad”, donde todos bailan por gusto y no por castigo… y donde ningún alcalde se atreve a conspirar, no por miedo al castigo, sino al dolor de pies.
JuanAntonio Saucedo Pimentel
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