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El Gran Libro

El Libro Cuando nació la idea de escribir fue como la tormenta que de pronto aparece en el horizonte anunciando con relámpagos y truenos...

sábado, 19 de julio de 2025

Un viaje inusual

 Este es un relato compuesto de fantasía y realidad, un hombre India un viaje a su universo interno y a sus sentimientos, emociones, ideas, les otorga características físicas para entablar un diálogo consigo mismo, es una exploración al inconsciente, pero también una revelación que alcanza detalles filosóficos sin complicados tecnicismos, pero al ser demasiado largo sólo relataré la primera parte, dejando que ustedes mismos sigan su propio viaje y exploración a su universo interno.



El sol se deslizaba lentamente tras los gigantes de concreto. Desde lo alto del edificio abandonado, el indigente contemplaba en silencio cómo la luz dorada moría en las rendijas oxidadas de las estructuras urbanas. Su rincón, forrado con cartones pintados de azul claro, parecía un fragmento de cielo arrancado y adherido a esa habitación olvidada por el tiempo. Allí, el ruido de la ciudad llegaba amortiguado, como si los sonidos también se resistieran a perturbar la quietud de sus pensamientos.


Con una taza de té entre las manos y el cuerpo envuelto en una vieja manta de lana, dejó que sus ojos se perdieran en los reflejos del crepúsculo. El calor tenue de la bebida contrastaba con la frialdad del suelo, pero él ya no notaba esos detalles. Algo más profundo lo invadía: esa sensación antigua, casi mística, de que detrás de todo lo visible —los coches, los edificios, los discursos, las leyes— había un universo interior por explorar.


Sus pensamientos, como aves sueltas, comenzaron a elevarse. Recordó tantas veces que la gente había hablado de buscar “la verdad”, de conocerse a uno mismo. Palabras grandes, sí, pero usadas con ligereza, tan livianas que se las llevaba el viento. ¿Y si de verdad uno se atreviera a mirar hacia adentro? ¿Y si abandonara, aunque fuera por una vez, las máscaras y las voces prestadas?


Cerró los ojos.


Y entonces sucedió.


Sintió como si un portal se abriera no fuera, sino dentro de sí. Fue como caer sin vértigo, como sumergirse en aguas densas sin ahogarse. Entraba en un universo distinto, poblado no por estrellas ni planetas, sino por emociones, pensamientos, recuerdos y fuerzas invisibles que lo habían moldeado desde siempre.


Caminó por un sendero incierto, sin saber si avanzaba con los pies o con el alma. Y fue entonces cuando la vio: la soberana Mentira.


La escena que le recibió era de un esplendor irreal. Un salón inmenso, con columnas de mármol que reverberaban con luz dorada. Vasallos de todos los estilos y edades se arrodillaban ante un trono elevado donde ella, majestuosa, dominaba la escena. Vestía un manto púrpura bordado con hilos de oro, y en su rostro, un velo de plata cubría cada gesto, cada mirada, cada rincón que pudiera revelar su verdadero ser. A sus pies, cánticos de adoración, risas vacías, promesas de dicha sin esfuerzo.


La mentira no exigía esclavos… los creaba con caricias.


—Ven —dijo con una dulzura peligrosa—. Aquí nadie sufre. Olvida la carga de pensar, la angustia de dudar, la incomodidad de sentirte solo entre los despiertos. Aquí puedes descansar… y ser feliz.


El indigente sintió una presión en el pecho. La tentación de quedarse, de soltar esa lucha que lo había dejado fuera de todo. Pero al mirar alrededor, entendió. La felicidad de esos vasallos era hueca. Se arrodillaban no por devoción, sino por miedo a mirar detrás del velo.


—No. —respondió—. No quiero una paz disfrazada. No puedo adorar lo que no se atreve a mostrar su rostro. La mentira será reina aquí, pero no en mí.


Y sin esperar réplica, se marchó.


El eco de su decisión rebotó en el salón como un trueno contenido. Los vasallos no reaccionaron. Seguían en su canto. La mentira, inmóvil, volvió a mirar al frente. Su reino seguía intacto.


Pero en algún rincón, una grieta se abrió por donde pudo salir.


Y él, al alejarse, supo que su viaje apenas comenzaba.



El sol ya se había ocultado del todo cuando el indigente salió del palacio de la mentira. Su mente aún zumbaba con los ecos de las voces aduladoras, con los destellos dorados del velo que cubría el rostro de aquella soberana hipócrita. Pero al cruzar los umbrales de mármol y falsedad, fue como despertar. Un viento fresco le acarició el rostro y frente a él se abrió un valle silencioso y vasto.


Los árboles crecían con majestuosidad. No eran comunes: sus troncos eran anchos como casas, sus hojas susurraban palabras que no comprendía, pero que lo conmovían. Y allá, al fondo, se alzaba una montaña colosal, tan alta que tocaba el cielo. “Tal vez la más alta del mundo”, pensó, y sin saber por qué, sintió que debía dirigirse hacia ella.


Siguió un sendero angosto, apenas un trazo entre la hierba alta y los suspiros del viento. Entonces, sin anuncio alguno, apareció una figura femenina.


Era una dama de presencia serena y poderosa. Su atuendo era elegante, sin ostentación, como quien no necesita demostrar lo que es. Llevaba un báculo de madera pulida, coronado por una empuñadura de oro que brillaba con la luz tenue del crepúsculo. No lo usaba para apoyarse, sino para señalar con él lo esencial, lo verdadero.


Su mirada firme y profunda lo atravesó. Y su voz, suave como el viento entre los árboles, le preguntó:


—¿Qué haces aquí?


El indigente se detuvo, dudó un instante, pero respondió con la sinceridad que había traído consigo desde lo más hondo:


—Quiero conocerme.


La dama asintió levemente, y en sus ojos se encendió algo parecido a la ternura, aunque sin debilidades.


—Ese deseo implica un largo recorrido —dijo—. Subirás por senderos escarpados. Enfrentarás tormentas internas, sombras que nacen de ti mismo, seres que parecen invencibles porque se alimentan de tu miedo. Muchos han dado la vuelta. Pero si logras cruzar esa montaña… conocerás la verdad sobre ti y sobre este mundo. Y valdrá la pena.


Él bajó la mirada. Sintió miedo. Pero también una llama, pequeña pero viva, en su pecho. Dudó unos segundos que parecieron eternos… y luego respondió:


—Sí. Quiero continuar.


Ella entonces alzó el báculo y señaló hacia la montaña. En ese momento, el sendero frente a él pareció cobrar forma. Como si la fe, al señalarlo, le diera existencia.


—Yo estaré contigo —dijo ella—. Aunque a veces no me veas. Aunque a veces dudes de mí. Estaré.


Y sin más palabras, se giró y comenzó a andar delante de él. El indigente la siguió, con pasos aún temblorosos, pero decididos.


Había comenzado la verdadera travesía.



Mientras el indigente avanzaba por el sendero que ascendía entre árboles cada vez más retorcidos por el viento de las alturas, la presencia de la dama llamada Fe se volvió sutil. No caminaba ya a su lado, pero su figura aparecía a lo lejos de vez en cuando, sobre alguna roca, bajo la sombra de un árbol, como si su sola imagen bastara para infundir dirección y voluntad.


Fue entonces cuando, al cruzar un claro envuelto en neblina, apareció un hombre extraño, de porte aparentemente distinguido, con capa oscura y sombrero de ala ancha que cubría parte de su rostro. A primera vista parecía un caballero, pero sus movimientos lo delataban: su andar era torpe, casi vacilante, como si cada paso fuera un dilema.


El indigente lo observó en silencio hasta que el hombre se detuvo, justo en medio del camino, mirándolo de reojo con ojos huidizos, como si esperara un golpe desde cualquier ángulo. Levantó una mano temblorosa, como para saludar, pero no dijo nada.


—¿Quién eres? —preguntó el indigente, con firmeza.


El extraño vaciló, bajó la mirada, luego miró a ambos lados del bosque como si esperara ser acechado. Al final, respondió con voz quebrada:


—Y… y-yo… soy el T-t-t-temor.


Su voz tenía pausas imprevistas, como si las palabras pesaran demasiado. Su mirada jamás se mantenía fija; saltaba de rama en rama, del suelo al cielo, del rostro del indigente a los árboles que los rodeaban, como un ave inquieta que bebe agua con el corazón agitado.


—¿Por qué estás aquí? —insistió el indigente, sintiendo que el aire se espesaba a su alrededor.


—P-p-porque a todos los que e-emprenden este camino… l-los encuentro. N-n-no puedo evitarlo. A-a-algunos me abrazan… o-otros me huyen. P-p-pero siempre estoy… —dijo, dando un paso atrás mientras hablaba.


El indigente lo miró con atención. Su traje parecía elegante de lejos, pero al acercarse uno notaba que estaba desgastado, deshilachado por los bordes, como alguien que lleva demasiado tiempo escondiéndose, caminando por la sombra. Su espada, decorativa, colgaba inútil a un lado, oxidada, sin intención alguna de ser usada.


—No eres alguien que quiera como acompañante —murmuró el indigente, más para sí que para él.


—L-lo sé… —respondió el Temor, bajando aún más la cabeza—. P-p-pero a veces… m-m-me sigues sin querer.


Y sin más, se giró y desapareció entre la niebla, con pasos inciertos que apenas dejaban huella.


El indigente quedó unos segundos mirando el lugar por donde se había ido. Luego respiró hondo. La Fe no estaba a la vista, pero en su pecho aún latía aquella pequeña llama que ella había encendido.


El camino seguía, y la montaña aún lo esperaba.




El indigente se detuvo unos pasos más adelante. Miró hacia el cielo y luego al sendero envuelto por la niebla que acababa de tragar al Temor. No podía seguir caminando sin antes detenerse a pensar en lo que acababa de experimentar.


El Temor… ¿Qué era realmente? ¿Un enemigo? ¿Un compañero incómodo? No parecía maligno, pero sí sumamente persuasivo, como esos falsos amigos que bajo el disfraz del cuidado te invitan a rendirte, a retroceder, a no correr riesgos por tu bien.


—Eres una alarma —pensó el indigente en voz alta—. Una advertencia, como el cosquilleo que sienten los animales cuando presienten un depredador. Si te entiendo, puedo usarte como guía… pero si me dejas dominar por ti, me convierto en tu prisionero.


Recordó entonces la forma en que el Temor miraba hacia atrás, como si esperara que alguien lo espiara. Esa ansiedad, esa sumisión, no eran solo rasgos de carácter: eran las huellas de alguien que ha vivido demasiado tiempo al servicio de la Mentira.


“Vuelve con ella”, le había susurrado el Temor en su despedida. “Es cómoda. Es segura. Es feliz.”


Pero el indigente sabía que esa seguridad era una cárcel tapizada de terciopelo. Era el refugio de los que temen saber, de los que prefieren una felicidad en sombras a la verdad luminosa que, a veces, lastima.


—Eres hipócrita, Temor —susurró—. No por maldad, sino por costumbre. Y eso te hace más peligroso aún.


Se sentó un momento en una piedra. Cerró los ojos. Sintió el latido de su pecho, aún algo agitado, pero firme. La Fe no estaba visible, pero su promesa seguía viva: si decidía continuar, ella estaría allí.


Y él decidió continuar.



Capítulo: El Jardín de las Mil Preguntas


Cuando el Temor se alejó con pasos furtivos, el sendero quedó en silencio. La luz comenzaba a menguar y una neblina ligera cubría el paisaje. A cada paso, el aire se volvía más denso, no por su peso, sino por la sensación de que algo se avecinaba.


De pronto, se abrió ante él un jardín extenso. No tenía flores, sino espejos. Miles de espejos de todos los tamaños colgaban de ramas retorcidas, algunos relucientes, otros empañados, y todos reflejaban distintas versiones de sí mismo: más viejo, más joven, sonriendo, llorando, dudando, huyendo…


Allí, sentada sobre una banca de piedra gris, una figura lo esperaba. Era una mujer de mirada aguda, cabello recogido, vestida con un traje sobrio de tonos ocres. A diferencia de la Fe, su belleza no estaba en la luz, sino en la profundidad. Llevaba consigo un libro que no abría, pero acariciaba con la yema de los dedos.


Así que decidiste continuar… —dijo sin levantar la vista.


El indigente se detuvo. No preguntó quién era. Lo supo al instante.


¿Eres la Duda?


Ella asintió suavemente y lo miró por fin.


—He caminado contigo desde el principio, aunque no lo sepas. Incluso cuando hablaste con la Fe, yo estaba allí… observando desde las sombras del pensamiento.


Entonces, ¿por qué no te mostraste antes?


—Porque mi arte es sutil —respondió con una sonrisa apenas perceptible—. No detengo a nadie… solo pregunto. ¿Y si estás equivocado? ¿Y si esto no es más que una fantasía creada para justificar tu insatisfacción? ¿Y si todo este viaje no tiene sentido y solo estás huyendo de ti mismo?


El indigente sintió que el suelo temblaba. El jardín entero parecía murmurar. De los espejos salían voces, ecos de pensamientos que había tenido en noches solitarias.


—“No sirves para nada…”

—“Todo esto es inútil…”

—“¿Acaso crees que hallarás una respuesta?”


La Duda se puso de pie, y su silueta parecía multiplicarse en cada reflejo.


—No estoy aquí para detenerte —dijo acercándose—. Solo para mostrarte que hay muchas versiones de ti. Y ninguna es completamente cierta. Como el agua, cambias según el recipiente. ¿Estás seguro de quién eres? ¿De lo que buscas?


El indigente sintió un nudo en el pecho. Por un momento pensó en dar media vuelta. Pero recordó las palabras de la Fe… y también la manera en que el Temor había tratado de hacerle desistir. Dio un paso adelante.


Sé que tengo preguntas. Y quiero encontrar respuestas. A pesar de ti.


La Duda lo miró un instante con algo parecido a admiración. O quizás resignación.


—Entonces sigue, peregrino. Yo no desaparezco. Solo me hago más silenciosa.


Y al dar otro paso más, el jardín se desvaneció entre vapores, y el camino volvió a ser piedra, rumbo a la montaña.





El Encuentro con los Rencores y la Aparición del Humor


El viajero avanzaba por un tramo sombrío del sendero, donde los árboles parecían susurrar cosas viejas que no se olvidan. El aire era espeso, húmedo, como si la montaña respirara con dificultad en ese lugar. De pronto, a su izquierda, una caverna oscura se abría como una herida en la roca, y de ella emergieron figuras tambaleantes, harapientas, con el rostro deformado por llagas y el alma corroída por el tiempo.


Eran los Rencores.


Arrastraban cadenas oxidadas que no solo pesaban, sino que tintineaban con acusaciones antiguas. Sus voces no gritaban, acusaban. Cada palabra era una flecha dirigida al corazón del viajero.


—¡Hipócrita! —dijo uno con voz ronca—. Exiges perdón, pero no sabes darlo.

—Nos creaste —añadió otro—. Tú nos diste forma cuando decidiste guardar las ofensas en vez de soltarlas.

—¡Nos has condenado a vivir aquí! ¡En esta caverna! —lloró otro, con los ojos hundidos en rabia.


El viajero sintió vergüenza. No podía negar lo que decían. Había sostenido agravios como banderas de justicia, sin ver que al hacerlo había alimentado a esos seres deformes que ahora lo enfrentaban. Bajó la cabeza y recordó con dolor a quienes había herido y a quienes no había sabido perdonar.


—Es cierto —dijo al fin—. Ustedes son parte de mí. Fui juez severo, incapaz de comprender que todos cometemos errores, a veces sin siquiera darnos cuenta. Pero no quiero que sigan viviendo así, ni yo seguir cargándolos. Hoy… los libero.


Y los abrazó.


Uno por uno, los tocó sin asco ni temor. Sus cuerpos se desvanecieron como humo, dejando un leve resplandor que iluminó la entrada de la caverna. El aire pareció aligerarse, y el silencio posterior fue profundo, como si la montaña hubiera exhalado al fin un suspiro guardado por años.


Y justo en ese momento…


Una risa se dejó oír desde la rama de un árbol cercano. Un personaje flaco, de sombrero ladeado, apareció dando saltitos y tocando una guitarra medio desafinada. Su ropaje era alegre, lleno de parches de colores, y en los ojos le brillaba la picardía de quien ha visto demasiado pero se sigue riendo de todo.


—¡Ajá! —canturreó mientras bajaba—. ¡Un viajero que abraza a sus rencores! ¡No se ve eso todos los días!

—¿Y tú quién eres? —preguntó el viajero, aún conmovido.

—Soy el Humor, compañero fiel de quien ha llorado bastante. Dicen que llego tarde, pero nunca falto. Algunos me evitan, otros me invocan. Yo prefiero aparecer cuando más falta hago… aunque no siempre me aplaudan.


El Humor tocó un acorde disonante y luego soltó una carcajada que hizo eco entre las piedras.


—¿Te burlas de lo que viví? —preguntó el viajero con una mezcla de molestia y curiosidad.

—¡Nunca! —respondió el Humor, poniéndose serio por un instante—. Me burlo de la seriedad que se cree invencible. Yo no niego el dolor… solo lo visto de payaso para que no te devore.


El viajero sonrió. No podía evitarlo. Y en ese instante supo que ese ser, tan irreverente como profundo, le haría falta en los caminos que aún quedaban por recorrer.


—¿Vienes conmigo? —preguntó.

—Ya voy contigo —respondió el Humor, caminando de espaldas—. Y prometo que donde aparezca el llanto, pondré una canción; y cuando aparezca el temor, te haré reír de sus rodillas temblorosas.


Y juntos siguieron el camino, uno con su mochila más liviana, y el otro con su guitarra lista para interrumpir el drama en el momento justo.



Conforme ascendía por las laderas empinadas de la montaña, el aire se hacía más frío, más delgado, más difícil de respirar. El Humor, aún a su lado, se había vuelto menos parlanchín. A veces bromeaba, otras simplemente observaba, sabiendo que en esas alturas las risas se volvían más frágiles. El viajero sentía cada paso como una batalla, no contra la montaña, sino contra sí mismo.


Fue entonces cuando comenzaron a escucharse gritos ahogados, sonidos que no venían de fuera, sino de adentro. Ecos profundos que rebotaban en las paredes invisibles de su mente, despertando un temblor difícil de describir. No era miedo, ni dolor físico. Era algo más… algo viejo.


Surgieron como sombras: escenas rotas, momentos olvidados, palabras dichas en la infancia que lo marcaron, silencios que pesaban más que los gritos, gestos que hirieron, y ausencias que lo moldearon sin permiso. Apareció el Dolor Ajeno, un ser encorvado, de rostro tapado por vendas. Iba acompañado de un intérprete, un personaje pálido, de voz grave y pausada: la Angustia.


—No puedes seguir sin verlos —dijo la Angustia, señalando a los espectros que brotaban como raíces desde dentro del viajero—. Has aprendido a caminar cargando todo esto, fingiendo que no pesa. Pero ya no se trata de avanzar… sino de comprender.


El viajero cayó de rodillas. Era como si una compuerta interna se hubiese abierto, y una corriente poderosa emergiera de su pecho. Lágrimas, pero también memorias. Fragilidad, pero también claridad.


Y en medio de esa tormenta íntima… surgió el Inconsciente, enorme como un gigante que hubiera dormido mil años. Su presencia no era maligna por sí misma, pero tenía un aire antiguo, como de hechicero desbordado de poder. Su cuerpo estaba hecho de imágenes borrosas, gestos de familiares, palabras de adultos, castigos y premios, traumas y risas truncadas.


—Soy lo que escondiste para sobrevivir —dijo el Inconsciente con voz multiplicada—. Pero muchas veces decidiste desde mí. Te hice odiar lo que amabas, callar cuando debías hablar, huir de aquello que anhelabas. No soy el enemigo, pero puedo volverte contra ti si no me reconoces.


El Humor, que observaba a la distancia, lanzó su guitarra al aire y exclamó:


—¡Ese es el hechicero más temido de todos! El que se disfraza de tú mismo para que ni siquiera notes que te gobierna.


El viajero, con el rostro mojado de lágrimas, se puso lentamente de pie. Respiró hondo, profundo, como quien se sumerge dentro de su ser para poner orden.


—No voy a destruirte —le dijo al Inconsciente—. Pero voy a conocerte. Voy a desenterrar lo que me has ocultado, aunque duela, aunque asuste. Ya no quiero que tomes mis decisiones. Serás parte de mí, pero no mi amo.


El gigante retrocedió, no con miedo, sino con respeto. Y en un gesto inesperado, asintió. Su figura se deshizo en mil símbolos que se hundieron nuevamente dentro del viajero, esta vez en calma.


La Angustia se volvió más ligera, el Dolor Ajeno menos agobiante.


Y el Humor, con una flor en la oreja, tocó una tonada suave:


—¡Vaya limpieza, compadre! ¿Quién dijo que el verdadero ascenso era hacia afuera?


El sendero seguía, más empinado. Pero el viajero estaba más libre. Había vencido sin pelear, había enfrentado sin huir.



La Consciencia espera en lo más alto, donde el aire es puro, delgado, casi sagrado. Es un punto tan elevado que el cielo parece tocar la tierra. Allí, sobre una roca antigua que se alza como trono natural, permanece en quietud una figura serena y luminosa: la Consciencia. No lleva corona, ni cetro, ni atuendo majestuoso, solo una túnica blanca que se confunde con las nubes y una mirada clara que todo lo abarca, como si nunca hubiera parpadeado.


El viajero llega exhausto, con las ropas rasgadas por el ascenso y el corazón transformado por cada encuentro. El Humor, aunque agotado, sigue a su lado, ahora menos burlón y más contemplativo.


Ante ellos, desde la cima, se abre un paisaje grandioso y revelador. La Consciencia no habla de inmediato. Simplemente extiende el brazo y señala.


—Mira.


Y el viajero mira.


A un lado, se extiende el Valle de los Silencios, donde las palabras que nunca se dijeron flotan suspendidas como hojas en un viento inmóvil. Es un lugar lleno de suspiros, de frases tragadas por miedo, por vergüenza o por dolor. Allí viven las conversaciones pendientes, los abrazos que nunca se dieron, las disculpas jamás pronunciadas.


Más allá, un bosque espeso: el Bosque de las Confusiones, donde las ideas se entrelazan como raíces retorcidas, y caminar sin perderse es casi imposible. Todo parece conocido, pero nada se entiende del todo. Es el lugar donde uno se ahoga en pensamientos sin dirección, donde las emociones se disfrazan y los recuerdos se mezclan con deseos y temores.


En la lejanía, aún visible pese a la bruma, se divisa el palacio de la Mentira, brillante e imponente, pero ahora lejano, casi diminuto. Sus estandartes aún ondean, y el eco de los vítores aduladores llega suavemente como un susurro que ya no engaña.


Pero al otro lado de la cumbre, en una extensión que se abre como un portal hacia otro mundo, se encuentra un valle distinto: el Valle Iluminado.


Es un territorio nuevo que todavía no ha sido explorado. Brilla con luz propia, suave pero persistente. Desde allí llegan sonidos de risa verdadera, canciones dulces, murmullos de armonía interior. No es un paraíso… es algo más humano: es la posibilidad de vivir con claridad, con aceptación, con verdad, sin perfección, pero sin autoengaños.


La Consciencia, con voz profunda y sin adornos, le dice entonces:


—Has conocido las sombras de tu ser, y aún queda mucho por ver. Pero desde aquí, puedes comprender. No para tener control, sino para ser libre. Si desciendes hacia el Valle Iluminado, sabrás quién eres en plenitud. Y cuando regreses al mundo exterior, serás otro… no por haber cambiado, sino por haber despertado.


El viajero baja la cabeza, no por vergüenza, sino por respeto. No dice nada, pero lo siente todo.


El Humor, que estaba a su lado, se quita el sombrero y lo coloca sobre su pecho, emocionado como quien presencia una verdad que no se puede reír.


Y justo antes de iniciar el descenso hacia ese valle desconocido, la Consciencia agrega:


—Cuando llegues al fondo de ese valle… te espera alguien. El más olvidado, el más dañado, el más auténtico. Tú mismo… cuando eras niño.



Justo cuando el viajero se dispone a descender hacia el Valle Iluminado, una luz cálida comienza a envolver el aire. No es la misma claridad que da el sol, ni la que otorga la razón: es una luz que acaricia, que parece brotar desde el centro del pecho y extenderse como un abrazo invisible.


Del resplandor surge una figura que lo deja sin aliento.


Es una mujer de presencia sublime, serena, elegante sin ostentación, cuyos pasos apenas tocan el suelo. Su cabello fluye como hilos de oro entre la brisa, y su vestido, ligero como la esperanza, parece tejido con la misma materia que los sueños nobles. Su mirada es tan dulce que desarma cualquier defensa, y su voz… su voz es un canto que no se olvida, como una nana escuchada en la infancia, como una palabra esperada durante años.


Soy el Amor —dice, sin necesidad de explicar más.


Al hablar, todo a su alrededor se transforma: el aire adquiere un aroma delicioso, mezcla de tierra húmeda, flores abiertas y pan recién hecho. El tiempo parece detenerse sin detenerse. Y con un gesto de su mano, como si abriera una ventana en el cielo, comienzan a proyectarse imágenes que envuelven al viajero en una memoria viva.


Ve a su madre sirviéndole un trozo de pan cuando había poco, sonriendo como si hubiera mucho. Ve las manos de un amigo que lo sostuvo cuando estaba por caer. Recuerda cuando él mismo acarició el cabello de un anciano en sus últimos días, sin buscar gratitud, solo por ternura. Escucha risas compartidas bajo la lluvia, miradas cómplices en medio del silencio, y pequeñas renuncias hechas con alegría para que alguien  fuera feliz.  Palabras de aliento, abrazos de apoyo, un comentario para alegrar el día.


El amor verdadero no exige —dice ella—. Se ofrece. Y en ese dar, también se recibe. Porque quien ama sin medida… se ensancha por dentro. Y vive.


Él siente una punzada de nostalgia. Algunos de esos amores se fueron. Otros fueron ignorados. Unos no fueron valorados en su momento. Pero ella, con una sonrisa luminosa, agrega:


Nada de lo que fue amor se pierde. Ni siquiera el que no fue comprendido. Todo amor deja su semilla… y florece, aunque sea tarde.


Entonces, lo mira con ternura, como si lo conociera desde siempre, como si supiera que ese hombre herido y cansado aún guarda la capacidad de amar, de sanar y de sostener a otros.


Estoy contigo desde el principio —dice—. Pero solo quien atraviesa los rencores, el temor, la duda, y alcanza la cima de la consciencia… logra verme como ahora me ves. No soy un consuelo. Soy la razón de todo este viaje.**


Él asiente en silencio. Sus ojos se humedecen. La Fe, que lo acompaña desde el valle, se pone de pie nuevamente y le toma la mano.


El Humor se limpia una lágrima con disimulo.


Y el Amor, con un último gesto, señala hacia el valle, donde una pequeña silueta aguarda junto a un árbol: un niño que juega con piedras, ajeno a todo, pero que al verlos acercarse levanta la cabeza… y sonríe.



El viajero desciende por la ladera iluminada, donde la niebla se disipa y el aire se llena de un silencio cálido, casi sagrado. Al pie de un gran árbol, en un claro donde florecen recuerdos en lugar de flores, lo ve: un niño, sentado con las piernas cruzadas, dibujando figuras en la tierra con un palito, con esa concentración que solo los niños poseen cuando sueñan despiertos.


Al sentir la presencia, el niño levanta la mirada. No se sorprende. Lo reconoce, como si lo hubiese estado esperando desde siempre.


El viajero se acerca lentamente. El niño sonríe.


—Te soñé muchas veces —dice el pequeño—. ¿Viniste a decirme que cumpliste nuestros sueños?


El hombre se arrodilla frente a él. Lo observa con ternura, pero también con una emoción profunda, porque sabe que ha llegado el momento más íntimo del viaje.


No todos se cumplieron, pequeño. Algunos quedaron enredados en los zarzales del mundo, otros cambiaron de forma, y unos más los dejé atrás, sin saberlo.


El niño no parece decepcionado. Solo lo escucha.


Pero tu semilla creció —continúa el viajero—. Me volví rebelde, sí. Busqué rutas no marcadas. Me atreví a hacer preguntas que muchos prefieren callar. Y lo mejor de todo es que… no dejé de buscar. Aún sigo aprendiendo. Porque el conocimiento, aunque no lo puedas tocar, llena el alma. Me ha permitido ignorar lo fútil, lo falso, lo vacío.


Hace una pausa, mientras el niño lo mira, comprendiendo con los ojos grandes y limpios.


Hoy puedo decirte que guardé lo más valioso que me diste: tus valores, tu forma noble de mirar la vida. Han sido mi brújula. Nunca los cambié por monedas falsas, ni por aplausos huecos. Gracias a ti, no me perdí del todo.


El niño deja el palito. Se levanta. Y sin decir palabra, lo abraza.


Y ese abrazo es un lazo invisible que cierra una herida que el viajero ni siquiera sabía que llevaba. Porque ese niño nunca desapareció, solo se escondió para esperar que el adulto regresara.


El Amor observa a lo lejos, sereno. La Fe asiente en silencio. Y el Humor, con los ojos húmedos, lanza una risa suave, como quien no quiere romper el encanto.




El viajero, aún arrodillado ante el niño que fue, siente cómo el tiempo se curva entre ambos, borrando la distancia entre pasado y presente. Acaricia su rostro con la ternura que se reserva solo a lo más sagrado, y sonríe con los ojos humedecidos por una dicha serena.


—¿Sabes? —le dice con voz suave—, sí hay algo que se ha cumplido. Lo soñamos tantas veces bajo las cobijas, mientras mamá nos leía cuentos con esa voz que aún resuena en lo profundo… Y ahora lo estamos haciendo realidad.


El niño parpadea, curioso.


—¿Cuentos?


Sí, cuentos. Como esos que nos hacían reír, llorar, imaginar que todo era posible. Cuentos con personajes que sienten, que aprenden, que luchan por comprenderse a sí mismos y al mundo. Historias que nacen del alma, como las que ella nos regalaba antes de dormir.


El niño sonríe, esa sonrisa pura que no conoce doblez.


—Entonces seguimos soñando —dice—, pero ahora tú los escribes, y yo te soplo ideas desde adentro.


—Exacto —responde el viajero—. Tú me inspiras, yo escribo. Y así los dos seguimos siendo uno solo. Mientras pueda, seguiré contando historias. Porque sé que eso nos hace felices a los dos… y quizá también a otros que las escuchen.


El niño asiente con alegría contenida. Le toma la mano, y juntos miran el horizonte donde el sol comienza a descender con suavidad, tiñendo todo de un dorado nostálgico. El Amor los observa a lo lejos, envuelto en una luz tibia. La Fe permanece como centinela, y el Humor da vueltas por el claro tarareando una melodía que parece decir: “Nunca es tarde para jugar con la verdad.”


Entonces el viajero se pone de pie. Mira al niño por última vez, lo abraza con fuerza y guarda en su pecho el eco de su risa.


Y continúa el descenso.



Entonces este pasaje debe comenzar no con sorpresa, sino con certeza. El viajero no pregunta quiénes son. No necesita explicaciones. Los reconoce al instante, con esa emoción profunda que no se razona, solo se siente.



El encuentro con la Amistad


A medida que descendía de la montaña, el viajero sintió una vibración suave, como una melodía lejana que solo el corazón reconoce. No necesitó girar la vista para saber que ellos estaban allí. Sabía que los encontraría. Siempre están.


No traían estandartes ni hazañas. Solo su andar tranquilo, su cercanía sin palabras, su presencia que no exige y lo dice todo.


—Sabía que vendrían —dijo él, con una sonrisa serena.


Uno le dio una palmada en el hombro, otro le alcanzó agua fresca, y otro más le lanzó una broma que lo hizo reír con el alma. No eran héroes, pero habían estado presentes en cada batalla. No eran magos, pero conocían los hechizos que alivian el dolor.


—La Amistad —dijo él— es un puente dorado que cruza cualquier distancia. Ustedes, sin saberlo, me han sostenido en mis peores momentos. Nunca hicieron alarde, pero siempre aparecieron. En los juegos de la infancia, en las lágrimas escondidas, en los silencios compartidos. Tengo la inmensa fortuna que mis mejores amigos también son mis hermanos.


Uno de ellos asintió, con los ojos húmedos pero firmes.


—Y lo haremos siempre —dijo—. Porque cuando un lazo es verdadero, ni el tiempo ni los abismos pueden romperlo. Estamos contigo… y tú con nosotros.


El viajero respiró hondo. No necesitaba más pruebas. Aquello que se forja en la sinceridad, en la risa compartida y en el hombro que no juzga, es más fuerte que el acero. Son pocos —pensó—, pero bastan. Como diamantes: raros, valiosos, eternos.




Perfecto. La Determinación como personaje es el cierre ideal para este viaje: no como una llegada definitiva, sino como una continuidad con propósito. Aquí tienes el pasaje, con el tono épico y simbólico que merece este encuentro:


El Encuentro con la Determinación


Ya casi en el llano, cuando los pasos se volvían más firmes y el aire anunciaba el regreso al mundo cotidiano, el viajero distinguió una figura recortada contra la luz del ocaso.


No era un ser etéreo ni un espíritu amable. Era un guerrero.


Su armadura no brillaba: estaba opacada por el polvo de los caminos y las huellas del combate. Tenía cicatrices visibles y otras más profundas bajo la piel. Su presencia imponía respeto, pero no por fuerza bruta, sino por la historia que cargaba. Caminaba con paso firme, como quien ha cruzado tormentas, abismos y fuegos, y aún se mantiene de pie.


El viajero se detuvo. Lo reconoció sin necesidad de presentación.


—Tú eres… la Determinación.


El guerrero asintió con una leve inclinación.


—Así me llaman —dijo con voz grave—. Algunos me confunden con la terquedad, otros conmigo mismo solo cuando ya no tienen opción. Pero yo no espero. Yo avanzo. Con paso firme, aunque sea lento. Con la mirada fija, aunque el horizonte tiemble. Estoy en todo aquel que no se rinde, aun cuando sabe que el final podría estar cerca.


Cargaba un escudo de metal templado, con una inscripción que decía: Verdad. A su costado, la espada llevaba grabada una palabra: Justicia. Y sobre su cabeza, el casco no era de oro ni de plata, sino de un material sereno, casi transparente, que dejaba ver su rostro lleno de concentración y paz: la Serenidad.


—Las batallas —dijo el guerrero mientras miraba al viajero con intensidad— se luchan con sangre caliente… y cabeza fría. No basta con desear. Hay que sostenerse. Hay que resistir cuando todo se vuelve oscuro. Hay que seguir… incluso cuando no hay aplausos ni compañía. Esa es mi enseñanza.


El viajero bajó la mirada por un instante, conmovido.


—Te he necesitado muchas veces —dijo—. En días donde ni siquiera sabía si era posible seguir. En noches donde la duda, el miedo, el dolor y el cansancio eran legión. Pero tú siempre… estabas. Quizá callado. Quizá herido. Pero firme.


—Lo estaré siempre —respondió la Determinación, apoyando su espada en el suelo—. No soy el destino ni la meta. Soy lo que te sostiene mientras vas. No me apagan los fracasos ni me distraen los triunfos. Yo sigo.


El Humor, que no había perdido oportunidad de acompañar, murmuró con tono de admiración:


—¡Y yo que creía que el elefante era difícil de montar! Este sí que no se cae del caballo ni con terremoto.


La Determinación le dedicó una sonrisa breve. Incluso eso era sobrio en él.


—No soy divertido. Pero soy necesario.


Y así, cuando el sol se escondía tras la última colina, el viajero entendió algo profundo: que la sabiduría quizás nunca se alcanza del todo, pero que con Amor, Amistad, Esperanza, Valor, Humor… y la Determinación, cada paso cuenta.



El Regreso


El viajero se volvió sobre sus pasos.


La montaña quedaba atrás, majestuosa, testigo de un viaje que no todos se atreven a emprender. A su alrededor, ya no estaban las mismas sombras ni el mismo silencio. Ahora el aire tenía otras notas: las de la certeza, la de la reconciliación, la del amor que brota de dentro hacia afuera, sin necesidad de buscar aprobación.


No descendía como quien huye, sino como quien retorna con tesoros invisibles: la comprensión de sus heridas, el perdón que otorgó y el que pidió, las chispas del humor que lo sostuvieron, los brazos de la amistad, la llama de la esperanza, la fuerza del valor y el temple de la determinación.


Y lo más importante: el reencuentro consigo mismo.


Sabía que la vida allá abajo seguiría con sus luces y sombras, con sus engaños y encantos, pero ahora él estaba preparado. Ya no caminaba como un buscador desesperado, sino como un conocedor de su propio universo interior.


Entendía sus defectos sin justificarlos, reconocía sus virtudes sin vanagloria. Ya no necesitaba disfrazarse ante el mundo: sabía quién era.


Y con ese conocimiento, venía la confianza. El paso firme. La mirada en alto. El alma en paz.


Atrás quedó la cumbre, pero dentro de él, esa altura vivía ahora como faro.


El mundo exterior lo recibiría igual que siempre… pero él ya no era el mismo.


Y así, sin prisa, regreso de ese viaje en que exploró su universo interno descubriendo mucho de lo que es y no es, cualidades y defectos, limpiando parte de aquello que como pesado lastre impide avanzar con libertad.


Ahora había que reiniciar el viaje en el universo externo, con mejor ánimo y con objetivos claros.

JuanAntonio Saucedo Pimentel 





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