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miércoles, 13 de agosto de 2025

Relato surrealista

El cuadro que se pintó a sí mismo


Al principio no había intención alguna, ni idea, ni siquiera un boceto.

Solo un lienzo grande, de un metro cincuenta  de alto, por noventa cm. De ancho con un bodegón que a nadie le gustaba y que me habían regalado al verlo como un estorbo.


Tomé la brocha para cubrirlo, para borrar aquella naturaleza muerta sin vida. Pero mientras fondeaba, ocurrió algo: el blanco no era solo blanco, el color base no era solo color… detrás, en algún lugar que no podía ver con los ojos, comenzaron a moverse figuras. Primero eran destellos, manchas que se perseguían, y luego… ellos aparecieron.


Cuatro personajes transparentes, como espíritus, danzaban en un torbellino de colores.

Sus cuerpos no eran sólidos, sino brumas luminosas, y cada movimiento dejaba un rastro de luz como si estuvieran pintando el aire. Giraban y giraban dentro de un remolino que, al expandirse, se transformaba en una inmensa flor cósmica.


En el centro, donde la danza era más lenta, los colores se mezclaban en suaves transiciones, casi como un pensamiento difuso. Pero en el borde exterior, donde la espiral se abría, los tonos eran intensos: rojos vivos, azules eléctricos, verdes esmeralda, dorados resplandecientes. Allí brillaba la fiesta, como si la creación misma celebrara su existencia.


Sentí que no estaba inventando nada.

Era más bien un testigo. El cuadro se pintaba a sí mismo, y yo era solo el medio para que pudiera existir en este mundo.

Supe entonces —sin saber cómo— que estaba viendo la danza de la conciencia cósmica: el lugar donde todo nace y a donde todo regresa cuando la vida física termina.


Cuando lo terminé, me quedé mirándolo con una mezcla de asombro y respeto. No me pertenecía. Y quizá por eso, cuando lo mostré, sucedió lo inevitable: todos lo quisieron.


Amigos, familiares, conocidos… cada uno afirmaba que debía ser suyo. Algunos lo pedían con entusiasmo, otros con insistencia disfrazada de halago, y no faltaron quienes dejaron caer comentarios venenosos para desacreditar a los demás aspirantes. Era como si aquel torbellino de colores brillantes hubiera despertado no solo admiración, sino también un deseo posesivo, una especie de fiebre.


Pero había un detalle: el lienzo, antes de transformarse, me había sido regalado. Y para cortar de raíz las discusiones, las miradas torcidas y las palabras ácidas, tomé la decisión que pocos esperaban: lo devolví a su antiguo dueño.


No lo hice con tristeza.

En el fondo, sabía que ese cuadro nunca había sido mío. Yo solo había abierto la puerta para que él pasara de su dimensión invisible a esta. Y así, como había llegado, también se fue.


Pero me quedó algo que ningún conflicto podía arrebatarme: la certeza de que, a veces, el arte no nace para ser poseído, sino para recordarnos que la creación verdadera es un instante compartido entre lo que vemos… y lo que apenas  podemos imaginar.



La Tormenta de las Palabras


Al principio fue una frase.

Breve, ligera, dicha casi al pasar.

Pero alguien, al escucharla, no oyó lo que estaba ahí, sino lo que su sombra quiso oír. Y así, aquella palabra, inocente como una pluma en el aire, se manchó de sospecha.


La pluma cayó al suelo, pero no se detuvo. Rodó, giró, recogiendo murmullos. Cada boca que la tocaba le añadía un trazo más: un gesto exagerado, una mirada torcida, un “yo creo que lo dijo por esto”. Y lo que había sido un simple soplo, empezó a girar más rápido.


Pronto se convirtió en un pequeño remolino, invisible para los indiferentes, pero que quienes lo habían alimentado podían ver: una espiral de colores sucios y brillantes, girando con una fuerza inquietante.


El remolino creció. Atrajo otras frases, viejas heridas, silencios malinterpretados. Su cuerpo se hizo más denso, y en su interior se veían destellos rojos, como chispas de enojo, mezclados con tonos oscuros y fríos. De vez en cuando, un rayo dorado aparecía: era una palabra buena que alguien lanzaba para calmarlo, pero rara vez llegaba intacta.


Un día, aquel remolino se convirtió en una tormenta. Rugía en las esquinas, golpeaba puertas, torcía voluntades. En las casas se sentía su presión, como si el aire se volviera más pesado. Algunos se encerraban para no ser arrastrados, otros corrían a gritarle más palabras, creyendo que así lo dominarían.


Nadie notó que, en el centro exacto de la tormenta, había un vacío. Un espacio silencioso, inmóvil, donde la frase original aún flotaba, pura e intacta, sin intención de herir a nadie.


Solo uno, un observador que no se dejó arrastrar, se atrevió a entrar hasta ese núcleo. Lo tomó en sus manos, lo sostuvo, y lo mostró a todos: era tan pequeña, tan simple, que la mayoría se avergonzó de lo que habían creado a su alrededor.


La tormenta se deshizo en remolinos de colores, que se elevaron hacia el cielo como humo liviano. Algunos colores eran oscuros y se perdieron para siempre; otros, brillantes, cayeron sobre quienes habían aprendido algo.


Y así entendieron que las tormentas de palabras, como las obras de arte, también son creaciones… pero no todas merecen ser pintadas.


JuanAntonio Saucedo Pimentel 

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