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jueves, 25 de septiembre de 2025

Dignidad para vivir y morir


El último diálogo — con reflexión


El reloj del hospital marcaba un silencio denso, roto solo por el pitido lento de las máquinas y el susurro de los pasillos. En la penumbra, el viejo recostado contra almohadas miró a su hijo como quien quiere dejar una enseñanza antes de irse.


—Hijo —dijo con voz cansada—, siéntate. Quiero hablarte de una decisión que he tomado.


El muchacho se sentó, las manos temblando al tomar la de su padre.



El anciano cerró los ojos un instante, como si repasara cada año vivido.


— no todas las batallas son contra la muerte —empezó—. Muchas veces peleamos contra el dolor, la pérdida de sentido, el aislamiento que descompone el alma. Yo he sido un hombre que trabajó y resistió, tome decisiones libremente de acuerdo a mis convicciones y quiero terminar de la misma forma . He decidido que es tiempo de partir.


El hijo buscó palabras entre la rabia y el miedo.


—¿Estás hablando de… dejarte morir? ¿De eutanasia?


El padre asintió despacio, sin dramatismos.


—Sí. Y quiero que entiendas por qué pienso en eso. No lo imagines como un deseo de abandonar la vida por cobardía. Para mí es una cuestión de libertad y de dignidad. La educación que recibimos nos enseñó a ver la vida como una regla fija: nacer, luchar, aguantar. Pero la vida es un proceso de cambios; tomar decisiones conforme a las circunstancias es parte de ser humano. Cuando el dolor te consume y las cosas que te sostienen desaparecen, pedir una salida digna puede ser una elección razonada, no un capricho.


El hijo tragó saliva. Sus ojos estaban rojos.


—Pero… ¿y la moral? ¿y la ley? ¿y Dios? —murmuró.  La gente cambia de tema, tenemos miedo de hablarlo porque suena a traición.


El padre lo miró con ternura y paciencia:


—Lo sé. Por eso nadie lo discute en la mesa familiar. Tenemos miedo de sonar fríos, de fallarte como hijos o como sociedad. Pero callar no soluciona el dolor; lo oculta. La eutanasia, cuando se contempla con rigor y compasión, es una conversación sobre cómo seguimos cuidando: no solo curando cuerpos, sino respetando la autonomía de quienes ya no encuentran sentido en seguir sufriendo. La verdadera vergüenza sería imponer el silencio y obligar a alguien a prolongar un tormento contra su voluntad. En cuanto a Dios, nos dio un libre albedrío y un cerebro para razonar lo que conviene para el bien, no es ofenderlo, es apechar esa capacidad que tenemos y utilizarla adecuadamente. Esto es una decisión personal únicamente y cada quien sabe las razones para tomarla.


El hijo sintió un nudo en la garganta y dijo: dialoguemos como siempre lo hemos hecho, este es un tema demasiado importante y tú me enseñaste a ser crítico, analizar, antes de tomar decisiones.

Hablando en general, no solo de tu caso.


—¿qué hay de los abusos? —preguntó—. Me preocupa que, si abrimos esa puerta, se aprovechen de los débiles.


—Esa es la otra cara —dijo el padre con gravedad—. Por eso una sociedad que hable de eutanasia debe hacerlo acompañada de garantías: valoración médica rigurosa, apoyo psicológico, diálogo familiar, y salvaguardas para evitar presiones. No podemos confundir la compasión con negligencia. Y sobre todo, la educación debe cambiar: enseñar a aceptar que la vida transforma y que elegir —con criterios claros y voluntarios— es un derecho humano. Enseñarnos a morir dignamente también es parte de aprender a vivir bien.


Hubo un silencio largo, pero no vacío: contenido de miradas, de recuerdos compartidos.


—Papá… —dijo el hijo, con voz rota—. Si ese es tu deseo, no quiero ser quien te ate a una máquina por orgullo o miedo. Tampoco quiero decidir apresurado. Quiero estar contigo, escucharte y protegerte. Pero también quiero que tu voz valga.


El anciano sonrió, y en esa sonrisa había paz y cansancio.


—Eso es todo lo que pido: que mi voz sea escuchada, que se me trate con humanidad, y que no me encadenen al dolor por miedo a la muerte. Si algún día pido ayuda para partir, que sea con reglas claras y con amor. Y si tú, en ese momento, me miras y sientes que no puedo más, confía. No me dejes en la vergüenza del sufrimiento inútil, que también se extiende a la familia y amigos. Si viví con dignidad, así deseó irme.


El hijo apretó su mano, no para retenerlo sino para acompañarlo.


—Si llegara ese momento, papá, prometo escucharte, y también exigir las garantías para que no sea un capricho de nadie. Que tu decisión esté protegida y que tu despedida sea digna.


Esa noche, entre palabras que quisieron ser lección y silencios que fueron aceptación, padre e hijo inventaron un pacto de humanidad: hablar, cuestionar, protegerse mutuamente y colocar la libertad con responsabilidad en el centro de la decisión.


Cuando la luz de la mañana filtró por la cortina, el hijo escribió en su cuaderno lo que habían hablado. No para decidir por ahora, sino para que la conversación no se perdiera en el pudor y la prisa. Porque sabía que la discusión sobre la eutanasia no es una sentencia final, sino una obligación moral: crear una sociedad donde nadie tema pedir ayuda para morir, ni tampoco temer que su decisión sea explotada. Donde la educación enseñe a aceptar los cambios de la vida y a respetar la elección con rigor y compasión.


Reflexión final (breve)


El relato busca mostrar que la eutanasia, más que un tabú, es un tema que exige diálogo público y cercano: entender el sufrimiento real, garantizar salvaguardas, y enseñar —desde la escuela y la familia— que la libertad sobre el propio final puede ser una elección legítima cuando va acompañada de protección y amor. Callar no hace el problema desaparecer; lo empobrece. Hablar, con prudencia y corazón, es el primer paso para decisiones más humanas.


JuanAntonio Saucedo Pimentel 

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