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jueves, 4 de septiembre de 2025

Ejercicio mental


La cabaña y el diálogo de los espíritus


En el silencio del ejercicio mental me encontré en una cabaña acogedora, escondida en medio del bosque. El fuego de la chimenea bailaba con un ritmo propio, arrojando chispas que parecían pequeñas estrellas escapadas del cielo nocturno. El olor a barcino de la mesa de madera rústica impregnaba el aire con su fuerza terrenal.


No estaba solo. Frente a mí, Kalil Gibran y Voltaire compartían vino y conversación. Era un encuentro imposible, pero real en la hondura de la imaginación.


Gibran, con voz serena, habló como quien acaricia las palabras antes de soltarlas:

—He escrito alguna vez que cuando la mentira se encontró con la verdad, la mentira dijo: “Soy la verdad”, y la verdad no respondió. Así es el mundo: confundimos los disfraces con la esencia. Y en ese silencio se pierde el hombre, olvidando que lo verdadero es sencillo y desnudo.


Voltaire lanzó una carcajada franca, agitó su copa y replicó:

—¡Ah, mi querido poeta! Yo llamaría a eso simplemente una broma del destino. La mentira poniéndose las ropas de la verdad… ¿no es acaso la más grande ironía de la vida? ¡El ridículo disfrazado de solemnidad! Lo curioso es que los hombres corren a inclinarse ante la mentira bien vestida, mientras desprecian la verdad por andar con harapos.


Gibran bajó los ojos hacia el fuego, su rostro iluminado por destellos anaranjados.

—El silencio de la verdad no es debilidad, sino profundidad. Quien sabe mirar, descubre su resplandor aun bajo los trajes de la falsedad.


Voltaire sonrió con malicia, pero no con desprecio.

—O quizás, amigo mío, el silencio solo deja lugar para que los necios hablen más fuerte. A veces pienso que el hombre necesita que lo despierten a carcajadas más que a versos. Tú lo llamas profundidad; yo lo llamo sátira. Pero en el fondo ambos hablamos de lo mismo: desenmascarar.


Las brasas crepitaron como si aplaudieran aquel choque de perspectivas. Entonces comprendí la riqueza de esa dualidad: una misma metáfora, interpretada como poesía y como burla, revelaba que la verdad puede ser sentida en lo profundo o exhibida en lo ridículo.


Me animé a intervenir:

—Tal vez la fuerza está en que ambos caminos se necesitan. La poesía nos enseña a reconocer lo verdadero en el alma, y la ironía nos obliga a no tomar en serio las vanidades que ciegan al hombre. La misma palabra puede herir o sanar, según cómo se pronuncie.


Voltaire levantó su copa, satisfecho.

—¡Eso es! La palabra es un arma de doble filo: puede ser espada o bálsamo.


Gibran, con una leve sonrisa, agregó:

—Y también puede ser semilla, si se siembra con amor.


En ese instante el silencio se volvió más grande que las palabras. El fuego ardía, el vino corría, y yo comprendí que la imaginación no solo crea mundos, sino que los une: la voz poética de Gibran y la ironía de Voltaire eran dos faros que iluminaban el mismo mar.


JuanAntonio Saucedo Pimentel 

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