Antonio llegó a un pueblo apartado, donde las demostraciones de afecto en público eran mal vistas. No era costumbre abrazarse, ni besar en la mejilla, y mucho menos hablar abiertamente sobre el amor o las relaciones íntimas. Sin embargo, aquello no significaba que la gente fuera ajena a esos temas: los embarazos prematuros eran frecuentes, y en los rincones oscuros del pueblo los jóvenes exploraban a escondidas lo que en público se consideraba tabú.
Convencido de que aquella contradicción era absurda, Antonio intentó abrir el diálogo. Habló sobre la importancia del afecto, sobre cómo un abrazo o un beso en la mejilla no eran actos impuros ni faltas contra lo sagrado. Intentó demostrar que ocultar los sentimientos no los hacía desaparecer, sino que los volvía clandestinos y llenos de culpa.
Pero la verdadera condena no vino solo por sus palabras, sino por algo más: un poema. En un arranque de inspiración, Antonio escribió unos versos sobre la belleza y la juventud, sobre la efímera gracia del tiempo que embellece todo antes de llevárselo. Fue un poema sincero, sin dobleces ni intenciones ocultas. Pero cometió un error: lo compartió con una joven de quince años, quien, con la inocencia de su edad, lo mostró con orgullo a sus maestros y padres, creyendo que era un halago, una prueba de que su belleza podía inspirar palabras tan bellas.
El escándalo fue inmediato. Se alzaron voces de indignación, se lanzaron acusaciones sin molestarse en comprender la esencia del poema. Para el pueblo, aquello era la prueba definitiva de su perversión, de su desafío a las buenas costumbres.
Sin oportunidad de defenderse, Antonio fue condenado y expulsado para siempre.
La moraleja es clara: desafiar las costumbres de una sociedad, por erróneas que sean, es un riesgo que pocos pueden permitirse. Y aun con la mejor intención, las palabras siempre estarán sujetas a la interpretación de quienes las escuchan, muchas veces guiados más por sus prejuicios que por su razón
JuanAntonio Saucedo Pimentel
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