Prólogo
Para mis nietas, y para todos los que saben que el alma también necesita raíces
Hay quienes construyen monumentos con piedra, acero o mármol. Yo quise dejar algo hecho de palabras. Tal vez por eso, cuando el mundo allá afuera comenzó a enloquecer con prisas, ambiciones vacías y ruido, me fui encerrando a escribir. Pero no fue un encierro de huida, sino de siembra.
Mis queridas nietas, quizá algún día se pregunten por qué su abuelo pasaba tantas horas en silencio, frente a una libreta o una pantalla. Quizá incluso creyeron que me alejaba, cuando en realidad me acercaba… a algo más grande: a las historias que nos sostienen, a los valores que no se deben olvidar, al eco de nuestros antepasados que sigue sonando en los fogones, en los cantos, en las fiestas, en la tierra.
Este libro es un retrato del pueblo que soñé —aunque, en el fondo, ese pueblo ya existe en cada rincón de nuestra memoria colectiva. Tiene los aromas de nuestra cocina, las palabras sabias de nuestros mayores, las leyendas que se contaban al pie del fuego, la forma en que miramos al cielo con respeto y a la tierra con gratitud. Aquí se recuerda a Iztli, el guardián de la naturaleza, porque sin él estaríamos huérfanos de sentido.
Melquiades, con sus dichos que eran más verdad que muchas leyes, doña Camila, que curaba con plantas y con cariño, la maestra Flora que enseñaba a leer los libros… y la vida; todos ellos son personajes que nacieron de lo que he visto, vivido y amado. Y otros como Mauro, Estrella, y su hija Xóchitl, representan la esperanza: que aún en este mundo incierto, hay quienes siembran ciencia sin olvidar su raíz, quienes abrazan el futuro sin soltar la mano del pasado.
Aquí encontrarán fiestas donde no faltan los tamales, los rezos, las danzas y las carcajadas. Problemas también, porque la vida en la montaña no es fácil, pero siempre digna. Aquí se trabaja con las manos limpias y el corazón dispuesto.
Escribí este libro no para ser recordado, sino para que ustedes recuerden.
Recuerden de dónde venimos.
Recuerden lo que vale la pena conservar.
Recuerden que aún en medio del ruido del mundo moderno, siempre hay un camino iluminado por la luz de nuestro espíritu.
Con todo mi amor
Juan Antonio Saucedo Pimentel
**Capítulo 1
El pueblo y sus raíces**
Desde lo alto de la montaña, el pueblo parecía un suspiro detenido en el tiempo. Las casas, con sus techos de teja rojiza, parecían acurrucarse unas con otras como si buscaran calor, compañía. El humo que salía de los fogones subía lento, como rezos sin apuro, y a veces se podía oler desde lejos el perfume del maíz cocido o de la leña de encino.
Aquí no había semáforos, ni prisa, ni edificios que cortaran el cielo. Había caminos de tierra, árboles que daban sombra y consejo, gallinas que andaban sueltas como si conocieran a cada vecino, y una plaza donde todo empezaba y terminaba: las fiestas, las discusiones, los amores jóvenes, las despedidas.
El pueblo era antiguo. No solo por sus construcciones, sino por la memoria que guardaban sus muros. Porque aquí la historia no se contaba en libros, sino en palabras dichas al calor del fogón. Decía Melquiades, el viejo de barba blanca y mirada chispeante, que “cuando uno olvida de dónde viene, hasta el alma se le desorienta”. Por eso, cada vez que alguien regresaba al pueblo, él lo recibía con su dicho favorito: “Bienvenido otra vez a tu raíz… no te tardes tanto la próxima”.
Melquiades no era solo un hombre. Era como un puente entre lo que ya se fue y lo que aún late. Conocía los nombres de las plantas y de las estrellas. Sabía cuándo sembrar y cuándo callar. Muchos pensaban que había hablado con Iztli, el dios que cuidaba de la naturaleza, y que por eso nunca enfermaba. Lo cierto es que cuando hablaba, todos escuchaban. Incluso los que creían saber más.
Junto a él, doña Camila. Curandera de alma y cuerpo. Con sus manos curtidas preparaba infusiones, sobaba con fe y contaba leyendas que enseñaban más que una escuela entera. “La naturaleza no necesita que la cuiden con lástima, sino con respeto”, decía, mientras acomodaba flores frente a la imagen de Iztli, colocada en un rincón sagrado de su casa.
La vida en la montaña no era fácil. Había años de lluvias fuertes, de caminos bloqueados, de enfermedades que llegaban sin avisar. Pero también había algo que no se enseñaba en ningún lugar: el empeño, ese músculo del alma que se fortalece con trabajo y esperanza. Aquí cada logro era compartido, y cada tristeza también. Nadie se quedaba solo. “Aquí los problemas se curan con tortillas calientitas y compañía”, bromeaba Ruperto, el panadero.
Las fiestas del pueblo eran algo sagrado. No por lujos, sino por sentido. El Día de la Gruta, por ejemplo, era cuando todo el pueblo descendía a ese lugar sagrado donde se renovaban los ideales. Se hacían ofrendas, se encendían velas, se cantaba y se lloraba también. Era una mezcla de lo viejo y lo nuevo, donde los niños aprendían que la espiritualidad no es cosa de rezos vacíos, sino de actuar con bondad cada día.
Y así era el pueblo. Ni perfecto ni moderno. Pero sí honesto, alegre, sabio. Un lugar donde los ancestros no eran fantasmas, sino parte de la conversación diaria. Donde las decisiones se tomaban en asamblea, con todos hablando, pero también todos escuchando.
Aquí nacieron Mauro y Estrella. Aquí sembraron su amor. Aquí criaron a su hija Xóchitl, quien años después caminaría otros caminos, con la ciencia en la mente y la montaña en el corazón. Pero esa es otra historia.
Por ahora, basta con decir que este pueblo —sin nombre porque podría ser cualquiera— es la semilla de todo lo que vendrá. Y que sus raíces, aunque no se vean, siguen vivas bajo cada piedra, cada canto, cada recuerdo.
Perfecto, Juan Antonio. Aquí viene esa escena bajo las estrellas, donde el fuego chisporrotea como si también tuviera algo que contar, y los visitantes descubren que aquel pueblo en la montaña guarda algo mucho más valioso que paisajes: sabiduría viva.
**Capítulo 3
Bajo las estrellas, la palabra arde**
El sendero que bordeaba el río subía poco a poco hacia la montaña como si invitara a los forasteros a ganarse el derecho de mirar lo sagrado. Los visitantes —gente venida de ciudades ruidosas, de países lejanos, de vidas veloces— caminaban despacio, al principio con torpeza, luego con curiosidad, y finalmente con una especie de respeto que solo despierta la tierra cuando te habla sin decir palabra.
Durante el día, los guías del pueblo —jóvenes formados por los mismos maestros que antes habían sido alumnos sentados en troncos con pizarrón— los llevaban a conocer los secretos de la flora y la fauna.
—Ese árbol de corteza roja le decimos corazón de monte… porque cura dolores profundos —decía una guía mientras acariciaba un tronco.
—Y esa flor, la llamamos soltera, porque aunque crece sola, siempre florece bonita, como si no necesitara a nadie pa’ brillar —comentaba otro, arrancando sonrisas.
Los visitantes anotaban, sacaban fotos, pero algunos simplemente dejaban caer las manos y miraban, con esa mirada que por fin se rinde, que acepta que el saber no siempre está en libros, sino en la tierra, en la costumbre, en la voz de los viejos.
Y era justo al atardecer, cuando el cielo se pintaba de naranjas y púrpuras que parecían sacados de un bordado huichol, que los llevaban a la gran fogata.
Ahí, en un claro al centro del pueblo, entre bancas de tronco y piedras calientes, se encendía el fuego como se encienden las memorias: con reverencia. El murmullo del bosque se mezclaba con el crujido de las llamas, y los visitantes se acomodaban con ponchos, tazas de café de olla y pan de anís recién hecho.
Y comenzaban los relatos.
Melquiades se sentaba siempre un poco apartado, no por altivo, sino porque decía que las palabras le venían mejor si estaban a la distancia justa del humo y del silencio.
—¿Van a querer cuento o enseñanza? —preguntaba con tono burlón.
—Las dos, viejo sabio —gritaban los niños del pueblo.
—¡Entonces aflojen la lengua y el corazón, que las orejas solas se acomodan!
Y así comenzaba, con su tono lento y sabroso, a mezclar leyenda y vida, memoria y metáfora. Sus dichos caían como semillas en tierra fértil.
—Cuando el mundo se hizo bolas, no fue por falta de cabezas, sino por falta de corazones despiertos.
—El que no conoce el canto del tecolote, confunde el silencio con la soledad.
—Hay saberes que se aprenden de los libros, pero los importantes… se aprenden de la abuela mientras revuelve el nixtamal.
Los visitantes escuchaban con asombro. Algunos reían, otros asentían, y no faltaba quien soltara una lágrima sin saber por qué, como si algo antiguo se hubiera despertado dentro de ellos.
Melquiades contaba de cómo Iztli, el dios guardián de la naturaleza, bajaba de la montaña cada cierto tiempo para ver si los humanos recordaban lo que vinieron a ser. De cómo, en tiempos antiguos, los animales hablaban y los árboles enseñaban. De cuando el pueblo estuvo a punto de rendirse, pero una niña —que más tarde sería maestra— encontró una semilla y dijo: “Aquí empieza otra vez.”
Después de él, hablaban otros. Doña Camila con sus remedios de luna, Ruperto con su voz de madera, la señora Elvira que no dejaba que se le escapara un solo detalle. Pero Melquiades tenía un don: hacía que la noche se quedara quieta para escucharlo.
Y cuando terminaba, cuando las brasas ya eran como brasitas de luciérnaga, decía su frase final, siempre la misma:
—Y si mañana no me hallan, no se preocupen… que me fui a sembrar palabras a otro lugar.
Los visitantes aplaudían, pero era un aplauso distinto: era como si quisieran atrapar ese instante y llevárselo consigo, guardado entre el alma y el recuerdo.
Así pasaban las noches en aquel pueblo que parecía salido de un sueño con raíces. Donde la historia se contaba con fuego, y las enseñanzas se daban en forma de cuento.
Porque como decía Melquiades:
—No hay mejor manera de enseñar que contando algo bonito… y dejando que la verdad se esconda entre líneas como duende juguetón.
Hermoso, Juan Antonio. Vamos con ese capítulo lleno de emoción, sabiduría y celebración, donde el amor nace con raíz profunda y copa amplia, como los árboles de esa montaña. Aquí va:
**Capítulo 4
Como el cielo y la tierra**
Aquella noche, la fogata tenía un resplandor distinto. No era más grande ni más brillante que otras veces, pero algo en su llama parecía saber que algo importante estaba por suceder. Melquiades lo notó, como quien escucha una palabra sin que nadie la diga.
—Hoy el fuego nos tiene un mensaje —dijo, alzando la mirada al cielo tachonado de estrellas—. Así que afinen el alma.
Los visitantes estaban ahí como cada noche, sentados en semicírculo, con las sombras de los árboles danzando en sus rostros. Entre ellos estaban Sharakova, la extranjera que había llegado para estudiar costumbres, flora y fauna, y Ruperto, el artesano de manos firmes y alma callada, que tallaba en madera lo que muchos ni siquiera lograban imaginar.
Ella lo había conocido una tarde, mientras él esculpía un colibrí en un trozo de cedro. Le pidió que le enseñara. Él accedió sin decir mucho. Con el tiempo, las palabras fueron brotando entre las virutas de madera, como si el amor se tallara también en silencio.
Esa noche, como si el fuego supiera lo que palpitaba entre ellos, Melquiades alzó la voz con una historia antigua:
—Hace mucho, pero mucho tiempo, el Cielo y la Tierra se miraban con desconfianza. “Tú estás arriba”, decía la Tierra. “Y tú estás abajo”, respondía el Cielo. No se entendían. Pero un día, el Sol, cansado de tanta lejanía, les propuso un trato: “Dense un amanecer juntos… y vean qué sucede”.
Los presentes sonrieron. Melquiades seguía:
—Fue entonces que nació la niebla, las flores, los colores del ocaso, el canto de los pájaros, la lluvia fecunda y el arcoíris. Se dieron cuenta que siendo distintos, podían crear juntos lo más bello. Desde entonces, cada amanecer y cada atardecer son testimonio de ese acuerdo: cielo y tierra, opuestos en apariencia, pero necesarios uno para el otro.
Y volteó hacia Sharakova y Ruperto.
—Así también pasa cuando dos almas se reconocen. No importa si vienen de lejos, si piensan distinto, si no hablan igual. Si sus raíces saben encontrar agua juntas… es que son del mismo bosque.
Nadie dijo nada por un momento. La brisa acarició las hojas como si aplaudiera bajito. Sharakova miró a Ruperto, y Ruperto a ella. No hubo declaración formal. Solo un silencio largo y una sonrisa compartida que decía todo. Se tomaron de las manos y Melquiades, con tono solemne y divertido, agregó:
—¡Ahí está! Ya se comprometieron sin hablar. Como buen amor de montaña: calladito, pero profundo.
Las semanas siguientes fueron una danza de preparativos. La boda se celebraría con todas las de la ley… la ley del corazón. Se invitó a los ancianos y a los niños, a las mujeres que curaban y a los que sembraban, a los que tallaban y a los que cantaban. Y por supuesto, a la familia de Sharakova, que prometió regresar un año después para acompañarla también en la ceremonia de la gruta.
Cuando el día llegó, el pueblo entero se engalanó. Las casas se adornaron con papel picado, flores silvestres, bordados hechos a mano. Se prepararon tamales de quelites, atole de pinole, mezcal de agave azul. La música corría por las calles, y los viejos bailaban con los niños como si el tiempo no existiera.
Ruperto llevó un collar de madera tallado por él mismo. Sharakova, un vestido blanco con bordados del pueblo y una corona de flor de sirio. Sus votos no se dijeron en voz alta, sino en la mirada que se dieron frente al altar de piedra.
La fiesta duró tres días.
Y entre danzas, risas, y abrazos, se sembró una nueva semilla en ese pueblo de montaña. Una semilla nacida del respeto, del amor y del entendimiento. Como dijo doña Camila al final:
—Cuando dos seres se eligen desde el alma… el universo hace fiesta también.
¡Claro que lo recuerdo, Juan Antonio! Ese episodio es una verdadera joya del sabor pueblerino: el amor naciendo con la fuerza de la tierra y la delicadeza del viento, el pueblo celebrando a la pequeña Shakita la Bonita como un nuevo brote en su historia… y el asno Rumualdo convirtiéndose en leyenda, no por valentón, sino por lo que los demás hicieron con su santa paciencia.
Aquí te va el capítulo, combinando ternura, humor y el alma de nuestro pueblo:
**Capítulo 5
Shakita la Bonita y la leyenda de Rumualdo**
La vida después de la boda de Ruperto y Sharakova siguió su curso como el río tras una lluvia: más ancho, más vivo. Ella siguió estudiando la flora y costumbres del pueblo, y él enseñándole a tallar no solo aves, sino raíces, símbolos, estrellas, todo lo que se esconde en la madera si uno sabe escucharla.
Fue una mañana tibia, cuando los guajolotes aún dormían y los gallos apenas se ponían de acuerdo, que se escuchó el llanto de una niña recién nacida. Melquiades, que justo pasaba por la casa cargando flores de cempasúchil, se detuvo y alzó las cejas con ese gesto que siempre le salía cuando algo bueno nacía:
—¡Eso es música nueva pa’ los días! —dijo—. Huele a jazmín y a destino.
El pueblo, al saber la noticia, se volcó en alegría. La niña fue llamada Xochitl, pero desde la primera vez que don Navor la vio, con sus grandes ojos y su sonrisa temprana, soltó un suspiro:
—¡Parece retrato la chamaca! Shakita, la bonita.
Y de ahí no hubo vuelta atrás. Todos la llamaban Shakita la Bonita, como si su nombre fuera una canción. Creció entre cuentos, cantos, tortillas de comal y paseos por la ribera, donde Sharakova le mostraba las plantas y Ruperto le enseñaba a respetar la madera como si fuera un viejo sabio con memoria.
Pero mientras la dulzura llenaba los días, en el pueblo se preparaba otra historia, de las que acaban en carcajada, leyenda y orgullo comunitario. Y todo gracias a Rumualdo, el asno más testarudo, dormilón y viejo que haya pisado esas veredas.
Todo empezó cuando tres fieras comenzaron a merodear los alrededores. Se comieron gallinas, asustaron burros, y una noche hasta dejaron huellas en la plaza. Los rastros eran grandes y hondos. Doña Camila, con su olfato infalible, soltó:
—Esto no es coyote ni jaguar. ¡Esto es circo sin jaula!
Y sí, eran tres leones escapados de una caravana que se había accidentado en la curva de los suspiros. Nadie sabía cómo atraparlos sin riesgo. Fue entonces que don Teófilo, medio en serio medio en broma, soltó:
—Pues pongan a Rumualdo de cebo, nomás no le digan que si no, se echa a correr… ¡a dormirse!
Así fue como Rumualdo fue llevado, con una carreta llena de frutas, al claro donde los leones habían sido vistos. Se ató con cuidado y se colocaron redes camufladas alrededor. Los hombres armados esperaron agazapados. El pobre Rumualdo, creyendo que lo llevaban de paseo o a venderlo como ya habían amenazado, se puso a dormitar bajo el sol como si nada.
Al anochecer, los tres leones aparecieron. Cautelosos al principio, luego fascinados por el olor del mamey, la papaya y la serenidad del asno. Pero justo cuando se acercaban, Rumualdo estornudó, pateó sin querer un costal y desató el mecanismo de las redes… ¡zas! Los tres cayeron atrapados. Rumualdo ni se inmutó. Abrió un ojo, soltó un bufido y siguió roncando.
La hazaña corrió como pólvora. Rumualdo se convirtió en héroe nacional del pueblo. Le pusieron una corona de flores, lo pasearon en procesión, y hasta se le compuso una canción: “Rumualdo, sin querer valiente, con tu andar indiferente, atrapaste a los leones y seguiste tan decente…”
Shakita, con apenas un año, reía cada vez que veía al asno con su corona, y con los años diría que fue Rumualdo quien le enseñó que a veces, sin querer, uno puede cambiar el curso de la historia… si permanece fiel a su naturaleza.
Cuando Melquiades narraba esa historia a los visitantes los llevaba por senderos donde confundían a los leones con tres maleantes fugitivos , de ese modo la historia tomaba matices más interesantes y divertidos.
Así florecían los días en el pueblo. Con amor, nacimientos, historias alrededor del fuego y leyendas tan ciertas como los refranes de Melquiades, que al final del relato concluyó:
—Hay asnos que son sabios, otros que son héroes, y unos que, sin mover un pelo, te enseñan más que un libro grueso… ¡Salud por Rumualdo y por los corazones nobles que no hacen ruido, pero hacen historia!
Capítulo: Shakita y la Nieve Lejana
Shakita, a quien todo el pueblo llamaba con cariño la bonita, creció rodeada de historias al calor del fogón, del sonido cristalino del río y de los cantos de los pájaros que Ruperto tallaba en madera con tanta paciencia. Su madre, Sharakova, le hablaba con dulzura de aquel país lejano donde ella había nacido, un lugar blanco como el azúcar en invierno, con torres que tocaban el cielo, trenes que volaban sobre rieles y máquinas que hablaban.
A Shakita le brillaban los ojos de curiosidad.
—Mamá, ¿y allá también hay fogatas para contar historias?
—Allá hay calor, pero en otras formas, hija. Lo que más se extraña es el alma compartida.
Así, con esa semilla creciendo en el corazón, un día Shakita decidió visitar a sus abuelos en aquella tierra de hielo y ciencia. El pueblo entero la despidió entre abrazos, bendiciones, tamales y una botellita de pulque que doña Camila le dio para el camino.
—Pa’ que no se te olvide de dónde vienes, mi niña —le dijo con picardía—, y si no te gusta allá, me avisas y voy por ti en burro si es necesario.
Lo que Shakita encontró allá fue tan deslumbrante como abrumador. Rascacielos con piel de cristal, mercados subterráneos donde la fruta no tenía tierra ni olor, gente que caminaba rápido, sin mirar a los ojos, con auriculares en las orejas y pantallas en las manos. Conoció bibliotecas que parecían palacios, médicos que operaban sin tocar y autos que se manejaban solos. Pero también vio otra cara: marchas de protesta, niños llorando en estaciones de tren, noticias de guerras, atentados, hambre a pesar de tanta riqueza. Los abuelos la acogieron con ternura, pero hasta ellos parecían cansados de ese mundo tan avanzado y tan solo.
Una noche, mientras la nieve cubría las ventanas como si el cielo quisiera esconder la tierra, Shakita escribió una carta al pueblo:
“Aquí la nieve es hermosa, pero fría. La gente sabe mucho, pero se escucha poco. Mamá tenía razón: no hay fogatas, ni refranes, ni manos llenas de maíz. Hay progreso, sí, pero a veces siento que es como una flor de plástico: perfecta, pero sin aroma. Me he dado cuenta de que nuestra ciencia debe nacer del corazón, y no sólo de la mente. Voy a regresar. Quiero ayudar a que nuestro pueblo crezca, pero sin perder su alma. Quiero que nuestras hijas y nuestros hijos aprendan a mirar las estrellas, pero sin dejar de pisar la tierra.”
Cuando volvió, traía consigo unos libros, unas ideas nuevas… y el mismo espíritu limpio que su abuelo Melquiades soñó tantas veces junto a la fogata. El pueblo la recibió con música, pan calientito, y la certeza de que había regresado una semilla transformada… pero firme en sus raíces.
Capítulo: El hilo de cobre y de sueños
Shakita volvió al pueblo con la frente en alto y los pies bien plantados, como le enseñó su abuelo Ruperto cuando le dijo:
—Mija, tú puedes volar hasta donde quieras, nomás no olvides de dónde despegaste.
Y así fue. Apenas regresó, convocó a otros jóvenes que también habían vuelto: Mateo, ingeniero ambiental; Citlali, bióloga con alma de poeta; Tomás, arquitecto que se negaba a construir sin adobe; y Mariana, médica rural convencida de que el cuerpo sana mejor si también lo hace el alma. Todos traían conocimientos, sí, pero sobre todo un anhelo compartido: devolverle a su pueblo lo que el pueblo les había dado.
Inspirados por los relatos de Melquiades, por las enseñanzas de doña Camila y el ejemplo de sus mayores, retomaron un viejo sueño: unir el corazón del pueblo con la cima de la montaña donde el amanecer se enciende primero. Aquel sitio mágico, donde los antiguos habían meditado y las ceremonias en la gruta renovaban el alma, debía estar al alcance de todos, especialmente de los ancianos y de los visitantes que no podían subir a pie.
Shakita propuso entonces:
—Hagamos un transporte por cable, pero no uno cualquiera. Que esté hecho con materiales nobles, que respete la montaña, que no rompa el paisaje, sino que lo abrace. Que sea un homenaje al esfuerzo de quienes escalaron con el corazón antes que con los pies.
Diseñaron las estaciones con techos de palma y piedra de río, decoradas con murales que narraban la historia del pueblo, y bancas talladas por Ruperto y sus aprendices. Cada cabina llevaría el nombre de una persona sabia de la comunidad: la cabina “Melquiades” tendría adentro un libro con sus dichos y cuentos; la “Doña Camila” ofrecería hierbas aromáticas para el viaje; la “Sharakova” tendría grabados de aves, como las que ella estudió con tanto amor.
La obra no tardó en llamar la atención. Vinieron representantes del gobierno, primero con dudas, luego con sorpresa, y al final con admiración. Shakita habló con ellos no como una niña, sino como una voz del pueblo:
—No queremos convertirnos en otro destino turístico sin alma. Queremos ser un ejemplo de cómo la tradición y la ciencia pueden bailar juntas. Aquí, el progreso no atropella: camina descalzo y saluda al pasar.
El transporte fue inaugurado al amanecer. Desde abajo, el pueblo parecía un pesebre vivo; desde arriba, un sueño realizado. Aquella mañana, Melquiades —ya muy viejo pero lúcido— se secó una lágrima y murmuró:
—Miren nomás, ¡los hijos de la sierra le pusieron alas al sendero!
Y cuando las campanas sonaron para anunciar la primera cabina subiendo, todos supieron que no era sólo un viaje de cables y poleas, sino un ascenso colectivo de dignidad, de sabiduría y esperanza.
Capítulo: El lobo que alimentamos
El sol se posaba justo sobre la cima, como si hubiera sido invitado especial a la ceremonia. El aire olía a copal, a tierra mojada por las primeras lluvias y a tortillas recién salidas del comal. Había flores de cempasúchil esparcidas por todo el camino, y los tambores del grupo de danzantes marcaban el ritmo de los corazones presentes.
Citlali, hija de este pueblo y ahora su narradora oficial, se colocó en el centro del círculo de piedra que rodeaba la gruta. Llevaba un vestido bordado por las manos de las mujeres sabias, y en el pecho una medalla de barro cocido con el símbolo de Iztli, el dios que cuida la naturaleza.
Alzó la voz con la firmeza de quien sabe que las palabras pueden sanar o herir, levantar o hundir.
—Hace muchos años, un abuelo cheroquí le dijo a su nieto que dentro de nosotros habitan dos lobos. Uno es la ira, la avaricia, la soberbia, el desprecio, el miedo. El otro es el amor, la humildad, la compasión, la verdad, la esperanza. El niño preguntó: “¿Y cuál de los dos gana, abuelo?” El viejo respondió: “Aquel al que alimentas.”
Citlali hizo una pausa. La brisa pareció querer quedarse a escuchar.
—En nuestro pueblo, hemos elegido alimentar al lobo bueno. Ese que nos susurra en las noches que la sabiduría no comienza con la acumulación, sino con el reconocimiento de nuestra ignorancia. Que el conocimiento es válido solo cuando nace del respeto, y que el verdadero aprendizaje ocurre cuando la mente y el espíritu caminan juntos, tomados de la mano.
Los visitantes guardaban silencio. Muchos de ellos, citadinos, llevaban mochilas llenas de tecnología, pero los ojos vacíos. Poco a poco, se les empezaban a llenar.
—Hemos aprendido de nuestros ancestros —continuó Citlali— que la tierra no es un recurso, sino una madre. Que la fiesta de la vida no se celebra con ruidos ni excesos, sino con presencia, con conciencia, con gratitud. Que cada ser es una semilla que puede dar frutos buenos, si el árbol de su alma es regado con dignidad.
Los más viejos, sentados al fondo, asintieron. Melquiades, en su silla de madera tallada, sonreía sin dientes, con los ojos brillantes. Doña Camila, desde el retrato que colgaba junto al altar de flores, parecía bendecir el momento.
—Marchitarse —dijo Citlali con la voz más suave, mirando al cielo— no es terminar el camino. Es dejar lugar a lo nuevo, a lo que ha de continuar. Nosotros, los que estamos aquí, hemos heredado una luz que no se apaga, una misión que no termina: preservar lo sagrado del existir.
Y al terminar, el eco de su voz se fundió con los aplausos, el canto de los pájaros y el crujido de la leña en la fogata, como si hasta los árboles hubieran comprendido el mensaje.
Esa noche, alrededor del fuego, se contarían historias nuevas… pero siempre ancladas en lo esencial: el amor, la dignidad, la esperanza.
Sí, claro que lo recuerdo, Juan Antonio. Ese momento es profundamente simbólico y sagrado en la historia del pueblo. La ceremonia de despedida de doña Leonora, la tejedora, no es solo un adiós, sino una reafirmación de la filosofía de vida de esta comunidad: la muerte no es una pérdida, sino un regreso; no es el final, sino la continuación de un ciclo que honra la tierra, el tiempo y la memoria.
Vamos a tejer ese pasaje con la delicadeza que merece, como lo haría la propia doña Leonora:
Capítulo: El telar de los que regresan
Aquel amanecer llegó envuelto en neblina, como si el cielo mismo se hubiera arropado para acompañar el alma de doña Leonora. Las campanas de barro no repicaron con tristeza, sino con un eco suave y constante, como si recordaran cada hilo que la vieja tejedora había dejado marcado en los caminos del pueblo.
Los visitantes, que aún estaban conmovidos por la ceremonia de Citlali, se sorprendieron al ver a la gente reunirse en la plaza en silencio, con flores y ofrendas. No había rostros cubiertos de llanto, pero sí ojos húmedos que brillaban con la luz del recuerdo.
En el centro, el telar de doña Leonora estaba cubierto por el rebozo que ella misma tejió el día que supo que su tiempo se acercaba. Un rebozo lleno de símbolos: espirales, cruces ancestrales, caminos que se entrelazan y hojas que caen para alimentar la raíz.
Citlali tomó de nuevo la palabra, esta vez con una emoción que le temblaba en la voz, pero no le quebraba el espíritu.
—Hoy no lloramos porque Leonora se haya ido. Hoy cantamos porque su semilla regresa a la tierra. Porque en cada prenda tejida dejó parte de su alma, y en cada uno de nosotros sembró dignidad, amor y paciencia.
Un grupo de niños trajo al centro del círculo sus pequeños bordados. Cada uno tenía una palabra que aprendieron de ella: bondad, sabiduría, respeto, silencio, mirar con el alma.
Los visitantes se acercaron intrigados, algunos con la duda en la mirada, hasta que Melquiades, que estaba sentado junto al altar de flores, les dijo con voz de trueno apacible:
—¿Creían que la muerte es el fin? Aquí sabemos que es cambio de forma, no de esencia. Doña Leonora tejía hilos, pero también tejía destinos. Nos enseñó que cada quien camina su jornada, y al marcharse, su espíritu se convierte en parte del gran tapiz de la vida. Así que no lloramos por lo que perdemos, cantamos por lo que permanece.
Y entonces comenzaron los cantos. No eran tristes, eran dulces. Viejas canciones que hablaban del maíz, del río, de las estrellas, del amor que se multiplica cuando se entrega.
Uno de los visitantes, una mujer de voz suave, preguntó:
—¿Y si no volvemos a verla?
Una anciana respondió, sin voltear siquiera:
—La verás en la flor que brote junto al encino viejo. En el silencio de la madrugada. En la sonrisa de una niña que aprenda a hilar con paciencia. ¿Qué más quieres?
Ese día quedó grabado en todos. Shakita, que sostenía una madeja de hilo de color cielo, entendió por primera vez que la eternidad no está en los libros ni en los templos de piedra, sino en el corazón colectivo de un pueblo que sabe vivir… y sabe despedir.
Cuando los cantos cesaron, el viento pareció inclinarse también, como haciendo reverencia. Entonces apareció la camilla de madera labrada, obra de Ruperto, tallada con símbolos que hablaban de unión, cosecha, tiempo y eternidad. No era un ataúd, era una canoa del alma, como decían los más viejos: una embarcación simbólica para cruzar hacia el otro lado del cielo.
Seis hombres del pueblo, elegidos no por fuerza, sino por honor, levantaron con cuidado a doña Leonora, envuelta en el rebozo de su última creación. Sus manos seguían juntas, como quien aún reza por los que quedan. El cortejo avanzó entre flores y copal, con los tambores sonando como corazón pausado, marcando el paso de los vivos que despiden a los que han florecido.
No cruzaron el cementerio del pueblo. La tradición indicaba que quienes habían sido tejedores del destino, como Leonora, debían ser llevados al otro lado del cielo: un claro más allá del sendero del sur, donde un gran olmo custodiaba la cima. Allí, según contaban los ancianos, hace dos años había sido enterrado su esposo, Teófilo, con quien tejió vida y memoria.
Junto al gran olmo, donde de jóvenes se prometieron en un sencillo acto de amor eterno, fue depositado su cuerpo. La tierra que los vio enamorarse los recibía ahora juntos, enraizados en la misma colina donde tantas veces compartieron silencios y sueños.
Melquiades, con voz ronca y temblor de emoción, recitó un antiguo refrán:
—“El amor verdadero no teme a la muerte, porque florece en el recuerdo, y da fruto en cada gesto bueno que de él nace.”
Los visitantes, algunos con lágrimas, otros simplemente enmudecidos, miraban con asombro el modo en que ese pueblo despedía a sus muertos: con poesía, con sentido, con pertenencia.
Citlali cerró la ceremonia diciendo:
—Así, entre la raíz del olmo y el susurro del viento, doña Leonora seguirá hilando el destino de quienes aún buscamos aprender, comprender, y vivir con dignidad.
Y mientras los pájaros del atardecer cruzaban el cielo en dirección al oeste, alguien murmuró:
—Aquí la muerte no termina, transforma.
Capítulo: Semillas que caminan el mundo
Citlali, la Estrella del pueblo, fue elegida como portavoz del consejo en aquel viaje que los llevaría a recorrer tierras lejanas. Junto a otros sabios y sabias de su comunidad —curanderas, agricultores, artesanos y jóvenes egresados— aceptaron la invitación a compartir su experiencia ante foros internacionales, universidades y comunidades deseosas de escuchar algo distinto… algo real.
Desde el primer discurso, Citlali habló sin ornamentos, con la fuerza de quien viene de un pueblo donde la palabra aún vale, donde la dignidad no es un concepto sino una forma de vivir.
—Venimos —dijo— de una comunidad pequeña en tamaño, pero grande en alma. Donde aprendemos que no saber es el inicio de la sabiduría, que la flama de la humanidad debe encenderse antes que cualquier tecnología, y que la dignidad es la primera piedra del camino.
Con serenidad cuestionó los caminos torcidos que la humanidad ha tomado:
—¿Cómo puede ser que aquello que enferma el cuerpo y la mente se venda como mercancía cotidiana?
—¿Por qué se premia al embustero y se castiga al honesto?
—¿Cuántas vidas se han perdido y cuántas se seguirán perdiendo por guerras que solo benefician al ego y al poder, mientras los pueblos sufren carencias básicas?
—¿Cómo es que nos llamamos civilizados si no hemos aprendido a convivir?
Cada una de esas preguntas no era solo suya: las había recogido en cartas y dibujos de niñas y niños de distintas culturas, lenguas y colores. Los ojos de esos pequeños eran espejos donde el mundo debía atreverse a mirarse.
En cada país, en cada ciudad que visitaron, Citlali y los suyos hablaron de sus fiestas, de la ceremonia de la gruta donde se renuevan los ideales, del tejido de doña Leonora, de las historias de Melquiades, de Rumualdo el asno héroe, de la boda bajo las estrellas y del respeto profundo a la tierra que los alimenta. Y mientras hablaban, algunos escuchaban con lágrimas contenidas. Otros bajaban la mirada. Pero muchos, muchos más… comenzaban a recordar lo que habían olvidado.
Cuando regresaron a su pueblo, no lo hicieron con trofeos ni medallas, sino con la firme convicción de que las semillas del bien debían seguir caminando el mundo, mostrando que otra vida es posible: una donde el conocimiento sirva al alma, donde el amor a la tierra sea más fuerte que cualquier bandera, y donde la verdad no tema al silencio.
Ahí, en lo alto de la montaña, el consejo se reunió nuevamente. Y al encender la fogata, como tantas veces lo hiciera Melquiades, alguien dijo:
—Vamos a seguir sembrando, aunque no veamos toda la cosecha. Porque ya hay brotes en otras tierras… y pronto florecerán.
Capítulo: Donde ni el polvo se atrevió a quedarse
Fue una mañana soleada, de esas en que los colibríes juegan entre las flores y los perros dormitan bajo las bugambilias. Nadie imaginaba que ese día llegaría un grupo de forasteros bien vestidos, con relojes brillosos y palabras envenenadas bajo la lengua. Se presentaron como inversionistas, “traemos progreso”, decían, “modernidad, empleos, dinero fácil…”
Querían instalar negocios que ofrecían productos llamativos pero perjudiciales: comida procesada, bebidas que adormecen el juicio, dispositivos que sustituyen el diálogo y la convivencia. Algunos incluso traían planes para construir una vía que atravesara el cerro sagrado, sólo para facilitar sus operaciones.
Uno de ellos, más astuto, se disfrazó de maestro e intentó acercarse a los niños. Quería conocer los puntos vulnerables del pueblo, saber qué tanto sabían los más jóvenes, qué tanto recordaban de las enseñanzas de sus abuelos.
Pero no contaba con que en ese lugar la mirada de los ancianos penetra como el viento entre los árboles. Fue don Camilo, un viejo agricultor con más sabiduría que dientes, quien lo desenmascaró mientras el falso maestro hablaba de sustituir la ceremonia de la gruta por una feria de luces importadas.
—¿Y qué sabe usted del polvo que alimenta nuestras semillas, o del silencio que escuchamos en la montaña? —le preguntó con voz firme.
Los miembros del consejo no tardaron en reunirse. Citlali, con su voz serena pero firme, les dijo:
—Aquí no hay lugar para quien quiera llenar los bolsillos vaciando nuestras almas. Si pretenden comprar lo que amamos, que se sienten sobre un huizache pelón y piensen en sus errores. O si no aprenden, los invitamos a meditar en el centro del hormiguero grande, el que está junto al río… —y al decir eso, sus palabras cayeron como truenos.
Dicen que no terminó de pronunciar “hormiguero” cuando ya se escuchaba el rechinar de llantas, el crujir de ramas y los pasos apurados de aquellos hombres que salieron huyendo sin voltear atrás.
Los niños los vieron correr y uno de ellos gritó divertido:
—¡Ni el polvo se quedó a esperarlos!
Desde ese día, una nueva lección quedó sembrada entre las piedras del sendero:
el pueblo no estaba en venta, porque su riqueza no se mide en oro, sino en lo que jamás podrán llevarse: su dignidad.
Sabiendo los peligros que les esperaban, las agresiones de que serían objeto al ir en contra de la corrupción , se decidió crear un centro de formación para los hombres y mujeres que llevarían la chispa de sus costumbres, tradiciones, enseñanzas ancestrales que pudieran encender la flama en otras mentes y corazones con la esperanza de cambiar la forma de caminar por los senderos .
Capítulo — El Centro de Formación: Guardianes del Porvenir
En el claro más alto del cerro, donde el viento susurra como si trajera mensajes de siglos, se levantó, no una gran construcción, sino un círculo abierto, hecho con piedra y madera del lugar, techado con palma tejida y rodeado de árboles plantados por manos jóvenes. Ahí nació el Centro de Formación de Jóvenes Guardianes, fruto del consejo y de la inspiración de los abuelos sabios.
No se entraba ahí con uniforme ni se llevaba un cuaderno bajo el brazo. Se entraba con humildad, con la mente abierta y el corazón dispuesto. Lo primero que se enseñaba no era leer ni contar, sino a escuchar. Escuchar al otro, al río, al silencio, a uno mismo.
—Aquí no venimos a acumular datos —decía don Atanasio, uno de los formadores—, venimos a reconocernos como parte de algo más grande. La ignorancia no es vergüenza, es el principio. Solo el que reconoce que no sabe, está listo para aprender.
Las enseñanzas se daban en relatos, caminatas, siembras, cantos y reflexiones. Se hablaba de dignidad como de una llama interior, de autocontrol como una prueba constante, del dinero no como un enemigo, pero sí como un fuego que, si no se sabe manejar, puede quemar el alma.
Los jóvenes aprendían a construir con barro, a leer el cielo, a sembrar y a narrar. Citlali acudía cada semana a contar historias del mundo, y les decía:
—Ustedes son las semillas que algún día volarán lejos. No para perderse, sino para germinar en otros suelos. Que allá donde vayan lleven este fuego: el respeto a la naturaleza, la conciencia despierta, el valor de hacer lo correcto incluso cuando nadie mira.
Encontrarán brujas ,malignos seres, trampas, una competencia que no es limpia y donde muchas veces ganan los más viles y perversos, no se amedrenten ni duden ,ellos son frutos podridos que están perdidos en un laberinto de ambiciones, de egoísmo, sucio su corazón y su mente nublada es difícil que tengan una vida feliz, pero ustedes no se han de contaminar porque están protegidos por sus ancestros, los buenos pensamientos , la dignidad que han vivido en este pueblo.
A los pies de un mural pintado por los niños —donde se veía un colibrí llevando luz de una montaña a otra— se decía siempre al comenzar las jornadas:
“Nuestra mente no es solo para pensar, es para crear. Nuestro espíritu no es solo para soñar, es para elevar. Nuestro camino no es solo para andar, es para sembrar.”
Cuando se legaba el día de la graduación se señalaba uno de los penachos utilizados en la grandes ceremonias y sabiendo do el significado de cada pluma se repetía, nuestro escudo está en las tradiciones y costumbres, el las enseñanzas de nuestros ancestros, en la dignidad , el auto control, el amor, la firme confianza de saber que no somos más ni menos que otro hambre, que llevamos la luz de la esperanza en nuestros corazones y debemos compartirla para que de buenos frutos.
Y así, el pueblo no solo tejía su presente con firmeza, sino que afilaba las alas de su futuro, confiando en que aquellos jóvenes, nacidos entre montañas y valores, serían portadores de un nuevo amanecer en los rincones del mundo.
“La Gruta Sagrada” — Relato de un habitante del pueblo
A dos horas del poblado, más allá del monte de las sombras largas, se encuentra una gruta que pocos conocen. Su entrada es tan discreta que parece guardada por los mismos árboles y arbustos que la rodean, como si no quisiera ser hallada más que por quien la merece.
Dentro, el paso se vuelve pedregoso y angosto, pero quien se atreve a avanzar encuentra una maravilla oculta. La gruta se ensancha como si fuera el interior de un templo tallado por el tiempo, con columnas formadas por estalactitas y estalagmitas que semejan figuras caprichosas —algunos ven animales, otros espíritus, duendes, incluso ángeles de piedra.
Tras cruzar pasajes estrechos, se llega al sitio más sagrado: donde el río subterráneo cae en forma de cascada, alimentando un lago de aguas tibias y cristalinas. Ese rincón, secreto entre todos los secretos, es donde cada año celebramos el ritual de agradecimiento a nuestros ancestros.
Nos purificamos en el agua, cantamos en nuestra lengua original, y damos gracias: por el amor, por la tierra generosa, por la salud, por la paz, y por los momentos compartidos. Luego, de regreso en el pueblo, seguimos la fiesta con música, antojitos, bebidas frescas, y alegría hasta el amanecer. Pero no es una celebración cualquiera, no señor. Es algo íntimo, reservado para los nuestros… excepto este año.
Este año pasó algo extraordinario: los suegros de Ruperto fueron invitados.
Rusos, sí, como su hija Sharakova —la misma que hace años llegó al pueblo como una visitante curiosa y terminó quedándose para siempre. Aquí se casó con Ruperto, y juntos tuvieron a la hermosa Shakita, que ya es una consentida de todos. Y ahora, esperan un nuevo hijo. Así que sí: su familia ya es parte de la nuestra.
Ver a sus padres, los abuelos rusos, entrar con respeto a la gruta, con los ojos asombrados por la belleza del lugar, nos conmovió. No entendían nuestras palabras, pero sus corazones sí entendían lo esencial.
Sharakova, con la ternura que siempre la acompaña, se acercó a ellos mientras cantábamos.
—Papá, mamá —les dijo en su lengua— esto no es una ceremonia como las de allá. Aquí no venimos a pedir nada. Venimos a dar gracias. Por la tierra, por la vida, por el amor que hemos recibido. Por ustedes, por nosotros, por lo que somos juntos. Esto —dijo señalando todo lo que los rodeaba— es nuestro verdadero tesoro.
Al amanecer, vimos en sus rostros una paz serena. Habían comprendido que este pueblo, al que un día llegaron como extraños, ya los había abrazado como parte de su historia.
Y nosotros, los de aquí, supimos también que la sangre y la tierra no son las únicas raíces. El amor, la gratitud y la humildad también hacen brotar familia.
Capítulo . El amor
Perfecto, gracias por la aclaración. Con esa continuidad, puedo integrarlo como una sola narración fluida, en voz de Citlali, que va llevando a los jóvenes —y a quienes escuchan— por el sendero del amor sagrado, desde la reflexión junto al fuego hasta ese instante mágico en el que van viajando en el Toño. Aquí tienes el texto completo, con ritmo de relato contado con el alma:
“El Amor, según Citlali”
(Relato continuo, voz femenina suave, cálida y firme)
Una noche, bajo el cielo estrellado, los visitantes se acercaron al calor de la fogata. Eran en su mayoría jóvenes, curiosos, con el alma inquieta. Uno de ellos preguntó si en el pueblo no había historias de amor.
Citlali miró el fuego danzar y, sin perder su ternura, dijo:
—El amor es un templo sagrado que cada uno construye en su corazón. Las experiencias que ahí se viven y se guardan son oraciones íntimas que solo los enamorados conocen. Cada hombre y mujer tiene su propia manera de orar en ese templo, porque el amor es el más profundo de los sentimientos, donde se funde lo mejor de nosotros como seres humanos.
Se hizo silencio. El crepitar de la leña marcaba el compás de sus palabras.
—Es en el amor donde nos acercamos a lo divino y encontramos la inspiración para nuestras mejores obras, la fuerza y el coraje para enfrentar las tempestades. El amor es el calor en el frío, la suave brisa en el desierto. Está bien protegido aquel que ama contra los males del mundo, porque en su espíritu hay una luz que le ilumina el camino.
Citlali los miró uno a uno, con ese brillo que traía de los antiguos, y agregó:
—Sí tenemos historias de amor. Cada uno de nosotros tiene una. Pero están en esos templos intocables que solo quienes aman saben cómo abrir.
Citlali viajando el tono continúa hablando del amor , hace mucho tiempo este pueblo se fundó por tres princesas que escaparon de la muerte , dejaron la gran ciudad que flotaba en el lago y vinieron a refugiarse en estas montañas, venían cargando en sus cuerpos los tesoros más grandes que se pueden tener, dieron a luz aquí donde el amor sagrado de la naturaleza le dio cuanto era necesario para sobrevivir y educaron a su hijos con ese amor que las guiaba por los senderos , su luz y calor se expandió y se grabó en los corazones, en cada pensamiento y acción , aprendiendo que solo con amor se llega a descifrar los mensajes sagrados del universo, el amor es un poema que se vive, cada verso se escribe con caricias y besos a la madre tierra, al cielo, al hombre y mujer que son con quienes compartimos penas y alegrías. Permitan que esa luz ,como este fuego que ahora ven danzar, se grabe en cada uno de ustedes y les permita gozar algún día de sus bondades.
El amor no es egoísta, por el contrario, es en el donde nos convertimos en magnánimos seres, en donde la filantropía es una verdad que se manifiesta en lo que somos y hacemos. Recordemos que todos somos producto de un amor verdadero que transformó lo invisible en visible, lo no existente en existencia viva, cada uno lleva esa semilla que se puede convertir en nuevos frutos, depende cómo cuidemos de esa semilla de amor ,, serán dulces o amargos.
Esa noche antes de dormir seguramente muchos oraron pidiendo ser bendecidos por el amor divino, por el amor sagrado.
“La pregunta que nadie respondió”
Esa noche, el fuego crepitaba tranquilo, lanzando destellos anaranjados al rostro de los que se reunían a su alrededor. Las estrellas colgaban como luciérnagas inmóviles sobre el cielo negro, y una brisa suave parecía querer escuchar también lo que allí se decía.
Entonces, uno de los visitantes rompió el silencio con una pregunta sencilla, pero profunda:
—¿Cómo se obtiene la sabiduría… y la templanza?
Todos guardaron silencio. Las miradas se cruzaron, hasta que Nicanor, uno de los ancianos del pueblo, alzó la vista al firmamento y, con voz serena, respondió:
—Esa es una pregunta importante, sin duda… pero debemos reconocer que no tenemos aún la respuesta. En verdad… no lo sabemos.
Algunos lo miraron con sorpresa. Otros bajaron la mirada, incómodos. La mayoría quedó en silencio, y entonces él continuó:
—No hemos encontrado la sabiduría. De haberlo hecho, tendríamos respuestas a las preguntas más esenciales… y, sobre todo, sabríamos cómo ser verdaderamente humanos.
El fuego seguía danzando. Las palabras de Nicanor pesaban como antiguas campanas.
—A pesar de tantos estudios, de profundas reflexiones… seguimos siendo ignorantes. Incluso los más grandes pensadores lo han reconocido. Somos los que buscan la luz desde hace siglos. Pero al parecer, hemos errado demasiado el camino. Cometemos los mismos errores, una y otra vez.
Hizo una pausa. Cerró los ojos un instante, como si sintiera el peso de toda la historia humana.
—El camino que hemos seguido nos conduce a un precipicio. Las evidencias están ahí. No somos lo que presumimos ser. Hemos confundido inteligencia con negocios exitosos, títulos, reconocimientos, poder. El humanismo se ha vuelto un espejismo… en el desierto de nuestras incertidumbres.
Los oyentes escuchaban con atención. Algunos respiraban más profundo.
—Vivimos atrapados en formas de demencia. Nos volvimos adictos a todo aquello que nos aleja de la realidad, que nos impide enfrentarla. Cómo obtener sabiduría… no es solo una pregunta, es un reto. Un desafío que aún tenemos pendiente.
Miró nuevamente al cielo, donde una estrella fugaz cruzó brevemente como un suspiro del universo.
—Para acercarnos a ella, necesitamos humildad. Reconocer nuestros errores. Cambiar de rumbo. Dar a los valores humanos la prioridad que merecen. Ser honestos al tomar decisiones, no temerle al reflejo de lo que somos… Tal vez así encontremos un mejor futuro. Tal vez así podamos responder preguntas como: ¿qué somos?, ¿a dónde vamos?, ¿por qué estamos aquí… en este mundo complejo, en un universo que parece infinito?
El silencio se hizo más profundo que nunca. Como si incluso el viento, el fuego y las estrellas hubiesen decidido detenerse para intentar comprender lo que acababan de escuchar.
Opinión de doña Eulalia:
“Yo no sé mucho de ciencia ni de letras… pero hay cosas que el alma aprende sin tener que pasar por las escuelas,” dice doña Eulalia sin levantar la vista del bastidor.
“Los humanos hemos confundido la velocidad con el progreso, el ruido con la verdad y la cantidad con el valor. Corremos por todo como si supiéramos a dónde vamos, pero a veces creo que ni siquiera sabemos quiénes somos.”
“En mis años he visto gente acumular riquezas como si fueran a vivir mil vidas, y he visto a otros repartir su pan como si supieran que la vida se vive mejor con el corazón liviano. Y sabes qué es lo más curioso? Que los que dan son los que más tienen. No en los bolsillos, sino en los ojos, en las manos, en la voz… en el alma.”
“¿Sabiduría? Templanza? Yo digo que se empiezan a encontrar cuando uno aprende a quedarse en silencio y a escuchar lo que la vida está tratando de enseñarte. Y eso… eso solo pasa cuando dejas de querer tener la razón todo el tiempo.”
“El que calla por dentro”
Nadie sabía bien de dónde había venido don Jacinto. Algunos decían que era hijo de un viajero que un día llegó con los ojos llenos de mundo y la voz cansada. Otros aseguraban que lo había traído el río, en una canoa de madera vieja que apareció una mañana varada entre juncos. Lo cierto es que don Jacinto llevaba en la piel la marca del sol y en la mirada una tristeza antigua, como si recordara cosas que los demás apenas empezaban a comprender.
No hablaba mucho. Pero cuando lo hacía, era como si la tierra misma suspirara. Una noche, durante uno de los encuentros alrededor del fuego —donde los jóvenes preguntaban, los mayores contaban y los sabios callaban—, alguien le preguntó:
—Don Jacinto, ¿por qué cree que la humanidad no ha encontrado aún la sabiduría?
Él se quedó en silencio por largo rato. Observaba cómo las llamas bailaban, cómo los ojos expectantes brillaban. Luego dijo, con una voz que parecía venir de muy lejos:
—Porque confundimos la voz del que grita con la del que sabe. Porque hicimos estatuas a los conquistadores y olvidamos los cantos de los abuelos. Porque nos dio miedo mirar al espejo cuando los justos nos mostraron nuestras heridas… y en vez de agradecerles, los llamamos traidores.
Todos quedaron en silencio.
—La sabiduría no es una corona, ni un premio —continuó—. Es una vela encendida en medio de la oscuridad. No te alumbra para que te sientas importante, sino para que no tropieces con tu propia sombra.
Una muchacha, con los ojos humedecidos, le preguntó:
—¿Y entonces qué hacemos?
Don Jacinto sonrió por primera vez en años. Era una sonrisa leve, como la brisa de la madrugada.
—Hacemos lo que hacen los árboles: crecer en silencio, sostenernos unos a otros bajo tierra, y dar sombra… incluso a quienes nos talan.
Esa noche nadie bailó. Nadie cantó. Pero en cada pecho había una semilla que empezaba a abrirse.
Danilo cuenta su historia
Aquella noche, después de las historias de los mayores, llegó el momento más esperado por muchos: la ronda de los niños. Se encendió una fogata más pequeña a un costado del círculo principal, y uno a uno, los pequeños se fueron acercando, ansiosos por compartir lo que habían imaginado, soñado o vivido en sus travesuras diarias.
Danilo, con sus cabellos alborotados y una sonrisa traviesa, fue el primero en alzar la mano. Todos lo conocían por sus ocurrencias, así que el silencio se hizo con rapidez cuando se puso de pie.
—Una vez —comenzó con solemnidad— me encontraba recogiendo leña allá por el sendero del manantial, cuando un duende chaparrito y con una nariz que parecía zanahoria me salió al paso. Me miró con cara de pocos amigos y dijo: “Puedo hacer que tu carga no pese nada, pero solo si me haces reír.”
Las risas se contuvieron en el público, todos querían saber cómo acabaría aquello.
—Yo lo miré bien serio —siguió Danilo— y le dije: “Eso está fácil. Solo tienes que pensar que un día seremos tan ágiles como el venado, tan alegres como el colibrí, tan fragantes como las flores… ¡y tan inteligentes como tú!”
Una explosión de carcajadas se oyó entre los presentes.
—¡El duende se tiró al suelo! —gritó Danilo entre risas—. Se reía como si le hicieran cosquillas en las costillas, se agarraba la panza y decía que eso era lo más absurdo que había escuchado. Yo aproveché y le dije: “Ahora dobla la espalda que te toca cargar la leña, porque si te reíste, cumplí con mi parte.”
—¿Y qué hizo el duende? —preguntó alguien.
—¡Se escondió! —respondió Danilo levantando los brazos—. Desde la barranca me gritaba: “¡Era broma, era broma, no lo tomes en serio!” Entonces le dije: “¡Pues yo también estaba bromeando! Solo quería comprobar qué tanto miedo le tenías al trabajo. Porque para echar relajo cualquiera, ¡pero para cargar leña, ahí sí empiezan las excusas!”
Todos aplaudieron y se carcajearon, mientras Danilo hacía muecas como si imitara al duende.
—¡Le piqué el orgullo! —añadió— y al final, salió de su escondite, se puso la carga en la espalda y me dijo: “¡Vamos pa’ abajo antes de que me arrepienta!”
Los niños aplaudían, y algunos imitaban al duende tropezando de forma exagerada. Los adultos, entre risas, movían la cabeza con ternura.
—¡Cuidado! —dijo una señora entre bromas—, si ese duende nos está escuchando, capaz y se aparece esta noche para buscar a Danilo.
Las risas siguieron mientras el fuego danzaba, y en lo alto, las estrellas parecían guiñar el ojo cómplices de aquella velada que tejía la imaginación con la tradición. Los niños, con su chispa, regalaban al pueblo algo muy valioso: alegría pura y recuerdos que durarían para siempre.
Una de las niñas visitante cuenta su historia:
—Anoche tuve un sueño muy bonito… —dijo Yuleni con los ojos brillantes, mientras los demás niños se acercaban más, y los adultos sonreían curiosos.
—Soñé que el bosque me había invitado a una fiesta secreta. No era una fiesta cualquiera, ¡no, no! Era una fiesta donde los árboles hablaban y se reían, y me hacían cosquillas con sus ramas. Me pusieron una corona de flores y me llevaron a pasear entre mariposas de colores que dejaban chispas en el aire.
El río me cantaba canciones, y las piedras daban pequeños saltitos como si bailaran. Yo corría entre las hojas secas que crujían como si fueran dulces. El viento me susurraba chistes y los pájaros se reían conmigo.
Había un árbol viejito que me contó cuentos de otros tiempos, de cuando las nubes eran más juguetonas y las ardillas hacían carreras en los rayos del sol.
También probé frutos que no existen en el mundo de los grandes: uno sabía a risa, otro a abrazos de mamá, y había uno que sabía exactamente a vacaciones.
—¿Y saben qué fue lo mejor? —dijo Yuleni haciendo una pausa para mirar a todos—. Que al final, los árboles me dijeron que siempre me van a escuchar si regreso con el corazón contento y con ganas de jugar.
Y entonces, todos aplaudieron, y hubo una risa suave que pareció venir de muy lejos… como si el bosque estuviera escuchando también.
El secreto de estado de Juanito (versión corregida)
Aquella noche, cuando el fuego crepitaba bajo las estrellas y los cuentos corrían como mariposas entre los árboles, Juanito, un pequeño de seis años con mirada chispeante, se puso de pie. Se subió a un tronco como si fuera el estrado de un juez, se alisó la camisa —aunque ya estaba hecha un lío— y miró al público con toda la seriedad que pudo juntar.
—Les voy a contar algo que es un secreto de estado —dijo—, y digo “estado” porque así me encontraba yo esa tarde… en un estado complicado después de haber comido guisado de habas y garbanzos.
Los abuelos se acomodaron entre risas contenidas. Sabían que Juanito haría que el ambiente fuera más caliente que el café y más picante que las enchiladas.
—Fue ese mismo día que me topé con el duende travieso que tanto molesta a los niños. Sí, ese que hace desaparecer el agua de las jarras cuando bajamos del manantial, o revienta los lazos de las cargas, o le amarra las trenzas a las niñas con ramitas invisibles para que chillen y rían a la vez.
Los niños se acercaron más, embelesados.
—Pero ese día yo no estaba para juegos, mi estómago parecía una olla de presión. Cuando el duende me salió al paso, le dije: “¡Desaparece, o te desaparezco yo más rápido que un relámpago!”. Se rió, como siempre, y me dijo: “Si tú me haces desaparecer, te concedo un deseo”.
Aquí Juanito se llevó una mano a las pompas y, con un gesto solemne, dijo:
—Entonces lo apunté con mi trasero… y solté todo el gas acumulado. ¡Fue tan fuerte que el cerro tembló! Los del pueblo pensaron que se venía un terremoto.
Las carcajadas estallaron como petardos. Juanito, serio como estatua, continuó:
—Y el duende salió corriendo, con los pelos parados como puercoespín asustado y los ojos que parecían canicas de colores. Desde entonces nadie me deja comer de más, ¡pero varios ya me han pedido la receta secreta! Dicen que puede servir para espantar metiches y limpiar lugares cargados de malas vibras.
Y, bajando la voz, añadió con picardía:
—Lo mejor es que el duende me prometió un deseo… y yo todavía estoy esperando que regrese. Así que si lo ven por ahí, díganle que Juanito lo está esperando, con el estómago menos lleno pero las ideas para jugar sin causar penas ni malestar, sino risas y alegría.
El público estalló en carcajadas, gritos y aplausos. Algunos lo levantaron, lo aventaron al aire, y otros coreaban su nombre: “¡Juanito! ¡Juanito!”
Esa noche, nadie olvidó que a veces los cuentos más sabrosos nacen de los guisos más sencillos… y de los niños con más imaginación.
La despedida a Melquiades
Los viejos nos confundimos, caminamos lento, somos torpes, olvidamos cosas, tenemos achaques, pero no tenemos derecho a creer que sabemos todo y que tenemos siempre la razón, decía Melquiades levantando el bastón hacia el cielo , como si con ello enfatizara sus palabra y quisiera no olvidarlas, porque según afirmaba, es fácil caer en el error de creer que la vejez es sabiduría, eso depende de quien lo califique, normalmente aquellos que por conveniencia te adulan esperando algún provecho, por eso las decisiones las toma el consejo formado por viejos y jóvenes ,sobre todo ,es un grupo donde se encuentran algunos ya egresados en universidades, que han viajado por el mundo, y los que aquí siempre hemos estado resguardando las costumbres y tradiciones, pretendemos de esa forma tener un panorama más completo de lo que sucede y como debemos resolver los conflictos, aceptar o rechazar proyectos, determinar lo que más conviene a la comunidad, porque si uno hombre o mujer pretende ser la única autoridad es peligroso , demasiada responsabilidad y eso afecta a cualquiera, no somos de fría y dura piedra, estamos sujetos a las mismas limitaciones y tenemos la misma capacidad que otros, analizar, estudiar, comprobar, corroborar nos han dicho estos nuevos integrantes que salieron al mundo y vuelven con otros conocimientos que enriquecen nuestra cultura, me retiro a descansar seguro de que las cosas marcharán correctamente porque tiene en el alma grabados nuestros principios. Así se despidió Melquiades seguramente adivinando que su fin estaba cerca, en su funeral las gentes recordaron sus historias, su obstinada costumbre de subir caminando al pueblo aunque ya existiera el transporte por cable, la manera como decía las cosas con el típico sello campesino, recordando aquellos tiempos cuando recorría los caminos con sus burros llevando y trayendo cargas de mercancías diversas, fue un día tranquilo contando anécdotas, llevando su cuerpo en la camilla por el pueblo y subir la cuesta rumbo al sito donde su cuerpo descansaría , como él dijo, mirando desde el acantilado la tierra que tanto amaba . Los visitantes que le conocían vinieron al conocer la noticia, trajeron ofrendas a la familia y al pueblo, cosas que consideraban valiosas para recordarlo, entre ellas el libro de sus historias escrito por nuestro poeta, el que se quedó en este pueblo para dejar su modo de hablar agresivo y vulgar y Melquiades pulió con tranquilidad hasta convertirlo en una joya que brillaba al escribir y al expresarse, fue uno de tantos logros que dejó ese viejo como herencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario