“El Secreto de Fanny y la Mariposa de Campanilla”
Una mañana tibia de primavera, Fanny caminaba por el jardín de su abuela, donde las flores crecían como pequeños soles de colores y los árboles parecían contar historias con sus hojas. De pronto, se detuvo al ver una escena inquietante: una mariposa atrapada en una telaraña.
Sus alas, que alguna vez fueron livianas como suspiros de luz, ahora temblaban desesperadas. Fanny se acercó despacio, con el corazón latiendo como tambor. Con mucho cuidado, usando una ramita, deshizo la trampa sin dañar a la mariposa.
La mariposa cayó suavemente sobre una hoja. Estaba exhausta, pero viva.
Entonces, algo mágico ocurrió.
—Gracias por salvarme de la muerte —dijo la mariposa con una voz tan delicada que parecía venir de una campanilla lejana.
Fanny dio un paso atrás, sorprendida.
—¡Hablas!
—Claro que hablo. Pero solo me oyen los que actúan con bondad sin esperar nada a cambio. Por eso tú me oíste.
La mariposa agitó ligeramente sus alas, y un polvillo brillante flotó en el aire como si la magia hubiera despertado.
—Te concederé un deseo —continuó—. Pero debe ser algo bueno para ti o para otros. Nada egoísta, nada que hiera, nada que dañe.
Fanny pensó en un cofre lleno de tesoros, con monedas de oro, collares y joyas.
—Eso no —dijo la mariposa antes de que ella abriera la boca—. Eso atraería la ambición de otros. Las envidias. Y eso termina en tristeza.
Fanny bajó la mirada. Tenía razón.
—Entonces… debo pensarlo bien. Pedir un deseo no es tan fácil como parece.
—Justamente —asintió la mariposa—. Por eso los sabios meditan antes de actuar, y reflexionan con un poquito más de cordura.
La mariposa soltó una risita como un tintinear de hojas al viento. Luego, más ligera, voló alrededor de Fanny una vez, dos veces, tres. Sus alas ya brillaban con fuerza.
—Vendré cada mañana —prometió—. Y cuando tu deseo esté listo, lo sabré. Recuerda: debe ser algo que haga florecer tu corazón o el de otros.
Y se fue danzando por el aire.
Fanny se quedó sentada bajo el limonero, pensativa. Miró sus manos, las flores, los bichitos que corrían por la tierra. El mundo parecía igual, pero ya no lo era.
Desde aquel día, cada mañana, Fanny despertaba temprano, iba al jardín y esperaba a la mariposa. Y mientras tanto, sin decirle a nadie su secreto, empezó a observar el mundo con ojos nuevos.
Visitaba al señor Benito, el vecino que vivía solo, y lo escuchaba contar historias de cuando era joven. Ayudaba a su hermanito menor a entender los libros que aún no sabía leer. Abrazaba a su abuela un poco más largo. Y preguntaba, con voz curiosa y sin revelar su motivo:
—¿Si pudieras cambiar una sola cosa en el mundo, qué sería?
Las respuestas eran variadas: que nadie tuviera hambre, que todos se sintieran queridos, que el planeta estuviera sano, que no existiera la guerra.
Cada deseo que escuchaba era como una semilla que Fanny guardaba en su corazón.
Para llegar a conocer cuál fue el deseo de Fanny tendremos que recorrer el sendero de las historias fantásticas que la mariposa le fue narrando, es un caminar por el universo de aventuras ,de relatos donde ella aprenderá muchas cosas interesantes.
Los cuentos de la mariposa sabia
Primera historia: Tomás y el reloj del tiempo
Aquella mañana, Fanny llegó al jardín más temprano que nunca. Se sentó sobre la piedra redonda, esperando. El rocío aún brillaba en las hojas cuando la mariposa apareció, ligera como el aliento de un suspiro.
—Buenos días, Fanny —dijo con voz de campanilla—. ¿Ya pensaste tu deseo?
Fanny negó con la cabeza, pensativa.
—No es fácil elegir, ¿verdad?
—No —respondió ella—. ¿Y si lo que deseo termina haciendo daño?
La mariposa se posó suavemente sobre una flor y dijo:
—Te contaré una historia… la historia de Tomás, un niño que pidió retroceder en el tiempo para corregir un error.
Y entonces, mientras el sol se elevaba, su voz envolvió el jardín:
Tomás y el reloj del tiempo
Tomás era un niño de carácter fuerte. Se enojaba con facilidad, gritaba, golpeaba cosas y decía palabras duras. Un día, después de herir con su enojo a uno de sus mejores amigos, se sintió muy mal. Su padre, sabio y sereno, le dio una bolsa llena de clavos y le dijo:
—Cada vez que pierdas el control y hagas daño con tus palabras, clava un clavo en la cerca del patio.
Tomás obedeció. Al principio, la cerca se llenó rápidamente. Pero con el tiempo, fue aprendiendo a respirar, a pensar antes de hablar, a pedir perdón. Hasta que un día no tuvo que clavar ninguno.
Entonces su padre le dijo:
—Ahora, por cada día que logres dominarte, quita un clavo.
Y Tomás lo hizo. Día tras día, la cerca fue quedando limpia. Finalmente, no quedaba ni uno.
—¡Lo logré! —gritó Tomás con orgullo.
Pero su padre lo llevó hasta la cerca y le dijo:
—Mira, hijo. Aunque los clavos ya no están, las marcas siguen ahí.
Tomás bajó la mirada. Comprendió que las palabras y los actos impulsivos dejan huellas que no se borran tan fácilmente.
Esa noche, Tomás se fue a dormir deseando poder volver atrás, cambiar todo, evitar las heridas. Y fue entonces cuando una pequeña luciérnaga se posó en su ventana y le entregó un reloj dorado que brillaba como si tuviera estrellas dentro.
—Este reloj —le dijo— te permitirá retroceder un solo momento en tu vida. Úsalo con sabiduría.
Tomás viajó al día en que dijo aquellas palabras crueles a su amigo. Se detuvo justo antes, pensó, respiró y… no dijo nada. Lo abrazó.
Al regresar al presente, pensó que todo estaría bien, pero notó que aunque su amigo nunca se había alejado, algo en su interior aún se sentía herido. Comprendió que cambiar un solo instante no era suficiente.
Así que dedicó su vida a hacer el bien, a sembrar cariño, paciencia, y comprensión. Día tras día. Y aunque las marcas seguían en la cerca, la vida a su alrededor empezó a florecer. Con el tiempo, su amigo volvió a sonreír como antes, y Tomás descubrió que las heridas sí pueden cerrarse… pero no con magia, sino con tiempo, amor y acciones sinceras.
La mariposa dejó que el silencio se instalara por un momento.
—¿Ves, Fanny? A veces, el deseo más grande es querer reparar el pasado… pero lo mejor es construir un mejor presente.
Fanny sonrió, pensativa. El deseo aún tendría que esperar.
El mantel de los sueños
Aquella mañana, Fanny encontró a la mariposa esperándola entre las ramas de un limonero. Al verla, desplegó sus alas tornasoladas y dijo con voz de brisa suave:
—Hoy te contaré una historia donde el deseo no trajo envidia ni problemas, sino esperanza. Es la historia del mantel que unió a dos corazones separados por la guerra.
Había una vez una joven llamada Elisa, que vivía en un pequeño pueblo donde la vida era tranquila y los sueños florecían en los jardines. Estaba enamorada de Tomás, un joven carpintero con manos firmes y alma dulce. Planeaban casarse en primavera, y ella decidió bordar el mantel que adornaría su mesa de bodas.
Cada flor que bordaba llevaba un deseo, cada hilo un pensamiento feliz. En una esquina, discretamente, bordó sus iniciales entrelazadas: E & T. Mientras bordaba, Elisa murmuraba:
—Deseo que este mantel esté sobre la mesa el día más feliz de mi vida, sin importar cuándo llegue.
Pero antes de que la primavera llegara, la guerra irrumpió con estrépito. Tomás fue llamado al frente y Elisa, con el corazón hecho trizas, tuvo que abandonar su hogar. El mantel, que ella guardó con tanto amor, viajó con ella.
Refugiada en un país lejano, Elisa no tenía nada salvo sus recuerdos. Pronto encontró un templo humilde donde acudía a rezar, a llorar en silencio y a sostener viva la esperanza. Un día, decidió donar el mantel al templo para que decorara el altar. Le parecía justo que algo tan lleno de amor pudiera servir a otros.
Años después, un día gris y lluvioso, Tomás —sobreviviente de mil batallas y con el alma cansada— entró a ese mismo templo en busca de refugio. Caminó hasta el altar, y sus ojos se detuvieron en la tela que lo adornaba.
Conocía cada flor. Cada curva bordada. Y entonces, en una esquina, vio lo imposible: E & T. Su corazón dio un vuelco.
Preguntó por el mantel, por quién lo había llevado. Y fue entonces cuando la vio: ella estaba allí, sentada como cada semana, con los ojos cerrados y las manos unidas en oración. El tiempo no había borrado su rostro, sólo le había añadido la luz de la esperanza.
Tomás caminó hacia ella. Elisa lo miró y, sin palabras, supo que aquel deseo bordado tantos años atrás había cumplido su promesa.
Esa misma noche, con el viejo mantel sobre la mesa de una pequeña cocina, celebraron la cena más importante de sus vidas.
Fanny, al escuchar el relato, suspiró.
—Entonces… el deseo no fue el mantel. Fue el amor que ella puso en él.
—Exactamente —respondió la mariposa, danzando entre las flores—. Cuando un deseo nace del corazón y no del capricho, se convierte en un hilo invisible que une lo que parecía perdido.
—Yo también quiero que mi deseo sea así. Algo que siga brillando… aunque pasen los años.
—Entonces sigue escuchando —dijo la mariposa con una sonrisa—. Hay más historias que podrían ayudarte a decidir.
Otro día llego y la mariposa apareció revoloteando alegremente y dijo posándose en el hombro de Fanny, te contaré otra historia.
“El deseo del Rey Sabio”
Había una vez un rey justo y bondadoso que amaba profundamente a su pueblo. Su mayor anhelo era dejarles un consejo eterno, algo que los acompañara tanto en la alegría como en el dolor, en los tiempos de abundancia y en los momentos de escasez. Algo breve, pero tan poderoso que pudiera caber en el interior de un anillo… y vivir en el corazón de quienes lo leyeran.
Convocó a sus sabios y consejeros, y durante días discutieron y propusieron frases llenas de poesía, antiguas profecías, fórmulas filosóficas… pero ninguna lo convencía del todo.
Un día, mientras recorría sus tierras, el rey se detuvo a beber agua de un pozo en la humilde granja de un campesino. Aquel hombre, curtido por el sol y las estaciones, lo atendió con amabilidad y le ofreció un poco de pan horneado por su esposa.
Mientras comían bajo la sombra de un árbol, el rey le contó su dilema.
—Quiero dejar a mi pueblo una enseñanza que no se marchite con el tiempo —dijo pensativo—. Algo que les sirva cuando estén celebrando, y también cuando sufran. Algo que puedan llevar siempre con ellos.
El campesino asintió con humildad y dijo:
—Majestad, si me permite la osadía… creo que hay una frase simple, pero que encierra una verdad profunda.
El rey lo miró con interés.
—Dímela, por favor.
—Todo pasa —respondió el campesino—. Eso es lo que debería grabar en ese anillo. Porque ni la tormenta más cruel ni el día más radiante son eternos. La tristeza pasará. Y la alegría también. Saberlo nos prepara para resistir y también para valorar.
El rey quedó en silencio. Su mirada se perdió en el horizonte y luego sonrió con gratitud.
Así fue como en cada anillo que mandó forjar, grabaron esas dos palabras: “Todo pasa”.
Y el pueblo, al mirar esa inscripción, encontraba consuelo en la pérdida, esperanza en la incertidumbre y humildad en la victoria.
Porque a veces, el mayor de los reyes necesita detenerse en un pozo y escuchar al más sencillo de los hombres… para descubrir una verdad eterna.
La siguiente historia que cuenta la mariposa empezó de la siguiente manera
El Jardín Encantado
Hubo una vez un hombre sencillo que vivía en una unidad habitacional gris, construida sin cuidado ni ternura. Aquellas viviendas eran pequeñas, iguales unas a otras, y lo único que crecía entre ellas era el polvo y la tristeza. Las promesas de jardines, árboles y juegos para los niños habían sido olvidadas por quienes solo buscaban ganancias, dejando a las familias rodeadas de concreto y soledad.
Pero aquel hombre tenía un deseo. No uno de riquezas ni grandezas, sino uno humilde y poderoso: quería ver florecer un jardín.
“Un solo rincón verde puede cambiar un corazón,” se decía cada mañana mientras con sus propias manos cavaba la tierra dura y abandonada. Plantó unos arbustos, luego unos limones, después unas bugambilias que treparon con alegría por los muros agrietados.
Fueron tiempos de lucha contra los lobos que desean apropiarse de lo que les pertenece, contra las brujas que siembran cizaña, los ratones que no les importa ensuciar donde se ha sembrado, esos que se dicen hombres y mujeres pero solo son disfraces, algunas veces incluso provocaron incendio tan solo por maldad. Pero el hombre no se dio por vencido y continuó su labor.
Y sucedió algo curioso.
Al ver la sinceridad de su deseo, los seres mágicos que habitan donde aún queda esperanza comenzaron a despertar. Las hadas susurraron entre las hojas, los duendes ayudaron sin ser vistos, y pronto otros hombres y mujeres —sin saber por qué— sintieron ganas de ayudar también.
Un día, una vecina trajo semillas de albahaca. Otro día, un joven plantó jacarandas. Una niña pintó piedras con colores brillantes. Un abuelo construyó una banca bajo la sombra de un fresno.
El jardín creció. Y con él, la alegría.
Donde antes había silencio, ahora se oían risas de niños corriendo. Las fiestas vecinales llenaron las noches de música. Las personas que apenas se saludaban ahora se reunían a tomar café bajo los árboles.
Y aunque pocos lo sabían, el jardín estaba encantado. Porque había nacido de un deseo puro, y esos deseos, cuando son buenos, siempre encuentran ayuda.
El hombre envejeció. Sus pasos eran lentos, pero sus ojos brillaban cada vez que cruzaba el parque. Le gustaba sentarse bajo el árbol más frondoso —el primer limonero que había sembrado— y escuchar la vida. A veces, cuando cerraba los ojos, creía ver pequeñas luces entre las flores y risas diminutas en los rincones.
“Gracias,” decía con voz suave. “No por mí, sino por todos los que han encontrado un rincón de paz donde antes solo había abandono.”
Y así, el jardín sigue ahí, encantado. Porque fue creado con amor, regado con esperanza y cuidado por manos visibles e invisibles. Aún hoy, quienes lo visitan sienten algo especial. Y aunque no lo sepan, están entrando en un lugar donde un buen deseo floreció… el trabajo continuo convirtió un sueño en realidad, un torrente de felicidad que no solo es para uno ,sino que baña a toda la comunidad.
Un deseo poco común
La mariposa llegó puntual a su cita con Fanny. La encontró haciendo su tarea escolar, concentrada pero con una sonrisa que anticipaba el momento mágico que siempre llegaba cuando ella aparecía.
—¿Ya pensaste tu deseo? —preguntó la mariposa, posándose suavemente en la ventana.
Fanny levantó la vista, se quitó el lápiz de la boca y respondió pensativa:
—No estoy segura… Tal vez podrías contarme otra de esas historias sobre personas que pidieron algo sin imaginar el daño o las consecuencias que eso traería.
La mariposa batió las alas con alegría.
—Muy bien, Fanny. Esta historia es sobre un joven que pidió un deseo bastante inusual. Quiso ser… un demente.
—¿¡Un demente!? —exclamó Fanny, sorprendida—. ¿Por qué pediría algo así?
—Ah… —suspiró la mariposa—, porque no sabía lo que realmente estaba deseando. Había escuchado que cuando uno está enamorado, el mundo se ve diferente: más brillante, con una alegría desbordante. Todo parece perfecto. Caminas como entre nubes y ves solo lo bueno de cada cosa y cada persona. Así que su deseo fue… vivir eternamente enamorado.
—¡Qué hermoso suena eso! —dijo Fanny.
—Sí —asintió la mariposa—, pero también fue demasiado. Porque vivir siempre enamorado, sin pausa ni equilibrio, terminó alejándolo de la realidad. Pasó la mayor parte de su vida hospitalizado. Nadie lo comprendía. Decían que estaba fuera de este mundo. Y, en parte, era cierto.
—¿Y cómo era su mundo? —preguntó Fanny, ahora totalmente atrapada por el relato.
—Era como un sueño constante. Decía que navegaba por océanos de ilusiones, que visitaba planetas donde la alegría danzaba con los colores del arcoíris. Que recorría senderos donde las flores le hablaban, revelándole la sabiduría de tiempos lejanos. Aseguraba entender el lenguaje de los animales, quienes le enseñaban que el mundo es perfecto… si se saben escuchar los mensajes secretos que cada cosa guarda. Decía que ahí estaban las fórmulas para la paz, la dignidad, el perdón, la amistad… el amor.
—Vivir así no parece tan malo… —comentó Fanny, con dulzura.
—No lo era del todo —dijo la mariposa—. A veces ayudaba a personas con penas muy profundas. Su forma de ver la vida les ofrecía consuelo y esperanza. Y eso le ganaba el derecho de pedir otro deseo. Pero siempre pedía lo mismo: seguir viviendo eternamente enamorado. Seguía escribiendo sus fantasías, imaginando fiestas en las estrellas, reuniones en jardines encantados donde otros enamorados cantaban, reían y bailaban sin restricciones.
—¿Y la gente? ¿Cómo reaccionaban?
—Algunos se asustaban. Abrazaba a todo el que se encontraba y les deseaba lo mejor, con una ternura tan desbordante que no parecía normal. Y como a la gente le cuesta aceptar lo que no entiende… terminaba otra vez en el hospital.
Fanny se quedó en silencio un buen rato, pensativa. Luego dijo con voz bajita:
—Es complicado… Creo que seguiré meditando antes de pedir mi deseo.
La mariposa sonrió, aleteó con suavidad y se despidió:
—Muy sabia decisión, Fanny. Regresaré mañana…
Y con un destello de colores, desapareció entre las sombras doradas del atardecer.
“El árbol que no debió crecer”
Aquella tarde, Fanny estaba sentada junto a la ventana, viendo cómo la luz del sol acariciaba las flores del jardín. Como cada día, esperaba a su amiga, la mariposa, que llegaba puntual, con el aleteo alegre de quien trae historias para pensar.
—¿Hoy me contarás otro de esos relatos de deseos que no terminaron bien? —preguntó Fanny, con ojos brillantes y curiosidad contenida.
La mariposa se posó suavemente sobre su hombro y, tras una pausa, comenzó:
—Hoy te hablaré de un deseo hermoso… uno de los más nobles que se han pedido. Fue el deseo de un hombre llamado Iztel, cuyo nombre significa “claridad”. Él vivía en un pueblo que aún no tenía nombre, porque aún no había echado raíces.
Iztel soñó con algo distinto a todos: que cada niño y niña que naciera fuera representado por un árbol plantado por sus padres. Ese árbol sería su espejo. Sus raíces hablarían del amor con que fue acogido en la tierra, su tronco del carácter firme que cultivaría, sus hojas de su bondad extendida y sus frutos de lo que compartiría con los demás.
Los padres plantaban los árboles con ceremonia, cuidándolos como cuidaban a sus hijos. Y cuando los niños crecían, aprendían que su árbol los representaba: si lo descuidaban, se marchitaba; si lo nutrían, florecía. Así se educaba el alma.
—Era un deseo tan sencillo —dijo la mariposa— y a la vez tan grande, que todo el pueblo cambió. Las decisiones se tomaban mirando cómo afectaban a los árboles. Los ancianos decían: “Si no es bueno para la raíz, no es bueno para el alma.”
—¿Y qué pasó? —interrumpió Fanny, sintiendo que el viento traía una nota triste.
—Pasó que llegó Cuauhnene, un hombre de voz fuerte pero corazón vacío. Su nombre significaba “el que mira desde arriba”, y eso hacía: despreciaba lo que crece desde abajo. Se acercó al gobernante del pueblo, Tepiltzin, y le dijo:
—Esa costumbre de plantar árboles al nacer… puede ser un obstáculo. ¿Qué harás si un día necesitas ampliar los caminos o construir edificios? ¿Y si los ciudadanos se oponen porque allí están los árboles de sus hijos? Un gobernante necesita libertad… no raíces.
Tepiltzin dudó, pero al final escuchó más al miedo que al alma. Y dio la orden de terminar con la tradición. Nadie más plantaría un árbol por un nacimiento. Nadie más cuidaría un reflejo verde de su ser.
—Y así —continuó la mariposa— el pueblo perdió algo que no sabía cuánto valía. Los niños ya no supieron de dónde venían. La tierra quedó vacía. En lugar de ramas, crecieron paredes; en lugar de flores, surgieron modas; y en lugar de frutos, hubo apariencias.
El pueblo, que Iztel soñó como un bosque de almas, se volvió un páramo seco… sin raíces, sin sombra, sin esperanza.
—¿Y qué fue de Cuauhnene? —preguntó Fanny en voz baja.
La mariposa voló hasta el borde de la maceta más lejana y miró hacia el horizonte.
—Él también fue alcanzado por el destino. Un día, cuando la vida le cobró lo que arrebató, se convirtió en un árbol. Pero no en uno frondoso, no en uno que da fruto. Se convirtió en un tronco torcido, seco, atrapado en un jardín olvidado, donde ni los pájaros quieren posarse. Nadie sabe por qué sigue en pie… tal vez para que otros no olviden lo que sucede cuando la ambición seca lo que la vida quería hacer florecer.
Fanny cerró los ojos. Por un momento, pudo imaginar ese bosque que nunca fue, con niños jugando entre los árboles que llevaban sus nombres, conversando con las hojas, hablando con el viento.
—Creo… que no pediré mi deseo hoy —dijo finalmente—. Quiero seguir aprendiendo de lo que pudo ser y de lo que aún puede salvarse.
La mariposa aleteó feliz y se despidió, dejando en el aire un leve perfume a esperanza.
Fanny y su inquietud
Fanny esperaba con impaciencia la visita de la mariposa aquella tarde. La pequeña criatura alada llegó danzando entre las flores del jardín, esta vez acompañada por otras dos mariposas que, al verla, la saludaron con vocecitas encantadoras:
—¡Tenemos curiosidad de conocerte! —dijeron—. Nos contaron que no pediste tu deseo de inmediato y preferiste aprender de los relatos de otros que ya lo hicieron.
Fanny asintió con una sonrisa tranquila.
—Después de escuchar esas historias, me he dado cuenta de algo inquietante —dijo—. A veces, un deseo puede convertirse en una obsesión… en algo que no sea del todo bueno. Pero hay uno de esos relatos que me impactó especialmente: el del hombre que decidió vivir en la locura… sintiéndose enamorado.
—¿Enamorado? —exclamó una de las mariposas—. ¡Ah, ese caso siempre nos causa admiración!
Las otras dos asintieron con sus alas vibrando de emoción. Entonces, una de ellas comenzó a narrar:
—Él se enamoró de una joven que falleció, pero la seguía viendo en cada muchacha que actuaba con bondad. Imaginaba haber tenido una boda sencilla en una pequeña capilla del bosque encantado, donde hadas y duendes les acompañaron. Visualizaba su vida juntos en una residencia rodeada de jardines, estanques, aves hermosas, peces de colores y mariposas danzantes.
—Tenía hijos e hijas de todas las edades —añadió la mariposa que solía visitar a Fanny—. Porque, para él, cada niño o niña era una semilla de ternura, una chispa de luz que debía cuidarse con esmero para no perder el brillo del espíritu que habita en sus sonrisas, en su alegría, en sus juegos inocentes.
—Y los veía como amigos, como hermanos, como vecinos fraternales —agregó la otra—. Su amada lo acompañaba a todas partes: en reuniones, en viajes, en fiestas fantásticas. Todo en su mente era un cosmos propio, donde las cosas marchaban como debieran ser.
—Sin gobernantes ambiciosos, ni restricciones absurdas —dijo Fanny, maravillada—. Un lugar sin normas que vayan en contra de la naturaleza humana. Su familia y amigos eran todos. Y en ese mundo, ¿no había maldad?
—Claro que sí —respondió la mariposa principal—. Conocía de brujas, ogros, serpientes venenosas, lobos disfrazados de hombres y mujeres que pretendían hacer daño. Pero para eso contaba con las fuerzas invencibles del amor, la dignidad y el valor de todos los que le acompañaban. Sus amigos sabían luchar por lo justo sin levantar armas, porque en su visión, la honestidad irradia una energía que disipa las sombras de la maldad.
Fanny quedó en silencio por un momento. Luego murmuró:
—Cada vez me sorprende más ese tipo de locura… y entiendo por qué él prefiere su mundo imaginario a la realidad.
Las mariposas se miraron entre sí, alarmadas.
—¡No estarás pensando en pedir lo mismo! —dijeron al unísono.
Fanny sonrió.
—No… pero es increíble que alguien pueda imaginar algo tan fantástico.
La mariposa que siempre la visitaba se posó en su hombro y dijo con dulzura:
—En el reducido espacio de la mente humana se pueden elaborar miles de universos.
—Entonces, nos vemos mañana —dijo Fanny, despidiéndolas con una sonrisa y un suave “hasta luego”.
Y así, el deseo aún no pedido flotó en el aire como una mariposa más, esperando el momento en que, tal vez, se transformaría en una historia propia.
Fanny y el deseo que nació del amor
El sol apenas comenzaba a descender cuando un viento extraño recorrió el jardín. Fanny sintió un escalofrío y, por primera vez en mucho tiempo, no pensó en mariposas, ni en deseos, ni en historias. Corrió hacia la casa: algo no iba bien.
Su madre yacía en la cama, pálida y con la respiración débil. Nadie sabía lo que tenía, ni los médicos que consultaron pudieron dar una respuesta clara. La familia estaba sumida en la angustia, y Fanny… Fanny solo pensaba en una cosa: salvarla.
Esa noche, salió al jardín entre lágrimas y llamó a la mariposa con un grito que brotó desde lo más profundo de su alma.
—¡Por favor, ven! ¡Te lo ruego!
Y como si el cielo hubiese escuchado, la mariposa apareció, iluminada por la luz plateada de la luna. Esta vez no danzaba. Se posó suavemente sobre la mano de Fanny.
—¿Es ese tu deseo, Fanny? —preguntó con dulzura, aunque en su voz vibraba una gravedad que antes no tenía—. ¿Quieres que tu madre sane?
—Sí, es todo lo que quiero —respondió ella, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Pero si tú puedes cumplir deseos, hazlo ya!
La mariposa bajó un poco sus alas.
—No puedo transmitir el deseo a otra persona. No es así como funciona la magia. Pero sí puedo darte el conocimiento, la guía… la posibilidad de curarla tú misma.
Fanny se quedó en silencio, sorprendida.
—¿Cómo?
La mariposa voló lentamente, conduciéndola por el jardín. Bajo un rosal antiguo, escondida entre enredaderas, le mostró una planta de hojas verdes oscuras con bordes plateados.
—Esta es la hoja de luna —dijo—. Y allá, junto al estanque, crece la flor de estrella. Debes hacer una infusión con ambas, como si fuera un té suave, y dársela a tu madre como agua de uso durante tres días. Confía. Es un acto de amor, y el amor verdadero tiene poder.
Fanny recogió las plantas con delicadeza, casi como si las acariciara. Antes de marcharse, la mariposa añadió:
—Este gesto no cuenta como tu deseo. Has hecho algo más grande: has extendido la vigencia del amor. Tu deseo aún te espera, en otra ocasión.
Con el corazón latiendo con fuerza, Fanny preparó la infusión tal como la mariposa le indicó. Día tras día, cuidó a su madre con esmero, sosteniendo su mano, acariciando su frente, hablándole con ternura.
La familia no entendía cómo era posible, pero al cuarto día, su madre abrió los ojos con lucidez, sonrió con calma y pidió un vaso de agua. El color volvió a sus mejillas, la fiebre desapareció, y las fuerzas regresaron poco a poco como quien despierta de un largo sueño.
—¡Se está recuperando! —gritó su padre con lágrimas en los ojos.
Fanny no dijo nada. Solo miró por la ventana, hacia el jardín, donde una mariposa revoloteaba con alegría silenciosa.
Aquella experiencia no solo salvó a su madre. También transformó a Fanny. Ya no tenía dudas sobre lo que quería ser: doctora. No por prestigio, ni por dinero, sino por amor. Quería aprender a sanar, como había hecho esa vez. Quería ser para otros lo que la mariposa fue para ella: una guía, una esperanza, un puente entre lo imposible y lo real.
Cuando les compartió su decisión a sus padres, sus ojos se llenaron de orgullo.
—Estoy segura —dijo Fanny, con una sonrisa radiante—. Si algún día puedo devolverle a alguien lo que hoy sentí… entonces habrá valido la pena.
Esa noche, mientras las estrellas comenzaban a parpadear en el cielo, la mariposa se posó sobre su ventana y susurró:
—El deseo más puro no es el que se pide… es el que se da.
JuanAntonio Saucedo Pimentel
No hay comentarios:
Publicar un comentario