El visitante y el discurso de don Nicanor
Entre los visitantes que llegaban al pueblo, venían personajes de todo tipo. Unos con libreta en mano, otros con cámaras, grabadoras, portafolios llenos de papeles, maquetas, e incluso tablets con presentaciones llamativas. Había quien deseaba publicar las recetas de doña Camila —que con sus manos sabía darle sabor hasta a un trozo de yuca seca—, y quien se empeñaba en documentar las curas milagrosas que Camila hacía con sus hierbas, como si se pudiera encerrar en una fórmula lo que viene del alma y del vínculo con la tierra.
Otro joven, entusiasmado, mostraba sus pinturas digitales de las tres princesas que —según Melquíades— dieron origen al pueblo. Nunca las había visto, claro, pero decía que las había “soñado”. Y no faltó, por supuesto, el que vino a hablar de “oportunidades”, de inversión, de convertir todo el pueblo en un gran proyecto hotelero. Nos mostró renders de un malecón, villas con nombres en inglés, y una réplica del sendero de piedras surrealistas “pero con luces y señalización, para turistas”.
Ya se imaginarán qué tipo de gente era. Esos que siempre quieren meter hilo para sacar cordón. Los que creen que el alma de un lugar se puede embotellar y vender como souvenir.
Entonces habló don Nicanor.
No alzó la voz, pero cuando empezó a hablar, todo el ruido alrededor pareció apagarse. Tenía esa forma de decir las cosas que no necesita adornos porque viene desde muy dentro, desde la entraña misma de lo vivido.
—Aquí no somos tan atarantados —dijo—. Les decimos que sí… pero no cuándo. Porque esa gente ambiciosa, que en todo ve negocio, se pierde lo más valioso de la vida.
Hizo una pausa y miró hacia el monte, como si allá estuviera escrita la verdad. Luego siguió, con emoción creciente:
—Se afanan tanto por tener éxito, que se la pasan corriendo por senderos equivocados, y en esa carrera pierden el sentido de lo que de verdad da significado a la existencia: convivir, compartir, amar, disfrutar con los hijos, jugar con ellos, estar en fiestas, en reuniones con los que uno ama. Hacer buenas obras, ser solidarios, detenerse a admirar la belleza del mundo. La grandeza del universo. Contemplar con el alma el misterio de la vida…
Sus ojos brillaban. No por el reflejo de la luz, sino por la fuerza con que lo decía. Como si quisiera grabar esas palabras en cada uno de nuestros corazones.
—Hay una poesía grandiosa en cada detalle que nos presenta el día y la noche —dijo—. En la sonrisa de un niño, en el amor que se esparce en los jóvenes, en la sabiduría de los viejos. Todos somos hermanos. Estamos unidos a lo sagrado con hilos invisibles… Y de ahí nace la música, el arte, la vida misma. Y eso —mirándonos uno por uno— eso no se compra ni se vende.
No dijo más. No hizo falta. Nos quedamos en silencio.
Yo fui uno de esos visitantes. Llegué creyendo que traía algo para ofrecer… y salí sabiendo que era yo quien tenía mucho que aprender.
Aplaudimos su relato con respeto, no con entusiasmo de turista. Y alzamos los tarros de café brindando al viento, como si aquella brisa pudiera llevar nuestras voces hasta los oídos de las princesas del lago:
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