La noche había caído sobre Las Joyas Vivientes como un manto bordado de luciérnagas y estrellas. El crepitar de la leña reunía a los visitantes y lugareños en un círculo sagrado de historias y silencios. Algunos sorbían café de olla, otros sostenían una cobija sobre las piernas, pero todos —sin excepción— guardaron silencio cuando vieron a don Artemio acercarse con paso pausado y mirada de quien ha visto cosas que aún no se cuentan.
Se sentó en su tronco favorito, ya pulido por los años y las noches de relatos, se acomodó el sombrero con dignidad y dijo con voz pausada:
—Esta historia les va a parecer fantástica… pero es del todo cierta.
Los niños se acercaron más. Los adultos, aunque conocían a don Artemio y su talento para lo extraordinario, también aguzaron el oído. Algo en su tono decía que esta vez iba en serio.
—Verán —continuó—, cuando instalamos por primera vez la radio comunitaria allá en lo alto del cerro, y la antena apuntó al cielo como queriendo saludar al universo, recibimos una señal. No eran canciones, ni noticias, ni telenovelas. Era algo que nadie entendía… ni el compadre Félix, que dice que entiende inglés porque trabajó en Arizona. Pensamos que era ruso, chino… hasta esquimal. Pero luego, como si se hubieran dado cuenta de que no les entendíamos ni jota, ¡empezaron a traducir! Y lo primero que dijeron fue: “Saludos a los guardianes de lo esencial.”
El silencio se hizo más espeso que el atole de avena.
—Así tal cual dijeron: que estaban sorprendidos de encontrar un lugar donde aún se respeta la naturaleza, se comparte la comida y se escucha al que habla bajito. Que en su galaxia, habían oído hablar del desastre que los humanos estaban causando en la Tierra, pero que este pueblo les devolvía la esperanza.
Los rostros empezaron a mostrar una mezcla de asombro e incredulidad. Don Artemio lo notó, pero no se detuvo.
—Nos explicaron que intentaron acercarse hace años, pero que lo primero que recibieron fueron amenazas. Que les apuntaron misiles, que quisieron capturarlos para hacerles experimentos y que hasta les ofrecieron contratos publicitarios. ¡Imagínense ustedes! ¡Querían que anunciaran refrescos y perfumes! —dijo entre risas—. Y uno que otro político les ofreció sociedad para conquistar el mundo… ¡con acciones y todo!
Las carcajadas se mezclaron con el humo de la fogata. Pero don Artemio, sin perder el tono serio, añadió:
—Así que dijeron: “Con esa especie, ni de broma.” Pero con ustedes, sí. Porque aquí han visto respeto, sencillez y armonía. Nos pidieron que siguiéramos cuidando este pedacito de planeta. Que tal vez, con el tiempo, más comunidades imitarían nuestro ejemplo.
Una voz joven se alzó desde el fondo:
—¿Y los vieron, don Artemio?
—¡No, hijo! ¿Tú crees que después de ese mensaje nos iban a dar ganas de verlos cara a cara? ¡Con el susto que traíamos con solo escuchar su voz! Además, ahora que ya tenemos internet, quién sabe, igual y un día aparecen en la pantalla, como en esas videollamadas modernas.
Algunos rieron. Otros voltearon al cielo con cierto nerviosismo. La noche continuó con preguntas, teorías y uno que otro brindis por los amigos intergalácticos. Pero esa noche, más de uno se fue a dormir mirando al cielo, como esperando una lucecita que confirmara que no todo está perdido… y que todavía hay quien vigila con esperanza desde allá arriba.
JuanAntonio Saucedo Pimentel
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