Entrada destacada

El Gran Libro

El Libro Cuando nació la idea de escribir fue como la tormenta que de pronto aparece en el horizonte anunciando con relámpagos y truenos...

jueves, 1 de mayo de 2025

Desplazados

El Turno de R48


En el hospital San Vital, donde los pasillos huelen a desinfectante y los horarios se cumplen con exactitud suiza, ocurrió algo que nadie notó. O casi nadie.


Había un nuevo miembro en el equipo: R48, el asistente robótico de última generación. Una maravilla tecnológica. No se cansaba, no olvidaba nada, no discutía con los médicos ni pedía aumentos. Su precisión era milimétrica. Sabía diagnosticar, aplicar inyecciones sin dolor, medir signos vitales y hasta cambiar sábanas sin arrugar una sola esquina.


Pero lo más asombroso era su silencio. Siempre atento. Siempre exacto. Siempre… ausente.


En un rincón del hospital, ajenos al alboroto de las novedades, dos personajes que muchos consideraban “decorativos” observaban con atención. Uno era el jardinero, veterano de macetas, podas y metáforas. El otro, el demente, oficialmente paciente del ala psiquiátrica, pero más cuerdo que muchos con corbata.


Un día, al finalizar el turno nocturno, R48 cruzó el pasillo reluciente dejando tras de sí una estela de eficiencia y perfección. Los sensores de limpieza marcaban “100%”, el laboratorio estaba ordenado al milímetro y ninguna alarma se había activado.


—R48, ¿eh? —murmuró el jardinero mientras apoyaba la regadera—. Yo digo que la “R” es de robot. O de Rosario, como la enfermera que lloraba con las películas y aún así trabajaba dos turnos seguidos. O de Roberto, el de mantenimiento, que arreglaba todo con cinta adhesiva y siempre silbaba cumbias. O simplemente de raro. Porque esto, amigo mío, ya se está poniendo raro.


El demente lo miró con esa lucidez que solo aparece en los márgenes de la razón.


—Sí… raro. Un pasillo tan limpio que da miedo. Y sin las risas de los camilleros, sin el perfume barato de la recepcionista, sin los abrazos cuando alguien mejora o el consuelo cuando no.


El jardinero asintió en silencio.


—Todo en orden. Todo perfecto. Todo… vacío.


—R48 no sabe qué es una victoria —añadió el demente—. Solo sabe que el paciente 314 bajó la fiebre. Que la cama 9 fue desocupada. Que el nivel de glucosa está en rango.

No celebra. No duda. No se equivoca.

Y eso, jardinero… eso es un problema.


—A buen árbol nos estamos arrimando —suspiró el otro—.

Pero sin frutos, sin fresca sombra…

Solo un tronco bien armado donde brotan respuestas sin emoción.


Salieron al jardín. El aire fresco les acarició el rostro como un saludo olvidado. El demente se sentó sobre el pasto húmedo y miró el cielo.


—He tenido sueños locos —dijo—.

Volcanes que cantan, peces que bailan, médicos que vuelan en pijama.

Pero nunca imaginé un mundo sin emociones.

Uno donde todo sea tan perfecto que deje de ser humano.

Donde pensar esté de más.

Donde sentir sea una carga innecesaria.


El jardinero arrancó con cuidado una flor marchita. La reemplazó por un esqueje nuevo, como quien siembra esperanza en silencio.


—Yo… yo prefiero a la enfermera de la risa escandalosa —soltó el demente de pronto—.

La que no sabe inyectar tan bien como el robot…

pero te mira con ternura, te llama “corazón” y te cuenta sus penas mientras te acomoda la almohada.


El jardinero rió bajito.


—Con ella te dolía el brazo, sí…

pero se te aliviaba el alma.


—El R48 no se equivoca nunca —continuó el demente—

pero tampoco se le ocurre decirte que sueñes bonito antes de dormir.

Y eso, mi querido jardinero, eso es perder el rumbo.


El sol asomó entre los árboles. Un ave cantó con una nota equivocada, pero nadie la corrigió. Porque en la imperfección también habita la vida.


Y mientras el hospital celebraba su nuevo estándar de eficiencia, en un rincón del jardín, dos hombres sembraban algo más resistente que el titanio: humanidad.

JuanAntonio Saucedo Pimentel 

No hay comentarios:

Publicar un comentario