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jueves, 1 de mayo de 2025

Robots

El R48 fue solo el principio de la integración del hospital a la era de la robótica y la inteligencia artificial, cada vez más se dependía de esos fríos y eficientes sustitutos , menos personal y menos costos según la administración, pero el jardinero y el demente ya presentían que eso traería otros problemas, uno de los cuales se empezó a detectar cuando aumentaron el número de pacientes con alteraciones mentales, era lógico, la gente no está acostumbrada a no trabajar, han sido adoctrinados y se puede decir en sus genes existe el trabajo como algo vital, sobre todo para por quienes durante generaciones ha pertenecido a una clase donde el trabajo se ve como lo más importante. El demente decía que ni siquiera tenían la capacidad de imaginar, de viajar en su universo interno y encontrar en sí mismos algo que les hiciera felices, que proyectara ideas nuevas, una gama de posibilidades inexistentes que se podría convertir en realidad, el jardinero por su parte ,viendo su obra en aquel jardín donde proliferaban los arbustos como obras de arte vivas, las flores como una expresión de belleza natural , pensaba que se debía educar a las personas para enfrentar la desocupación con una mentalidad creativa, donde podrían hacer aquello que nunca hicieron y tendrían la oportunidad de mostrarse a sí mismos de lo que son capaces sin el dios cronos fustigando, sin los jefes vigilando, pero eso era como una fantasía ante la rapidez como las cosas estaban cambiando y el poco interés de quienes debieran cuidar de la seguridad y salud de las personas.


El jardín y el R48


El R48 fue solo el principio.


Con su llegada, el hospital se integró definitivamente a la era de la robótica y la inteligencia artificial. Pronto llegaron más: el RX-D para diagnósticos, el SuturaX para cirugías, el NUR-9 que recorría habitaciones repartiendo medicación y palabras programadas de consuelo. Todos ellos obedientes, veloces, sin errores ni quejas.


Cada semana, un humano se iba.

“Menos personal, menos costos”, repetían los directivos como un mantra.


Lo llamaban progreso.


Pero entre los pasillos fríos y brillantes, solo el jardinero y el demente notaban lo que se perdía.

El silencio crecía. No solo el acústico, sino otro más profundo, como si el alma del lugar se hubiera ido apagando.


El demente —un viejo con ojos intensos y palabras erráticas— solía murmurar mientras miraba a las aves:


—Ahora los robots curan el cuerpo, pero ¿quién cuidará del espíritu?

Decía que la gente se estaba descomponiendo por dentro. No sabían qué hacer con su tiempo. Liberados del reloj, se volvían esclavos del vacío.

—No fueron preparados para el ocio —decía—. Han olvidado cómo estar consigo mismos.


Y tenía razón.

Los diagnósticos eran impecables, los tratamientos eficientes, pero cada vez llegaban más pacientes con crisis que no cabían en los algoritmos. Personas desconectadas, ansiosas, sumidas en una tristeza sin nombre. Lo que más inquietaba era que muchos no sabían explicarlo. Solo decían: “Me siento… nada.”


El jardinero seguía con su tarea. No usaba máquinas. Cortaba, sembraba, regaba con las manos. Los arbustos eran figuras vivas, las flores un desfile de colores que cambiaban con las estaciones. Pensaba que todo este avance tecnológico debía ir acompañado de algo más: enseñar a la gente a observar, a crear, a reencontrarse con lo simple.


Pero nadie escuchaba.

Los directivos solo querían más eficiencia. Los robots trabajaban sin pausa. Los humanos, cada vez menos.


Un día, el demente no apareció. Nadie lo buscó, salvo el jardinero.

Lo halló en un rincón del jardín, bajo la sombra de un árbol en flor. Estaba sereno, como dormido. En sus manos había una pequeña libreta. En la última hoja, con letra temblorosa, se leía:


“Han reemplazado todo, menos lo que más falta: la mirada, el asombro, el arte de quedarse quieto. No hay algoritmo para el alma.”


Desde entonces, el jardinero cuida su jardín como si fuera el último refugio de lo humano.

No para los pacientes, ni para los médicos, ni siquiera para él.

Lo hace porque, entre tanto metal y cálculo, aún hay una flor que se abre despacio.

Y eso… no lo hace ninguna máquina.

JuanAntonio Saucedo Pimentel 



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