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viernes, 2 de mayo de 2025

El regreso

El regreso 

apenas pisó la tierra rojiza, el aroma a pino le dio la bienvenida. caminó descalzo por el llano, con los pies acariciando la memoria. Desde ahí, levantó la vista hacia lo alto del cerro, donde los colores brillantes de las casas parecían saludarlo desde su amado pueblo, ese donde había vivido tantos años maravillosos.


Se sintió feliz de estar ahí. Cerró los ojos por un momento y recordó con nitidez aquellas caminatas por el sendero de la mano de su abuelo, quien solía advertirle con voz sabia: “Debes estar alerta, mijo. A veces aparecen serpientes o alacranes disfrazados de personas. Hay que verles la mirada… solo así sabrás si son de esas sabandijas venenosas de las que uno debe alejarse. En cambio, a los conocidos del pueblo hay que tenerles confianza; son los que te cuidan. Y la familia… la familia es como un muro: siempre te dará refugio.”


En estas cosas pensaba mientras subía despacio la cuesta, que ahora estaba adoquinada y adornada con grandes esculturas, de esas que daban fama al lugar. Vio a lo lejos el teleférico con sus canastas transportando a los visitantes, pero él prefirió seguir a pie, como lo hacía en su infancia, por el camino serpenteante.


Al llegar a la plaza, lo rodearon algunos amigos y amigas. Entre abrazos y bromas, le invitaron una nieve y se sentaron junto al quiosco donde la banda interpretaba música tradicional. Platicaron de sus logros, de la nueva universidad en Pueblo Grande, de los que se fueron, de los que regresaron, y de los nuevos proyectos que florecían con esperanza.


Rogelio compartió que tenía la intención de encontrar pareja para casarse. Al decirlo, miró de frente a la hija de Shakita, quien le sostuvo la mirada con una sonrisa que decía más que mil palabras. El momento fue breve, pues sus amistades estaban ocupadas asistiendo a los visitantes, pero prometieron al día siguiente hacer un día de campo junto al río, disfrutar de los nuevos columpios y compartir una carne asada acompañada de platillos que, seguramente, le traerían buenos recuerdos.


Al llegar a la cabaña de sus padres, fue recibido como un regalo del cielo. Aunque nunca dejaba pasar más de dos meses sin visitarlos, cada encuentro era como un reencuentro con el alma. Les comunicó su intención de casarse, y como ya se había encontrado con quien tenía en mente, el anuncio les llenó de alegría.


Regresar al pueblo siempre era una medicina para su alma, un remanso de paz, una alegría que hacía a su corazón latir como si recitara una poesía. Los negocios podían esperar su regreso; podía confiar en sus empleados, que también eran del pueblo y sabían lo que significaba pertenecer a esa comunidad.


Un día de campo y una promesa


El sol de la mañana apenas despuntaba cuando comenzaron a llegar al río. Los más alegres ya estaban colgando hamacas entre los árboles, otros descargaban canastas repletas de tortillas, salsas, nopalitos curtidos y frascos de guacamole con granos de granada. Las brasas chisporroteaban con anticipación y el aroma de la carne adobada empezaba a invadir el aire.


Rogelio, vestido con camisa blanca y sombrero de palma, buscaba con la mirada a Rosenda. La vio acercarse entre los árboles, con una falda de manta bordada, blusa azul cielo y el cabello recogido en una trenza que caía sobre su hombro. Tenía esa presencia serena que imponía sin querer, como si la naturaleza misma hiciera silencio para mirarla pasar.


Rosenda llevaba consigo unas canastillas de palma forradas en tela encerada, donde traía bebidas frescas y servilletas hechas por las manos del taller artesanal que había ayudado a fundar. Al verla, Rogelio sintió que el tiempo se detenía como cuando era niño y la imaginaba un hada bajada del cerro para pintar de colores los días grises.


—Me da gusto que estés aquí —le dijo ella, con una sonrisa que parecía envolverlo todo.


—Yo también me doy gusto de estar donde estás tú —respondió él, con un tono suave pero firme, como quien sabe que ese instante es único.


Pasaron el día entre juegos, anécdotas y música de guitarra. Los columpios nuevos, fabricados con llantas recicladas y adornados con cintas tejidas, eran ocupados por los niños, mientras los mayores compartían historias bajo la sombra.


Ya en la tarde, cuando el sol comenzaba a pintar de dorado el agua del río, Rogelio se armó de valor. La invitó a caminar un poco más allá, donde las piedras formaban una pequeña represa natural. Se sentaron en una roca, con los pies colgando sobre el agua, y entonces, mirándola a los ojos le dijo:


—Desde que éramos niños y te veía aparecer en la plaza con tus vestidos de colores, supe que algo en mí se movía diferente cuando estabas cerca. Hoy ya no quiero imaginar mi vida sin ti. Quiero construirla contigo… si tú quieres.


Rosenda lo miró en silencio. Sus ojos azules, herencia de su abuela, parecían guardar el misterio de los lagos profundos. Luego, como si todo el pueblo hubiera contenido el aliento, ella asintió despacio y respondió:


—Yo también te admire siempre, Rogelio. Y también soñé.


Los abrazos no tardaron. Primero los sorprendieron unos amigos, luego otros, y en cuestión de minutos todo el grupo estaba de pie, rodeándolos, entre aplausos, bromas y lágrimas de alegría. Alguien gritó que ya se empezara a juntar la leña para el pan de boda, y otro preguntó si la luna llena del siguiente mes no sería buen marco para la celebración.


El día de campo se convirtió en fiesta, y la fiesta en promesa.


La petición de mano


La noticia corrió como viento suave entre los maizales: Rogelio había declarado su amor y Rosenda le había correspondido. Al atardecer, las madres ya tenían listas las servilletas bordadas, el café de olla y los guisos de bienvenida, porque en esos pueblos donde la palabra vale más que un documento, el siguiente paso no podía ser otro que la petición de mano.


Don Cástulo, padre de Rogelio, se puso su sombrero nuevo y se alisó el bigote con la mano húmeda de café. Su esposa, doña Matilde, llevaba un rebozo de seda que sólo usaba en ocasiones especiales. Caminaron juntos hasta la casa de la familia de Rosenda, donde los esperaba un corredor lleno de flores, farolitos de papel y un olor a canela que salía desde la cocina.


Don Gildardo, padre de Rosenda, los recibió con los brazos abiertos. Era un hombre de pocas palabras pero con mirada firme, forjada en los años del campo y el respeto a la palabra. A su lado, doña Sharakova —la madre de Rosenda, de piel blanca como la luna llena y acento leve que arrullaba las frases— preparaba la mesa con platos tradicionales y uno que otro platillo con ese toque eslavo que con los años se había vuelto parte del sabor local.


Después de los saludos y los brindis con licor de capulín, vino la parte seria. Don Cástulo se aclaró la garganta, tomó la palabra con solemnidad y dijo:


—Venimos con respeto, como marcan las buenas costumbres, a pedir la mano de su hija Rosenda para que se una en matrimonio con nuestro hijo Rogelio, quien desde niño la mira como quien ve florecer la primavera en pleno invierno.


Doña Matilde añadió con dulzura:


—Sabemos el valor de su hija, su corazón limpio, su inteligencia y la fuerza de sus raíces. Por eso, queremos que nuestras familias se unan como se unen los hilos en una servilleta bordada: con paciencia, amor y firmeza.


Don Gildardo asintió, y Sharakova, con los ojos ligeramente húmedos, respondió con voz serena:


—Rosenda ha elegido bien. Rogelio es un buen muchacho. Que el amor que ahora sienten crezca como las bugambilias: fuertes, alegres y llenas de color.


Entonces se sirvió la cena. Tamales envueltos en hojas de aguacate, sopa de flor de calabaza, rollitos de col rellenos —en honor a la madre rusa—, y dulces de leche con nuez para cerrar la noche. Las familias conversaron largo rato, recordando cuando jugaban de niños, las travesuras del abuelo de Rogelio, los días en que Sharakova llegó como estudiante de intercambio, y cómo el pueblo le robó el corazón.


Las risas llenaron la casa como si todos supieran que ese momento era una bendición que venía de muy atrás, de generaciones que sin saberlo ya los habían unido con hilos invisibles.


Esa noche, bajo la luna serena, el pueblo entero durmió con una sonrisa compartida.



El día de la boda


Desde el amanecer, el pueblo de las Joyas Vivientes olía a pan recién horneado, a mole cocinándose a fuego lento y a flores de azahar. Las campanas del templo repicaron más temprano que de costumbre, como si supieran que ese día era distinto: se casaba Rosenda, la hija de Shakita y de la inolvidable Sharakova, con Rogelio, el hijo de don Cástulo y doña Matilde. Un amor de raíz profunda, de esos que brotan desde la infancia y florecen al paso del tiempo.


Las calles fueron adornadas con papel picado, lazos de colores, listones tejidos por las mujeres mayores y los niños del consejo juvenil. Las piedras del empedrado parecían más brillantes, lavadas con esmero y decoradas con pétalos de bugambilia. Todo el camino hacia el templo fue cubierto con tapetes de aserrín pintado, diseñados con figuras de pájaros, mazorcas y espirales, como si la tierra misma bendijera a los enamorados.


Dos caballos blancos, adornados con flores y listones, jalaban una calandria de madera restaurada por los artesanos del pueblo. En ella irían Rosenda y Rogelio, símbolo del presente que honra al pasado y se dirige al futuro con paso firme. La novia, con su vestido bordado por las manos sabias de las bordadoras locales, lucía como una diosa del campo; y él, con su traje de lino y botines de piel curtida por los talabarteros de la región, caminaba con el corazón latiendo al ritmo de la banda.

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En la iglesia, los adornos eran una mezcla de tradición y creatividad. Flores silvestres, ramas de pino y cortinas tejidas por las jóvenes del taller de innovación artesanal se entrelazaban con luces tenues que parecían bailar con los cantos del coro. El sacerdote, originario del pueblo también, se preparaba para bendecir la unión de dos almas que habían crecido bajo el mismo cielo y que ahora prometían caminar juntas toda la vida.


Las cocineras removían con paciencia las ollas de barro, donde el mole espeso soltaba vapores que acariciaban los recuerdos. Había tlayudas, enchiladas de jamaica, arroz de colores, frijoles caldosos y tamales de elote. El café se mantenía caliente, perfumando las esquinas de cada casa, y los dulces tradicionales se disponían en bandejas de palma tejida, barnizadas con esa nueva técnica que aprendieron gracias al internet y que ahora hacía brillar lo artesanal con un toque moderno.


Los músicos afinaban sus instrumentos frente al quiosco. Violines, guitarras, trompetas y hasta un arpa esperaban su momento para hacer vibrar al pueblo con sones, valses y canciones de amor. El coro ensayaba una melodía especial escrita por uno de los poetas del pueblo, inspirada en los ojos azules de Rosenda y en la constancia de Rogelio.


Los jóvenes, contagiados por la emoción, hablaban de sus propios sueños, de lo posible, de las nuevas ideas que germinan como los huertos verticales en las azoteas o los foros culturales transmitidos en vivo para otros pueblos. Todo parecía en movimiento, pero con ese ritmo sabio que tiene el campo cuando se organiza con cariño.


Ese día no era solo una boda. Era una afirmación profunda: la vida continúa, los valores persisten, el amor florece, y la dignidad —esa joya silenciosa— brilla más que nunca en el espíritu del pueblo.




El alma de la celebración


La boda de Rosenda y Rogelio no solo unía a dos jóvenes enamorados. Era un acto simbólico, un pacto silencioso entre generaciones: los abuelos que resistieron tiempos difíciles,los padres que enseñaron a no doblar la frente y ahora los hijos que abrazaban la modernidad sin soltar la raíz. Todo lo que se vivía ese día tenía un eco más profundo, una vibración que iba más allá de la música y los aplausos.


Las familias reunidas no eran solo testigos, eran parte viva del testimonio. En cada platillo que se servía, en cada palabra que se cruzaba entre las mesas adornadas con manteles tejidos, iba la esencia de siglos de resistencia, de dignidad que no se vende ni se alquila, de la perseverancia que no necesita discursos, porque la vida misma ha sido su maestra.


Rosenda, altiva como la montaña que la vio nacer, era más que una novia: era una heredera del linaje de mujeres fuertes, como su madre Shakita y su abuela Sharakova, la extranjera que sembró amor en esa tierra y se convirtió en una de sus más firmes defensoras. Ella llevaba en su mirada azul un océano de promesas, y en su porte, el ejemplo de las que supieron mantenerse de pie cuando el mundo tambaleaba.


Rogelio, con los pies bien plantados en la tierra rojiza, era uno de esos hombres que aprenden del campo a ser pacientes, a trabajar sin prisa pero sin pausa. Había triunfado fuera del pueblo, pero había vuelto, no a presumir logros, sino a reafirmar su identidad. Él entendía que los verdaderos héroes no son los que conquistan con violencia, sino los que construyen con amor y siembran esperanza.


Y así, mientras los músicos tocaban y los niños jugaban entre los árboles, se sentía que el aire estaba impregnado de algo más que alegría: era una especie de energía sagrada, la certeza de que los valores del pueblo seguían vivos, encarnados en esa pareja, en sus amigos, en cada ser humano que ese día compartía mesa, danza o canto.


La boda era semilla, y ese día la tierra la recibía con gozo. Porque en el pueblo de las Joyas Vivientes, lo importante no es solo vivir, sino cómo se vive. Y se vive con dignidad, con esfuerzo, con raíces profundas, con el corazón dispuesto a levantarse cuantas veces sea necesario.


Algo inesperado y que causó desasosiego ocurrió durante mientras la pareja bailaba en el centro de la plaza, en viento fuerte sacudió los árboles y los pájaros volaron asustados, las mujeres más viejas se miraron y alguien musitó que eso no era un buen presagio, pero la madre de Rosenda cogiendo la  mano  de su marido dijo ,ningún mal ha de ser más grande que este amor y nuestra fe, y la calma volvió al ritmo del vals.


Esa flama de esperanza, que nunca se apaga en los buenos espíritus, ardía en cada mirada, en cada historia contada al calor del fogón, en cada abrazo prolongado, y en cada paso del vals que los enamorados danzaron bajo las estrellas.



El canto de la tierra


Esa noche, el pueblo no durmió. Las estrellas se quedaron despiertas, curiosas, mirando cómo los seres humanos se reunían para celebrar no solo un amor, sino la herencia de siglos que seguía latiendo.


En la plaza, entre luces de papel y faroles encendidos, la música brotaba como manantial: sones antiguos, huapangos que contaban historias, coplas que se pasaban de generación en generación. Las mujeres entonaban versos al compás del violín y el guitarrón, y los hombres marcaban el ritmo con palmas, con pasos que imitaban la cadencia de la lluvia en la tierra fértil.


Los jóvenes, vestidos con atuendos bordados por sus abuelas, bailaban con esa mezcla de respeto y alegría que solo se encuentra donde la tradición sigue viva. Las niñas llevaban coronas de flores silvestres, y los niños, con sombreros bien puestos, danzaban como si los guiara el espíritu del viento.


Los ancianos, sentados en bancos de madera, miraban con ternura, y algunos lloraban en silencio. No de tristeza, sino de esa emoción profunda que solo entienden quienes han visto pasar los años como quien ve pasar las estaciones: sabiendo que todo tiene su tiempo, y que este era el tiempo de la cosecha del amor.


Los guisos humeaban: mole con tortillas recién hechas, tamales envueltos con cariño, atole de maíz azul. Cada platillo tenía una historia, una memoria, un secreto de familia. Comerlo era como saborear el alma del pueblo, como masticar palabras antiguas que hablaban de lucha, de ternura, de vida compartida.


Y cuando Rosenda y Rogelio bailaron el primer vals, el silencio se hizo en la plaza. No por obligación, sino por reverencia. La calandria blanca, ahora detenida, parecía formar parte de un cuadro pintado por la misma nostalgia. Nadie dudaba que los espíritus buenos, los ancestros que cuidan desde el más allá, estaban presentes.


Entonces vino el canto sagrado. No estaba ensayado, ni hacía falta. Las voces surgieron de distintos rincones, entre risas y lágrimas, en un idioma que no siempre tenía palabras, pero que todos entendían: era la lengua del alma, la que solo se habla cuando el corazón está abierto y el espíritu está despierto.


Ese canto hablaba de la tierra, del trabajo, de la esperanza, de los que se fueron y los que están por venir. Era un canto que tejía a todos en un solo lazo, como si la boda hubiera sido solo el motivo para recordar que en ese pueblo… cada ser humano es semilla sagrada.

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El consejo de los mayores


Cuando el bullicio dio paso al recogimiento, y la música se volvió suave como un murmullo del río, los más viejos tomaron la palabra. Fue el padre de Rogelio quien se puso de pie primero, con la mirada clara y la voz firme, como la tierra en tiempo de siembra:


—Hijo, Rosenda… la vida en pareja no es una promesa de días perfectos. Es como el campo: hay que sembrarlo con amor, regarlo con paciencia y estar dispuesto a quitar la mala hierba a tiempo. No esperen que todo sea fácil, esperen que todo valga la pena. Como el encino, fuerte por dentro aunque a veces el viento lo sacuda.


Luego habló el abuelo materno de Rosenda, con las manos temblorosas pero la palabra afilada:


—Muchos creen que el amor se demuestra con grandes gestos… pero escuchen bien: el verdadero amor se nota en las cosas pequeñas. En quien recoge una taza sin que se lo pidan. En quien espera con calma, en quien cuida el silencio del otro. Así como el colibrí busca las flores cada mañana, así deben buscar ustedes todos los días una razón para alegrarse juntos.


Después, la madre de Rogelio, con ternura y firmeza, se dirigió a los dos:


—No olviden nunca de dónde vienen. Este pueblo, esta tierra, nuestras costumbres… no están solo para los días festivos. Son guía en los tiempos difíciles. Miren cómo la montaña se mantiene en pie: firme, sí, pero moldeada por el tiempo. Que sus corazones se mantengan firmes, pero flexibles. Que sepan ceder cuando el amor lo pida, y resistir cuando la vida lo exija.


Finalmente, la madre de Rosenda, con lágrimas suaves en los ojos, añadió:


—Yo he aprendido que cada persona viene al mundo con un don. Pero no es para presumirlo, sino para compartirlo. Rogelio, tú tienes el don del trabajo y la palabra justa. Rosenda, tú traes la luz y el orden. Juntos tienen todo para construir un hogar lleno de armonía. Pero recuerden: el verdadero hogar no es el que se construye con paredes, sino con actos de bondad, de respeto, de humildad.


Se hizo un breve silencio. El viento se deslizó entre los árboles como si también él quisiera dar su bendición. Entonces, uno de los más ancianos del pueblo, sentado en su silla de madera, levantó apenas su bastón y dijo:


—Si algún día dudan, miren a la naturaleza. Ella nunca grita y sin embargo lo dice todo. El río no corre en línea recta, pero siempre llega. Las flores no compiten entre ellas, solo florecen. Y el sol, aunque se esconda, siempre vuelve.


Y así, entre ejemplos simples y verdades profundas, los mayores sembraron en los corazones de los novios y los presentes un consejo eterno: que el amor no se presume, se cuida. Que la vida no se controla, se honra. Que lo más importante no es llegar lejos, sino llegar juntos, y con la frente en alto.

JuanAntonio Saucedo Pimentel 








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