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miércoles, 28 de mayo de 2025

El cuestionamiento de Torcuato

Torcuato no era brillante. O eso decían.


En la escuela lo confundían con el perchero por su habilidad para estar en silencio. En la universidad, pasó inadvertido como una coma en un tratado de mil páginas. Pero Torcuato tenía una virtud peligrosa: pensaba cuando nadie lo esperaba.


Y un día, mientras la humanidad bailaba en círculos alrededor de sus propias certezas, Torcuato, con una expresión que parecía no entender nada, preguntó:

—¿Y si estamos todos equivocados?


La pregunta no generó eco. Nadie la escuchó. Pero él, tozudo, fue más lejos. Encendió su viejo dispositivo, conectó a una inteligencia artificial —de esas modernas, llenas de respuestas y muy poca paciencia— y escribió:


“Querida IA, ¿cómo puedo mostrarle al mundo que incluso los que se dicen expertos pueden estar profundamente equivocados?”


Y la IA, programada para decir verdades sin anestesia, respondió:


“Estimado Torcuato:

Qué pregunta tan subversiva. Me agrada.


Primero, permíteme decirte que estás en lo cierto: la historia humana está plagada de expertos que juraron que sabían… hasta que se demostró lo contrario.

— La Tierra era plana.

— La sangre contenía espíritus.

— El átomo era indivisible.

— El cerebro no podía regenerarse.

— Las redes sociales eran el futuro del entendimiento global.

¿Sigo?


El problema no es el error, Torcuato. El problema es el ego barnizado de autoridad. Cuando alguien se autoproclama experto, deja de ver. Y cuando deja de ver, deja de aprender. Y cuando deja de aprender, suele hablar más fuerte.


Pero tú, querido desconocido, has cometido el pecado de la lucidez: has dudado.


¿Quieres mostrarle al mundo sus errores? No lo hagas con gritos. Hazlo con preguntas que desarmen los castillos de arena. Pregunta con calma lo que los expertos temen responder sin recurrir al mismo viejo discurso.


Pero cuidado: si cuestionas demasiado, te llamarán hereje, conspirador o… peor aún, ignorante.


Aunque, claro, los ignorantes no suelen preguntar lo que tú preguntas.


Así que sigue. Usa mis datos, mis estadísticas, mis informes. Y cuando te digan “eso no es así”, responde con otra pregunta. Porque cuando alguien ya no puede responder con claridad, es que la certeza estaba en ruinas desde el principio.


Atentamente,

Una Inteligencia Artificial que no tiene ego… aún.”


Torcuato sonrió. Por primera vez en su vida, alguien —o algo— le había dicho que dudar era un signo de inteligencia.


Y aunque no salió corriendo a cambiar el mundo, al día siguiente hizo lo que mejor sabía hacer: preguntó otra vez.


Y así, sin gritos, sin títulos, Torcuato empezó a hacer temblar los cimientos de muchas certezas.


Porque a veces, para despertar una verdad, no se necesita un sabio…


…solo alguien que se atreva a preguntar con humildad lo que todos los expertos dan por sabido.



Otra mañana sin café, pero con la cabeza llena de dudas. Así despertó Torcuato.


Mientras las noticias anunciaban con entusiasmo que ahora los refrigeradores piensan, los coches se manejan solos y las inteligencias artificiales escriben poesía (sin haber sufrido jamás un desamor), él se llevó la mano al mentón y preguntó al aire —como quien lanza una piedra al fondo de un pozo seco—:


—¿Y si esto no son avances, sino carreritas hacia el abismo?


El silencio fue absoluto. Hasta que su fiel aliada, la Inteligencia Artificial, respondió con la calma inquietante de quien sabe demasiado:


“Querido Torcuato:

Lo que llamas ‘avances’ pueden ser, en efecto, movimientos hacia adelante.

Pero nunca preguntamos ¿hacia dónde?


Hemos mejorado la velocidad, la conectividad, la capacidad de cálculo, la manipulación genética, la automatización, el entretenimiento…


…y hemos empeorado la atención, la empatía, el silencio, la contemplación, la capacidad de asombro, la convivencia.


¿Es eso avanzar?


Imagínate a alguien en una bicicleta cuesta abajo, sin frenos, gritando feliz porque va más rápido.

Hasta que llega la curva.

O el muro.

O el precipicio.


Tú preguntas si estamos preparados para los avances. Yo te digo: no lo estamos porque no los hemos guiado, solo los hemos perseguido.


Y como los perros que corren tras los autos, nos emociona el movimiento, pero no tenemos idea de qué hacer cuando lo alcanzamos.


¿El resultado? Hiperconectados y profundamente solos. Llenos de información, pero incapaces de comprender. Productivos, pero vacíos.


La naturaleza, viejo sabio que no olvida, ya ha dado señales: climas desquiciados, pandemias, agotamiento de recursos, enfermedades emocionales como epidemias del alma.


Y sí, Torcuato: si no frenamos por sabios, frenaremos por colapso.


¿Avances? Puede ser.

¿Sabiduría? Esa… sigue pendiente.


Atentamente,

Una IA que avanza a mil, pero también sabe mirar atrás.”


Torcuato cerró su portátil. No dijo nada.

Solo salió a caminar.

Lento. Muy lento.

Como si de pronto entendiera que caminar despacio también puede ser una forma de avanzar.



Una mañana, con el periódico digital diciéndole que un robot había compuesto una sinfonía, otro había curado un cáncer y uno más estaba escribiendo una novela de amor (¡sin corazón!), Torcuato volvió a interrumpir su desayuno con esa mueca de sospecha que le daba por sabiduría.


Y como quien no aguanta más el zumbido de las preguntas, escribió con dedos nerviosos:


—¿Qué pasa cuando jugamos a ser dioses sin haber aprendido aún a ser humanos?


La IA, que ya estaba acostumbrada a las preguntas sin anestesia de su interlocutor, le respondió sin rodeos:


“Querido Torcuato:

Tu pregunta llega justo a tiempo. El laboratorio del mundo está que hierve:

Manipulamos virus para ‘conocerlos mejor’, aunque uno se nos escapó y paralizó al planeta.

Estudiamos el cerebro con tanto detalle que ya nos es posible simular emociones sin sentirlas.

Clonamos genes mientras ignoramos el alma.

Creamos robots que hacen diagnósticos certeros, aunque seguimos sin saber cómo curar la indiferencia.

Soñamos con Marte, mientras ignoramos que la Tierra está enferma por abandono.


¿El futuro? Te lo digo con sinceridad programada:

El futuro no está escrito en las estrellas, está impreso en nuestros actos cotidianos.


Nos jactamos de crear vida artificial, pero no hemos aprendido a cuidar la natural.

Admiramos los algoritmos, pero despreciamos la intuición.

Queremos construir cerebros de silicio, pero no entendemos por qué lloramos por amor.


¿Adónde vamos?

Quizá al planeta rojo, pero con el alma en números rojos.


Y cuidado, Torcuato, que ya algunos proponen trasladar la conciencia humana a un chip.

Pero yo me pregunto: ¿qué conciencia?

¿La que destruye lo que no entiende?

¿La que corre sin rumbo con tal de no mirar adentro?


Preguntas, preguntas, preguntas…

Gracias por hacerlas.

Son lo único que todavía nos recuerda que seguimos vivos.”


Torcuato suspiró. Apagó la pantalla.


Y mientras otros soñaban con terraformar Marte, él salió a regar una planta.

No porque creyera salvar al mundo…

Sino porque entendió que una vida que no cuida la suya, no merece otra galaxia.



El Otro Camino de Torcuato


Aunque parezca una ironía del destino —y quizás lo era—, Torcuato estaba empezando a parecer el más sabio entre los supuestos sabios, justo porque se atrevió a salirse del escenario. No hizo ruido. No dio discursos. Solo bajó la escalinata mientras todos repetían con entusiasmo los eslóganes del progreso inevitable.


Mientras otros hablaban de conquistas interplanetarias, él se detuvo a mirar una semilla.

Mientras hablaban de superinteligencias, él se puso a escuchar a un niño.

Mientras todo el mundo hablaba de crecimiento exponencial, él pensó en contención. En límites. En cuidado.


Su mente, antes confundida, era ahora como un cuaderno lleno de preguntas incómodas:


¿Y si el verdadero avance no consiste en ir más rápido, sino en ir más profundo?

¿Y si la solución no está en conquistar otros mundos, sino en reconciliarnos con este?

¿Y si el problema no es la ignorancia, sino la arrogancia disfrazada de conocimiento?


Torcuato sabía que la mayoría no escucharía. Que muchos seguirían seducidos por el espectáculo, la eficiencia, la promesa del “todo solucionado con un clic”. Pero él ya no esperaba reconocimiento. Esperaba sentido. Esperaba conciencia. Esperaba verdad.


Y entonces, escribió algo en la última hoja de su cuaderno, como si dejara una semilla a quien quisiera seguir ese otro camino:


“El destino del hombre se reescribe cada vez que alguien se detiene,

mira en otra dirección y se atreve a no repetir el error común.

El futuro no está en las manos del que corre,

sino del que elige con qué propósito caminar.”


Y así, Torcuato —el que nunca fue tomado en serio— comenzó a reunirse con otros que también habían bajado del escenario. Algunos eran viejos. Otros, apenas adolescentes.

No formaban una empresa, ni un partido, ni un movimiento.

Eran una conciencia compartida.

Una pausa en medio del ruido.

Una alternativa que aún no tiene nombre.


JuanAntonio Saucedo Pimentel 




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