Lila, la guacamaya que repetía todo
Cada mañana, mientras el sol doraba los tejados del pueblo y el bullicio escolar comenzaba, unas guacamayas de brillantes colores se posaban en la ventana del aula principal de la Escuela Nueva.
Entre ellas destacaba Lila, una guacamaya particularmente ruidosa y simpática. Desde hacía semanas, los alumnos notaron algo curioso: Lila había aprendido a repetir con claridad muchas de las lecciones que se daban en clase.
—¡Las raíces cuadradas son operaciones inversas!
—¡Los seres vivos se adaptan a su entorno!
—¡La Revolución mexicana comenzó en 1910!
Lila lo decía todo con un tono tan preciso que parecía una grabación. A los niños les hacía gracia. Cada vez que olvidaban algo, bastaba con que Lila los mirara desde la ventana y, entre chillido y chillido, soltara parte de la respuesta.
Un día, el maestro Francisco interrumpió la clase y preguntó:
—¿Qué opinan ustedes de Lila, nuestra alumna emplumada?
Todos rieron y soltaron respuestas graciosas:
—¡Es como una bocina viva!
—¡Es mejor que mi cuaderno!
—¡Ya aprendió más que mi primo!
Pero fue Rosalinda, una niña de trenzas largas y ojos pensativos, quien levantó la mano con seriedad.
—A mí me parece maravillosa, maestro. Lila ha aprendido a repetir muchas lecciones. Lo hace como si entendiera lo que dice… pero no comprende su significado. Sólo repite. Y eso, con respeto, también pasa con muchas personas: repiten sin entender, sin preguntar, sin comprobar.
Hubo un silencio breve. El maestro asintió lentamente, y todos los niños miraron a Lila, que en ese momento gritó desde la ventana:
—¡La suma de los ángulos de un triángulo es igual a 180 grados!
—¡¿Ven?! —dijo Rosalinda con una sonrisa—. Repetir no es lo mismo que aprender. Saber algo de verdad es cuestionar, entender, comprobar lo que uno dice. Lila, aunque es una gran repetidora, ni siquiera entiende la O por lo redondo.
Los niños estallaron en carcajadas, incluso el maestro tuvo que cubrirse la boca para no soltar la suya. Pero tras la risa, quedó una reflexión profunda. ¿Cuántas veces repetimos sin pensar? ¿Cuántas cosas creemos saber… pero no entendemos?
Ese mismo día, en una ceremonia improvisada en el patio, Lila recibió un diploma dibujado con crayolas y firmado por todos los alumnos:
“A Lila, la guacamaya honorable, que nos enseñó que repetir no es aprender.”
Y desde entonces, cada vez que un niño comenzaba a memorizar sin comprender, el maestro Francisco sólo decía:
—Cuidado… no vayas a ser como Lila.
JuanAntonio Saucedo Pimentel
Lila y la segunda lección: pensar antes de actuar
Desde que Lila, la guacamaya de colores brillantes, recibió su diploma como la mejor “repetidora sin entender”, todos en la escuela la querían más. Se había convertido en un símbolo curioso: bonita, divertida, pero también una gran maestra involuntaria.
Un día, durante la clase de formación cívica, el maestro Ernesto planteó otra pregunta:
—¿Creen que los humanos somos muy distintos a los animales?
Samuel, que siempre estaba distraído, dijo:
—Claro que sí, maestro. Nosotros tenemos razón… digo, usamos la razón.
Pero justo en ese momento, afuera en el patio, un perro ladró con furia al ver que un niño se acercaba corriendo. El niño no quería hacerle daño, solo jugaba. Aun así, el perro se sintió amenazado y reaccionó por instinto.
—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros? —preguntó Rosalinda.
El maestro los invitó a reflexionar:
—¿Nunca han visto a una persona gritar sin razón, pelear sin entender, actuar solo por impulso?
Todos se miraron. Sí, sí lo habían visto… en sus casas, en la calle, incluso entre ellos.
Entonces Lila, como si esperara su momento estelar, soltó una frase que había oído mil veces:
—¡Piénsalo dos veces antes de actuar!
Las carcajadas no se hicieron esperar, pero luego vino el silencio.
Rosalinda, como siempre, fue al grano:
—Igual que muchos repiten sin pensar, también muchos actúan sin pensar. Como si fuéramos animales que no pueden controlar sus emociones. Pero si queremos mejorar, tenemos que aprender a entender por qué sentimos lo que sentimos, y decidir antes de reaccionar.
—¡Exactamente! —dijo el maestro—. Ese es el siguiente paso: controlar el impulso y usar la razón. La diferencia entre una reacción animal y una acción humana es la reflexión.
Aquel día, el maestro escribió en la pizarra:
“Repetir sin entender es ignorancia. Actuar sin pensar es peligro. Pensar, comprender y elegir, eso es crecer.”
Y aunque Lila no lo entendía, repitió:
—¡Eso es crecer!
Los niños decidieron que merecía otro diploma: Lila, la guacamaya que les enseñó a pensar antes de actuar, aunque ella no supiera por qué.
JuanAntonio Saucedo Pimentel
Lila y la tercera lección: la dignidad y los valores
Era lunes y el tema del día parecía más difícil que los logaritmos o los experimentos con servilletas. En el pizarrón el maestro escribió solo una palabra:
DIGNIDAD.
Lila, desde su ventana, se quedó muda. Esa palabra no la había oído antes.
—¿Quién sabe qué significa? —preguntó el maestro.
Se hizo silencio. Hasta que Aníbal, el más inquieto del salón, alzó la mano:
—¿No es como cuando uno no se deja humillar?
—Sí —respondió el maestro—, pero también es saber que uno vale, y que los demás también valen. Y que hay cosas que nunca se deben hacer por dinero, por fama, o por miedo.
Fue como abrir una compuerta. Las ideas empezaron a volar por todo el salón.
—Mi tío dice que todo se puede comprar —dijo Gabriela—. Pero yo creo que eso no es cierto. Hay cosas que valen más que el dinero.
—Como la palabra de uno —agregó Juanito—. Si tú prometes algo, aunque nadie te vigile, debes cumplir.
—Y también cuando alguien abusa de los demás solo porque tiene poder —dijo Lupe, muy seria—. Eso lo veo mucho en la tele, y hasta en el pueblo.
—O los que mienten y hacen trampa para ganar elecciones —murmuró José, con cierta rabia—. Y luego vienen a decir que representan al pueblo.
El maestro los dejó hablar. Se había desatado una tormenta de ideas. Había indignación, pero también conciencia.
—La dignidad se demuestra en cómo tratamos a los demás —dijo Rosalinda, con tono firme—. Un ser humano sin valores no es mejor que un animal que solo actúa por instinto. Y lo peor es que a veces, ni siquiera los animales se comportan tan mal.
—Yo creo que la vergüenza no es sentir culpa, sino saber que uno pudo actuar bien y no lo hizo —dijo Sofía, sorprendiendo a todos.
Entonces Lila, como si entendiera el peso del momento, gritó una de sus frases más famosas:
—¡Sé valiente, haz lo correcto!
Todos rieron, pero el maestro asintió con una sonrisa.
—Lila no sabe lo que dice, pero ustedes sí. Esa es la diferencia. Hablar de dignidad no sirve si no se vive. Y cada uno de ustedes puede hacer la diferencia desde ahora.
Y en el pizarrón, bajo la palabra “DIGNIDAD”, escribió:
“Tus valores son tu reflejo cuando nadie te está mirando.”
Ese día, los alumnos decidieron que no solo Lila merecía un diploma.
Ellos mismos se harían uno, simbólico, con la promesa escrita a mano:
“Prometo actuar con dignidad y defender los valores que hacen grande a un ser humano.”
Lo pegaron en la pared, junto al de Lila.
Y aunque Lila solo sabía repetir, los niños ya estaban aprendiendo a vivir lo que decían.
JuanAntonio Saucedo Pimentel
En la escuela del Palomar, al día siguiente…
El aula estaba más viva que nunca. El tema de la clase era uno de esos que no estaban en los libros, pero que el maestro consideraba fundamentales: la empatía.
—¿Quién puede decirme qué es la empatía? —preguntó, mientras Lila, la guacamaya, daba vueltas en su perchero improvisado cerca de la ventana.
—¡Es cuando uno siente lo que siente otro! —respondió Samuel.
—Casi —dijo el maestro sonriendo—. No se trata solo de sentir igual, sino de comprender lo que el otro está sintiendo, ponerse en sus zapatos, aunque no los hayamos usado nunca.
Rosalinda levantó la mano.
—Mi abuela me dijo que cuando una gallina pierde a un pollito, otra gallina se le acerca y se queda cerquita, sin hacer ruido, como si le diera consuelo.
—¡Yo vi eso! —gritó Mauro desde atrás—. Y también vi que un perro no se movía de la puerta del hospital donde estaba su dueño. No comía ni dormía. Solo esperaba.
El maestro asintió conmovido.
—Los animales no hablan, pero muchas veces nos dan lecciones. ¿Y los humanos? ¿Qué hacemos cuando vemos a alguien triste o sufriendo?
Lila soltó una frase que hizo reír a todos:
—“No es mi problema.”
El tono era idéntico al que muchos adultos usaban cuando no querían ayudar.
El silencio volvió al aula.
—Eso es lo que duele —dijo Rosalinda—. Que a veces los humanos se comportan peor que los animales.
—Y no se trata de tener dinero o estudios —añadió Diego—. El otro día, un señor bien trajeado no ayudó a una viejita que se cayó en la calle… y un muchacho en bicicleta se bajó y la levantó con mucho cuidado.
El maestro tomó nota en el pizarrón: empatía es ver con los ojos del alma.
—No se enseña con palabras, sino con ejemplos.
Lila repitió:
—Con ejemplos, con ejemplos…
Todos rieron.
—Ya ven —dijo el maestro—. Lila no sabe qué es la empatía, pero la está ayudando a vivir aquí con nosotros. Ustedes sí pueden entenderla. ¿Qué les parece si esta semana hacen algo empático por alguien y luego nos cuentan?
—¡Sííí! —gritaron todos a coro.
En esa escuela extraña, donde una guacamaya repetía lecciones y los niños pensaban más allá de los libros, se encendía cada día una llama distinta: la de la humanidad verdadera.
JuanAntonio Saucedo Pimentel
En la clase de Ética Planetaria, en la Escuela del Palomar…
La pantalla gigante del aula se iluminó con imágenes impactantes: ríos ennegrecidos por desechos, montañas convertidas en cicatrices abiertas por la minería, animales huyendo de incendios forestales. Los rostros de los niños se ensombrecieron.
—Esto no es una película —dijo el maestro con voz grave—. Son escenas reales, tomadas en diferentes partes del mundo la semana pasada.
El silencio fue tan profundo que ni Lila se atrevió a hablar.
—¿Quién se beneficia de esto? —preguntó Rosalinda—. Porque alguien tiene que estar ganando dinero destruyendo tanto.
—Buena pregunta —respondió el maestro—. No siempre es fácil saberlo. Muchas veces las decisiones las toman personas que jamás verán el daño que causan… y los que sufren son miles que ni siquiera pudieron opinar.
Samuel levantó la mano con el ceño fruncido.
—Eso no es justo. La tierra es de todos.
—Y la estamos perdiendo —añadió Mauro—. ¿Qué vamos a respirar si queman los bosques? ¿Qué vamos a comer si contaminan el agua?
En ese momento, la clase se convirtió en un laboratorio virtual. Cada alumno tenía acceso a una pantalla donde podían modificar variables en simulaciones: reforestar selvas, prohibir plásticos, implementar energías limpias o regular la pesca industrial.
—¡Miren esto! —gritó Diego—. Si reducimos el consumo de carne en un 30%, se recuperan miles de hectáreas de selva.
—Y si compartimos los recursos en vez de acumularlos —añadió Lulú—, la pobreza extrema baja… y también los conflictos.
Las pantallas mostraban proyecciones con indicadores cambiando: mejor calidad del aire, disminución de enfermedades, más biodiversidad.
—¡Esto es justicia! —dijo Rosalinda—. Justicia no es castigar, es evitar que se cometa el daño, es repartir lo que es de todos de manera correcta.
El maestro aplaudió.
—Eso es honestidad también: actuar con la verdad, sin doble cara. Ser coherentes con lo que decimos y hacemos.
Lila, como si entendiera, gritó desde su rincón:
—¡Coherencia, coherencia!
Los niños rieron. Pero esta vez fue distinto: no era burla, era esperanza.
—¿Qué les parece si creamos una campaña? —propuso el maestro—. Un proyecto donde ustedes enseñen a otros niños lo que hoy han descubierto.
Todos estuvieron de acuerdo. El aula se convirtió en un centro de ideas: pósters digitales, clips de conciencia, propuestas para sus comunidades, dibujos, slogans, cartas al gobierno, incluso planes para plantar árboles en los alrededores de la escuela.
Porque cuando se siembra la semilla de la justicia y la honestidad en la infancia… los frutos pueden cambiar el mundo.
JuanAntonio Saucedo Pimentel
“El Ratón y la Voz de los Niños”
En un rincón de la escuela del futuro —donde las paredes eran pantallas interactivas y la imaginación era tan poderosa como la tecnología—, durante una clase sobre ética y lenguaje, uno de los alumnos pidió la palabra.
—¿Podemos crear un personaje para expresar cómo se sienten los que son juzgados sin ser comprendidos?
Y así, nació él: un ratón virtual, pequeño y de mirada vivaz, que apareció en la pantalla principal. Tenía voz, movimientos, y una historia que contar.
—Estoy cansado —dijo con tono sereno— de que me comparen con los que roban o hacen daño. Yo solo busco migas para vivir. Me llaman ladrón, sin saber quién soy.
Los niños se quedaron en silencio. La propuesta tocó una fibra profunda. Rosalinda, que siempre tenía una reflexión que hacer, levantó la mano.
—A veces repetimos lo que oímos sin pensar. Decimos “rata” como insulto, sin entender ni cuestionar. Este ratón no es un ladrón… es solo una metáfora de todos aquellos que en verdad sin consciencia se enriquecen quitando a otros lo que les pertenece, eso no lo podemos ocultar, pero lo podemos cambiar.
Así, entre todos, empezaron a escribir un cuento desde la perspectiva de ese ratón virtual. Las pantallas se activaron y, en minutos, el aula se conectó con escuelas de otros países. La traducción instantánea permitió que niños de distintas culturas compartieran ideas, ejemplos, preguntas.
Las aulas se llenaron de propuestas. Se habló de justicia, de prejuicios, de la importancia de comprender antes de juzgar. Descubrieron que en muchos lugares del mundo había seres, humanos o no, a quienes se les negaba la voz.
Una niña desde un lugar remoto dijo algo que quedó flotando en el aire:
—Tenemos la oportunidad de hacer lo que nunca se ha logrado: devolverle al mundo lo que le quitaron por siglos… y eso empieza entendiendo, no solo repitiendo.
El ratón virtual volvió a la pantalla con una sonrisa.
—Gracias por dejarme hablar. Gracias por imaginarme. Tal vez yo no exista, pero las ideas que represento… sí.
Y en la parte superior de la pantalla apareció una frase, escrita por todos:
“No basta con repetir lo aprendido. Hay que entender, cuestionar y actuar. Solo así, como ratones conscientes y niños despiertos, podremos sanar el planeta.”
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