El abuelo y la lámpara olvidada
La tarde se colaba en la sala con su luz dorada, tibia, silenciosa. Afuera, los árboles se mecían suavemente, como si también estuvieran escuchando. Dentro, el abuelo reposaba en su mecedora de madera, con una manta sobre las piernas y una pipa apagada en la mano. Había dejado a un lado el libro que leía, uno de esos antiguos que ya nadie hojea, para escuchar con atención a su nieta.
Ella, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, tenía los ojos llenos de preguntas.
—Abuelo —dijo, con voz baja pero firme—, ¿por qué a la gente le cuesta tanto aceptar sus errores? ¿Por qué es tan difícil pedir perdón… o perdonarse a uno mismo? ¿Por qué nos complicamos tanto la vida con apariencias y falsas metas?
El abuelo la miró con ternura, como si ya hubiera oído esa pregunta muchas veces… aunque cada vez le doliera igual. Tardó un momento en responder. Su mirada se perdió en algún rincón del pasado, o tal vez en las brasas apagadas del alma humana.
—Pedir perdón… y perdonarse a uno mismo —dijo al fin— requiere de mucha sabiduría. Y la sabiduría, mi niña, no se alcanza fácilmente. Hay quienes tardan toda una vida en comprender las verdades que habitan en su espíritu. Están tan cerca… pero las encerramos entre muros de falsos pensamientos. Ideas que se impusieron con violencia, con ambición, con locura.
Volvió la vista hacia la ventana, donde el sol parecía ya rendirse.
—El hombre sigue buscando la luz —continuó— mientras ya tiene la lámpara en sus manos. Pero está cegado por lo superfluo. El brillo artificial lo deslumbró desde joven… y lo natural, lo esencial, lo desprecia.
Hizo una pausa. Su pipa, olvidada, descansaba sobre la mesa. La niña lo observaba con respeto, sabiendo que no eran palabras cualquiera.
—Nos enseñaron a competir, a triunfar, a ser los mejores sin importar el costo. El sistema premia al que aparenta, al que acumula. La dignidad y lo humano se ocultan bajo la cortina de la riqueza y el poder. Y ese… ese es un error que nos ha llevado a consecuencias fatales una y otra vez. Pero no aprendemos. No vemos. No queremos ver las respuestas correctas. ¿Dónde quedó esa razón que tanto presumimos?
El silencio volvió a instalarse un momento. Solo se oía el leve crujido de la madera en la mecedora.
—Sin embargo —agregó, con una sonrisa serena—, ya hay muchos como tú que empiezan a hacerse estas preguntas. Que se detienen, que dudan, que buscan. Están intentando derrumbar los muros y liberar la sabiduría. Son los nuevos guerreros… los que no luchan con espadas, sino con conciencia. Los que no siguen al rebaño, sino que escuchan a su corazón.
Entonces se inclinó hacia ella, le tomó la mano con cariño, y con voz suave le dijo:
—Tú eres una de ellos. Estás comenzando la lucha más importante de la historia: la que ha de limpiar para siempre esa escoria que quiso borrar del corazón y la memoria lo que somos… seres humanos.
La niña no dijo nada. Pero se levantó despacio y abrazó al abuelo con fuerza. Él le acarició el cabello, en silencio.
—Prometo que voy a buscar las respuestas correctas —susurró ella—. Y que aprenderé lo que de verdad significan la tolerancia… y el perdón.
Afuera, la luz del atardecer comenzaba a cederle el paso a las primeras estrellas.
Y dentro, algo muy antiguo y muy nuevo había brillado en el pensamiento del abuelo, seguía siendo útil aún sin poder moverse como cuando era joven.
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