El Hombre de las Llaves
Diariamente, de camino al trabajo, me encontraba con un hombre de unos sesenta años. Delgado, descalzo, con el cabello largo y despeinado. Llevaba siempre puesta una camisa de cuadros y un pantalón de mezclilla muy gastado. Pero lo que más llamaba mi atención era su cinturón: de él colgaban decenas de llaves que sonaban con cada paso, como si anunciara su presencia con campanillas.
Nunca habíamos hablado, aunque nos cruzábamos desde hacía años.
Hasta que, una mañana lluviosa, ambos nos refugiamos bajo el toldo de una tienda cerrada. Él me miró y dijo con voz ronca, como si continuara una conversación pendiente:
—Siempre nos encontramos en el camino… pero nunca platicamos.
—Es cierto —respondí—. Años cruzándonos y esta es la primera vez que conversamos.
No pude evitar preguntarle:
—¿Por qué siempre lleva tantas llaves colgando?
Sonrió.
—Son recordatorios —dijo—. De que siempre hay puertas por abrir, incluso cuando todo parece cerrado.
Debí poner cara de no entender, porque continuó:
—Hay momentos en la vida en los que uno tiene que tomar decisiones. Adaptarse es indispensable. Para mí, estas llaves me recuerdan que no hay una sola salida, sino muchas. Lo importante es pensar cuál es la mejor… porque lo fácil no siempre es lo correcto.
Guardó silencio por unos segundos, luego añadió:
—Para mí, lo mejor es aquello que resulta simple, sin demasiados riesgos, y sobre todo, lo que no me perjudica ni causa daño a otro. Mi norma es no hacer lo que no me gustaría que me hicieran. ¿Y la tuya?
—No lo había pensado —confesé—. Supongo que crecí creyendo que debía obtener lo mejor y luchar por ello. Me enseñaron que el éxito es lo que da satisfacción… pero tienes razón. A veces uno toma decisiones que terminan complicándolo todo.
Él asintió con tranquilidad, como quien ya ha escuchado esa confesión muchas veces.
—Yo elegí no complicarme. No me engaño pensando que soy eterno ni me obsesiono con alcanzar el éxito. Eso depende de lo que cada uno considere como tal. Para mí, vivir tranquilo, poder caminar sin preocuparme por el mañana… eso es suficiente.
—Pero, ¿no te preocupa el futuro?
—No tanto como a otros. Vivir con la angustia de lo que podría pasar te enferma. Las compañías de seguros venden eso: miedo. Te prometen tranquilidad mientras te la quitan. Y al final, te das cuenta de que la vida fue muy distinta a como la planeaste. Lo que parecía importante, deja de serlo. Porque te vas desgastando… el mundo cambia. Y cuando quieres reaccionar, ya no queda tiempo.
Hizo una pausa. La lluvia había disminuido.
—Por eso yo prefiero caminar sintiendo la vida. No solo pasar por ella. Sentirla en todo: en la tierra, el viento, la lluvia, los sonidos, la gente. Intento percibir lo grandioso de este mundo. Porque, aunque sea solo un punto en el vasto cosmos, es único. Y vivirlo plenamente es, para mí, la mejor decisión.
Justo antes de marcharse, sacó una de sus llaves del cinturón. Era pequeña, de bronce, y tenía un número grabado.
—Toma —me dijo tendiéndomela—. Por si algún día se te olvida que siempre hay una puerta por abrir a otra forma de vivir, de entrar a una dimensión donde la principal preocupación es disfrutar de la fiesta de este mundo.
Y se fue, caminando bajo la lluvia como un niño que juega, sin prisa, sin miedo.
Yo me quedé con la llave en la mano… y una extraña sensación de haber escuchado algo que no debía olvidar. Que me hubiera gustado escuchar hace muchos años .
JuanAntonio Saucedo Pimentel
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