“Desde el pueblo de Las Joyas vivientes hasta China”
Rosenda y Rogelio, conocidos en el pueblo de Las Joyas por su trabajo incansable y el amor con el que criaron a sus hijos, jamás imaginaron que uno de ellos llegaría tan lejos. Emiliano, su hijo , decidió un día postularse para estudiar en una prestigiosa universidad pública en China, reconocida entre las doce mejores del mundo. Una institución moderna, equipada con la más alta tecnología, donde el uso de robots y drones en tareas cotidianas ya era parte del paisaje.
Al principio, Rogelio pensó que Emiliano seguía los pasos de una de sus empleadas, Sara, una joven vivaz que, tras aprender chino en línea y practicar con los comerciantes que vendían comida cerca de una de las tiendas de artesanías que tenían en la capital, había viajado un año antes a estudiar a ese país lejano. Sin embargo, pronto comprendió que su hijo no solo buscaba estudiar, sino también explorar nuevas oportunidades en el gran mercado chino. Así fue como, casi sin darse cuenta, iniciaron las primeras exportaciones artesanales al país asiático.
Emiliano llegó a un campus gigantesco donde convivían cien mil estudiantes, muchos de ellos extranjeros. Era un universo multicultural donde las costumbres y las ideas se cruzaban en pasillos llenos de vida, y todos parecían coincidir en un mismo propósito: construir un mundo mejor. El cuidado del medio ambiente era uno de los pilares esenciales, lo cual sintonizaba perfectamente con la crianza que había recibido en Las Joyas, donde el respeto por la tierra, los mayores y los valores humanos fundamentales estaban bien arraigados.
Lejos de sentirse perdido, Emiliano y otros jóvenes del pueblo se adaptaron rápidamente. En una llamada con su padre, una tarde de otoño, la emoción se notaba en su voz:
—Papá, no te imaginas lo que es este lugar… Las instalaciones son impresionantes, las clases exigentes, los profesores sabios y apasionados. Aquí las mentes no compiten, colaboran. Se piensa en el futuro, no solo en el éxito personal, sino en el progreso colectivo. Me sorprende ver cómo estudiantes de tantos países distintos trabajan con la misma convicción: la de mejorar el mundo.
Hizo una pausa y luego añadió, con una sonrisa que podía sentirse a través del teléfono:
—Lo que más me hace reflexionar es que, aunque venimos de lugares distintos, somos tan iguales. Cada quien aporta lo suyo para ir armando el rompecabezas de las soluciones. Te voy a contar algo… ¿recuerdas a Sara?
—¿La hija de don Hugo? —preguntó Rogelio.
—Sí, ella misma. Aquí se ha convertido en una intérprete en muchas sesiones. Habla siete idiomas, papá. Nadie imagina allá en el pueblo que tenemos una verdadera genio entre nosotros. Además, estudia administración y es de las mejores de su clase. A veces le pido ayuda porque ella va un año por delante, y su tutoría me ha servido muchísimo. Pero más allá de eso, su compañía me hace bien. A su lado siento que no he dejado el pueblo. Ella es como un remanso… lleva consigo la belleza de nuestros montes, del río, de la llanura… el aroma del bosque, la alegría de nuestra gente.
Del otro lado de la línea, Rogelio sonrió en silencio, orgulloso.
—Y dime, Emiliano —preguntó con serenidad—, ¿para cuándo han planeado la boda?
Emiliano no dudó:
—Cuando ustedes lo dispongan, papá. Queremos volver y celebrarlo con todo el pueblo. Contar lo que hemos aprendido. Ser guías para otros jóvenes que quieran soñar sin perder sus raíces. Queremos cuidar la tierra como lo que realmente es: nuestro mayor tesoro.
Una pausa y escucho la voz de su madre, hijo, no sabes lo feliz que nos haces, ya los estamos esperando y de fiesta ,desde ahora la empezamos!
“El Regreso de los Consentidos”
En Las Joyas, un pequeño pueblo abrazado por montes verdes y llanuras doradas, la noticia corrió como pólvora perfumada: Emiliano y Sara regresarían para casarse. No era una boda cualquiera. Se trataba del hijo de Rogelio y Rosenda, quienes alguna vez fueron el centro de otra historia que aún se cuenta con lágrimas y sonrisas en las sobremesas.
Emiliano, el hijo consentido que una vez ayudaba en la tienda de artesanías, había partido años atrás hacia China para estudiar administración en una universidad moderna y prestigiosa. Allá, entre los salones de clase, laboratorios, gimnasio, comedores donde todos parecían tener prisa , conoció a estudiantes de todo el mundo y se enamoró de Sara, una joven brillante que dominaba siete idiomas y parecía tener el alma bordada con hilos del mundo entero salida de ese pueblo para brillar como una estrella, sus padres le acompañaban sintiéndose los más dichosos y el pueblo la reconocía como a una princesa.
Ahora, después de años de aprendizaje y sueños compartidos, regresaban al lugar donde todo había comenzado, para unir sus vidas en la tierra que los formó.
Desde que se supo la noticia, el pueblo entero se volcó en los preparativos. Los vecinos ofrecieron sus manos y corazones: unos adornaban con flores los arcos de entrada, otros cocinaban en grandes cazuelas mole, arroz, barbacoa, tamales. No faltaron los músicos, porque el mariachi ya se había comprometido desde semanas antes, y hasta el trío de don Basilio ensayaba una serenata que habría de sonar en la plaza.
Rosenda y su hija Shaki hacían arreglos florales, dirigían a quienes estaban preparando el banquete y que estuvieran con todo lo necesario las cabañas donde se hospedarían los invitados.
—¡Van a venir amigos de otros países! —decía emocionada doña Concha— la madre de Sara. ¡Hay que mostrarles cómo se celebra aquí!
Los niños practicaban bailes típicos, los jóvenes limpiaban las calles y hasta los perros parecían saber que algo grande estaba por suceder. Era más que una boda; era un reencuentro con el alma del pueblo, un acto de amor a la tierra, un puente entre culturas.
Cuando Emiliano y Sara llegaron, no sólo traían maletas, traían esperanzas. En el aeropuerto, los acompañaban compañeros de clase de diversas nacionalidades: chinos, franceses, africanos, alemanes, todos deseosos de conocer el pueblo del que tanto hablaban sus amigos. Y apenas pisaron Las Joyas, entendieron por qué.
—Aquí la tierra huele a verdad —dijo un estudiante chino en perfecto español, mientras observaba a las mujeres trenzar flores en los portales.
La boda se celebró en la explanada principal. Rogelio, con los ojos húmedos de emoción, agradeció al viejo jardinero del hospital que había viajado especialmente para ese día. Lo sentaron en la mesa de honor, con una guayabera blanca bordada y una sonrisa que decía más que mil palabras.
—No sólo nos casamos —dijo Emiliano al micrófono—, también volvemos para compartir lo aprendido, para invitar a otros jóvenes a soñar, a perseverar en alcanzar sus objetivos, a estudiar, pero también a regresar, porque este pueblo es raíz y destino.
Los aplausos no cesaron. Los mariachis entonaron “hermoso cariño, el mariachi loco” y luego “El son de la negra”. La plaza se convirtió en un torbellino de baile, abrazos y alegría.
Y así, Las Joyas volvió a brillar como nunca, no por el oro ni por la riqueza, sino por el amor, la gratitud, y el futuro que se forja con el alma de sus hijos, traspasando sus fronteras.
Después de unos maravillosos días disfrutando de su gente y su pueblo, cuando los invitados se fueron ,Sara decidió visitar la nueva escuela donde le dijeron se estaba experimentando con la AI para la educación de los alumnos.
Sara visita la escuela del futuro
La escuela estaba llena de risas y expectativas. Ese día no era como los demás: una invitada muy especial llegaba desde tierras lejanas. Sara, la joven políglota que alguna vez atendió una tienda de artesanías del pueblo y que ahora estudiaba en una prestigiosa universidad de China, venía a compartir sus experiencias con los alumnos.
Vestía sencillo, con un brillo natural que nacía de su entusiasmo. Los niños, atentos, escuchaban mientras ella hablaba con claridad, emoción y humildad.
—Estudiar en China ha sido una experiencia extraordinaria —les dijo—. Las universidades allá tienen instalaciones increíbles. Usamos robots, drones, laboratorios inteligentes… pero lo más importante no es la tecnología, sino lo que se busca con ella: construir un mundo mejor para todos.
Sara les contó cómo el campus donde estudiaba parecía una ciudad del mañana: bibliotecas digitales, aulas interactivas, espacios verdes sostenibles y miles de estudiantes de distintos países compartiendo ideas y proyectos. Explicó que más allá del estudio, lo esencial era aprender a colaborar, a cuidar la naturaleza y a desarrollar soluciones para mejorar la vida en comunidad.
Entonces, les propuso algo emocionante:
—¿Quieren ver con sus propios ojos algunos de los inventos que están transformando el mundo?
Los estudiantes asintieron con entusiasmo. Sara encendió un proyector y activó una Inteligencia Artificial educativa, que con voz serena y precisa, comenzó a mostrar videos asombrosos:
• Transporte sustentable: autos solares, bicicletas que se recargaban con el movimiento y trenes magnéticos sin fricción.
• Comunicación del futuro: lentes con traducción simultánea y dispositivos que transmitían emociones en tiempo real.
• Agricultura inteligente: sistemas de riego controlados por sensores climáticos, granjas verticales, y drones que sembraban y cuidaban cultivos con precisión milimétrica.
• Tecnologías para el medio ambiente: máquinas que limpiaban ríos, generadores de energía con el oleaje del mar, y paneles solares transparentes en ventanas.
Pero al final, la IA dejó una reflexión importante:
—Todos estos avances son útiles, sí, pero aún más importante es que nunca dejen de aprender con las manos. Los robots no pueden reemplazar el corazón humano. Las comunidades necesitan personas que sepan construir, reparar, sembrar, sanar, acompañar. La tecnología es una herramienta… ustedes son los verdaderos constructores del mañana.
Los niños aplaudieron. Algunos levantaron la mano con preguntas. Otros se quedaron soñando con lo que acababan de ver. Sara sonrió. Había sembrado una semilla.
En ese momento, no solo visitaba una escuela. Estaba ayudando a encender luces en las mentes jóvenes, para que el futuro, ese que a veces parece tan lejano, comenzara justo ahí, en ese pequeño salón lleno de esperanza.
JuanAntonio Saucedo Pimentel
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