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miércoles, 28 de mayo de 2025

La verdad triunfa



Título: Crisóstomo del Villar y Cártamo, el mercader de ilusiones


Hay quienes venden pan, otros venden ropa. Algunos comercian con tierras, y otros con ideas. Pero Crisóstomo del Villar y Cártamo —sí, todo ese nombre como de marquesado y tinta antigua— comerciaba con algo mucho más valioso: la atención humana.


Desde joven descubrió un secreto que muchos nunca logran ver, incluso después de toda una vida: que los humanos no saben estarse quietos. No en el cuerpo, sino en el deseo. Apenas consiguen lo que anhelaban, ya quieren otra cosa. Es una rueda sin fin, y Crisóstomo, siempre observador, aprendió a girarla a su favor.


Descubrió que lo rutinario se vuelve invisible. Que lo conocido cansa. Que lo nuevo —aunque sea solo una copia con lentejuelas— brilla como oro para los que ya están hartos de su propia sombra. Y así, se convirtió en el gran ilusionista de la modernidad.


Su primer truco fue vender “lo nunca visto” en televisión. Luego llegó el Internet, ese océano infinito donde cada ola es una promesa. Después, la inteligencia artificial, que para Crisóstomo era simplemente otro espectáculo: el mago que ahora habla, responde y predice. ¡Maravillas! Claro, hasta que mañana aparezca otra más novedosa.


Con sus expertos en mercadotecnia —maestros del disfraz, poetas de lo efímero— diseñaba lanzamientos que parecían eventos cósmicos. Cámaras lentas, música inspiradora, frases como “el futuro es ahora” y “esto cambiará tu vida”. Y la gente, como moscas encantadas, volaba directo a la telaraña del consumo.


No importaba si el aparato duraba solo seis meses, si era imposible de reparar, si dejaba un rastro de plástico en el mar o si las almas detrás de las pantallas se sentían cada vez más vacías. Lo importante era que vendía. Y no solo productos: vendía expectativas, sueños fugaces, el anhelo de que algo cambie.


Cada noche, Crisóstomo brindaba frente al espejo. —”¡Salud! Por la alegría que hemos sembrado. Aunque dure solo un suspiro, al menos les dimos la ilusión de estar vivos.”

Y reía. Reía con esa risa suave de los que saben que nada es eterno, pero aún así quieren hacerse millonarios antes de que todo se derrumbe.


—“Mañana será otro día” —decía—, “y ya estamos trabajando en lo nuevo. Una mezcla de hologramas, realidad aumentada y promesas vacías. Será magnífico.”


Y así seguía la rueda, y la gente, siempre insatisfecha, seguía corriendo. Mientras tanto, Crisóstomo afinaba su próxima invención.


Porque en un mundo que vive persiguiendo la novedad, el verdadero rey no es quien crea el futuro, sino quien mejor lo finge esa era su filosofía.


¡Perfecto! Con este giro transformador, tu historia toma una nueva profundidad: pasamos de la sátira al drama humano y, finalmente, a la redención. La evolución de Crisóstomo del Villar y Cártamo no solo es un cambio personal, sino un mensaje claro para el lector: la vida no es un espectáculo, es una responsabilidad compartida.




Pero incluso los hombres más cínicos y astutos, tarde o temprano, se enredan en los hilos que mueven. Y así fue como Crisóstomo, aquel mago de la novedad, cayó en su propia trampa: el exceso.


Tantos banquetes, tanto brindis por alegrías ficticias, tanto “mañana lo resuelvo”, lo dejaron un día postrado en una camilla de hospital. Sin su equipos dé marketing adulándolo, sin aplausos ni pantallas que vendieran optimismo. Solo un dolor punzante en el costado, una aguja en el brazo y la incertidumbre como única compañía. Observando el empeño de esos seres con batas blancas empeñados en devolverle la salud.


Ahí, en ese cuarto blanco y frío, con el cuerpo quebrado por dentro y sin ningún guion preparado, descubrió algo que sus campañas jamás habían vendido: la verdad.

Una verdad callada, sencilla, tan contundente como el latido irregular de su corazón.

Ya no era el director del espectáculo, sino un espectador vulnerable, y lo que veía era distinto a todo lo que había creído ser lo importante.


Los médicos y enfermeros no traían marcas famosas ni frases publicitarias. Traían compasión. Sus manos no eran hologramas, eran reales. Y al verlos trabajar, sintió una punzada distinta al dolor físico: culpa.

¿Por qué no había invertido en esto? ¿Por qué nunca pensó en usar su genio para algo más que el brillo fugaz? ¿Por qué no imaginó un mundo en el que el espectáculo fuera la esperanza, y no el escape?


Crisóstomo lloró. Lloró como quien despierta de un largo sueño de humo.


Y desde entonces, fue otro.


Vendió sus empresas. Cerró sus talleres de ilusión. Y con el dinero que aún le quedaba —porque, a decir verdad, había acumulado fortunas que ni él comprendía del todo— fundó bibliotecas, laboratorios, escuelas rurales, hospitales pequeños donde antes solo había abandono.


—“Ahora promuevo la novedad más urgente de todas” —decía—, “la de volvernos humanos otra vez.”


Se volvió filántropo. Pero no de los que firman cheques con lentes oscuros. No. Él iba, hablaba, escuchaba. Llevaba libros en la mochila y experiencias en la mirada. Enseñaba a los jóvenes a distinguir entre lo valioso y lo brillante, entre la verdad y el marketing, entre el bienestar y el consumo.


—“El espectáculo sigue, sí” —decía sonriendo—, “pero ahora es la ciencia, la educación, la empatía… Y los aplausos ya no son para mí, sino para cada niño que aprende a leer, cada mujer que salva una vida, cada anciano que vuelve a creer que su historia importa.”


Y aunque muchos no creían que el viejo mercader de ilusiones se hubiera transformado, quienes lo conocieron de cerca sabían que no fingía esta vez. Porque el dolor, cuando toca de verdad, tiene la capacidad de romper máscaras y mostrar el rostro que uno debió llevar desde el principio.


Así, Crisóstomo del Villar y Cártamo —el hombre que un día jugó con la insatisfacción humana como si fuera plastilina— se convirtió en el más firme defensor de una nueva forma de novedad: la autenticidad.


Y cada noche, al brindar con agua, repetía para sí mismo:


—“Lo verdaderamente revolucionario, es decir la verdad.” Porque al final lo auténtico es lo que nos hace comprender lo que somos, seres humanos, algo que nos se puede comparar con ninguna fantasía.

JuanAntonio Saucedo Pimentel 


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