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lunes, 26 de mayo de 2025

Los recuerdos de una época bella



“Don Fulgencio y el árbol que aún escucha”


Antes, cuando no existía la televisión —ni mucho menos eso de andar espiando la vida ajena con cámaras—, la gente se reunía en las noches como quien se arrima a un buen fuego: a contar historias, a reír, a cantar, a bailar sin más música que una guitarra y dos palmas bien dadas. Las puertas se dejaban abiertas, no por olvido, sino por confianza. Los niños jugaban en la calle hasta que la luna bostezaba, y las madres no gritaban con pánico, sino con cariño: “¡Ya métete, que mañana hay escuela!”


Don Fulgencio recuerda todo eso. Lo recuerda cada mañana, sentado en su sillón de mimbre con el respaldo ya vencido, mirando por la ventana hacia el árbol del patio. Aquel mismo árbol donde, cuando todavía no le dolía la cadera, había colgado un columpio hecho con dos mecates y una tabla medio astillada.


Hoy el columpio ya no está. Lo tiró su nieto porque “no era seguro”. Pero el árbol sigue allí. Y a veces, Don Fulgencio cree que lo ve suspirar.


“¿Te acuerdas?”, le dice al árbol como si hablara con un viejo amigo que, a diferencia de los humanos, todavía tiene raíces donde anclarse.


Y el árbol, por supuesto, no responde. Pero tampoco lo contradice.


Extraña aquellos tiempos. Cuando la imaginación era tan valiosa como el pan, y un palo podía ser una espada, un caballo, una varita mágica… o el bastón del mago que cazaba duendes en el barranco. Sí, porque entonces se decía que si uno atrapaba un duende, podía pedir un deseo. A él nunca le tocó atraparlo, pero al menos tenía a quién contárselo. Ahora, si se lo dice a alguien, seguro le sugieren un neurólogo o al psiquiatra.


Y eso que, a su edad, no pide mucho: sólo que alguien toque la puerta sin tener que anunciarse por timbre ni mensaje, que se aparezca un niño queriendo saber cómo era la vida “cuando no había internet”, y que en lugar de mirar pantallas, la gente volviera a mirarse a los ojos… aunque sea por accidente.


“Tal vez —piensa Don Fulgencio— el duende sí existía, pero nos dio un deseo colectivo: que todo cambiara. Y nos lo cumplió. Lástima que nadie pidió que fuera para bien.”


Sonríe con resignación y un dejo de picardía. Luego le guiña el ojo al árbol y le susurra:

“Si te encuentro a ti vestido de duende, viejo amigo, esta vez sí pido algo útil… que me devuelvas la noche en que me atreví a cantar, y ella se quedó escuchando.



Carta de Don Fulgencio a quien quiera escuchar (o recordar)


No escribo esta carta para quejarme. No tengo tiempo para eso, y además, ¿de qué serviría? Tampoco es nostalgia pura, ni deseo que las cosas sean como antes. Sólo quiero dejar constancia —por si alguien lo olvida— de que hubo un tiempo en que la vida sabía distinto. Y sabía bien.


Me tocó vivir en la época en que la gente se reunía en los patios con sillas de madera y jarros de café, no para debatir, sino para compartir. Cuando alguien traía una guitarra, sabías que la noche sería larga y buena. Y si alguien recitaba un poema, te sorprendías descubriendo que ese hombre serio del barrio tenía corazón de mariposa.


Los ojos se buscaban y se encontraban, sin filtros, sin pantallas. La sonrisa era la carta de presentación, y los enamoramientos no dependían de una aplicación, sino del momento justo en que una mirada se cruzaba con otra y el tiempo decidía detenerse, sólo por gusto.


Había un calor humano que no dependía del clima. Y no me refiero al apretón de manos o al beso en la mejilla: hablo de la calidez que se colaba en las palabras, en los silencios cómodos, en el acto de escuchar sin apuro.


Los niños —¡ay, los niños!— jugábamos con piedras, palos, trapos. No teníamos juguetes caros, pero teníamos la imaginación sin vallas. Un corcho podía ser un barco, una caja, un castillo. Y si alguien decía que vio un duende, todos salíamos corriendo a buscarlo, no por el deseo que prometía, sino por la aventura que implicaba.


Claro que también había problemas, diferencias, enojos. Pero los sabíamos resolver mirando a la cara, no mandando indirectas. Y si alguien se peleaba, al día siguiente estaba compartiendo pan en la misma mesa. Porque en aquellos días, nadie se avergonzaba de pedir perdón ni de reírse de sí mismo.


La vida se vivía sin prisa, no se necesitaban trenes de alta velocidad para llegar a donde uno quería, lo más lejos el otro barrio donde la fabricas recibían a hombres trabajadores que cargaban su lonchería prepara con esmero por esas mujeres que amaban lo que hacían, cuidando bien de sus hijos administrando su hogar, manteniendo todo limpio, sobre todo la amistad con los vecinos que eran como de la familia.


Miro ahora por la ventana, y aunque todo ha cambiado, el árbol del patio sigue allí. Lo planté yo con manos jóvenes, y bajo su sombra a la luz de la luna que brillaba como un espejo di el primer beso a la que fue mi esposa. Ya no está el jardín igual , ni los niños, ni las canciones… pero el árbol, sí. Y a veces me da la impresión de que también recuerda.


Así que si esta carta llega a alguien que no vivió todo eso, no se preocupe. La belleza del pasado no es para envidiarse, sino para inspirarse. Y si alguna vez sientes que te falta algo, no corras a buscarlo afuera: a veces basta con una reunión sincera, una historia contada sin prisa, o una canción cantada sin miedo.



¡Claro que me gusta! Este relato tiene una mezcla poderosa de nostalgia, aventura, emoción y ternura, muy en tu estilo. Es como si estuviéramos sentados junto a Don Fulgencio escuchándolo contar lo más valioso de su vida, lo que realmente deja huella. Te dejo una versión corregida y estructurada para narración, cuidando el ritmo, el tono reflexivo y la fuerza de las imágenes que ya pusiste:


EL BAÚL DE DON FULGENCIO


El abuelo recordaba, en el silencio de su habitación, cuando era un niño intrépido, inquieto, soñador…

Soñaba con ser un héroe. Me contaba sus aventuras de Niño, de joven.


Un día, lo retaron a cruzar el río columpiándose como un trapecista, usando los tubos de un puente que aún no terminaban de construir. Para él, esa era más que una travesura: era una prueba de valor, de convicción… de que el miedo podía vencerse con decisión.


Avanzó con esfuerzo, colgado como chango. A la mitad del trayecto, uno de sus zapatos cayó al agua. Eso sí era grave. Su madre se los había comprado el día anterior, con mucho sacrificio.

Lo que le esperaba en casa era más peligroso que haber cruzado el río.


Y sin embargo… su madre no lo golpeó. Solo lloró.


Esa lágrima le dolió más que cualquier cuerazo.

Fue entonces cuando comprendió que hay cosas que lastiman el alma más que el cuerpo.


Pasaron los años. De joven, se fue de excursión a las montañas con unos amigos. En lo alto, una tormenta de granizo destruyó su improvisado refugio. El agua helada les calaba los huesos, y aunque no sabía lo que era la hipotermia, sentía el peligro real.

Bajaron como pudieron, resbalando, golpeándose…

Pero al llegar al pueblo sanos y salvos, rieron como si la vida los abrazara de nuevo.


En otra ocasión, lo convencieron de hacer rápel en un barranco. Ataron la cuerda a un árbol y comenzó el descenso. Pero la cuerda no llegaba al fondo.

—¡Sujétate ahí! —le gritaron mientras buscaban una extensión.


Se sostuvo de unas piedras salientes…

que se desprendieron.


Cayó. En el aire, dio un giro para ver dónde caería. Entre dos grandes piedras calculó una maniobra que había visto en un documental, como los paracaidistas.

No era experto.

Rodó como pudo. Las muñecas sufrieron el impacto. Los tendones, dañados. Pero estaba vivo… y contento.


La adrenalina le nublaba el dolor. Y en el fondo, sentía el reconocimiento de que cada aventura tiene sus consecuencias.

Pero valía la pena.

Porque al final, esas locuras de juventud le dieron a la vida un sentido.


Fueron años de emociones intensas, de risas compartidas, de paisajes que lo hacían sentir pequeño y asombrado ante la belleza del mundo.


Y ahora, en su mecedora, mirando el cielo estrellado, Don Fulgencio ve señales de aquellos tiempos.

Tiempos en los que regresar a casa después de una travesía era ver el dulce mirar de una madre que sonreía.

Tiempos en los que las amigas del barrio preguntaban curiosas:

—¿Cómo les fue en la aventura?.


El abuelo se quedó en silencio, con la vista fija en el cielo estrellado, como si las constelaciones supieran su historia.

Había recordado sus aventuras de infancia, las locuras de juventud, los tropiezos que casi le cuestan la vida… y sin embargo, ahora, en la paz de su vejez, se sorprendía sonriendo.


Porque aún había más que recordar.


Recordaba cuando recorría en moto caminos solitarios, envuelto por paisajes que parecían salidos de un sueño. Caminos que olían a tierra húmeda, a libertad.

Y aquel trofeo que levantó con su equipo de fútbol… cómo olvidar los gritos, el sudor, los abrazos. Los goles que lo hicieron sentirse un héroe por un instante.


También las noches de fiesta, bailes interminables en los que la alegría se desbordaba como vino joven. Risas, canciones, pasos descoordinados, pero felices.

Y claro, la primera vez que besó a una muchacha que lo dejó sin aliento con solo mirarlo. Era tan hermosa que durante días pensó que había soñado el momento.


Recordaba también esas veces en que se internó en la montaña con lo puesto, sin más compañía que su sombra y su instinto. Las estrellas eran su techo, el viento su manta.

Y todo eso, todo…

lo llevaba consigo como un puñado de joyas invisibles.


—¡Qué hermosa es la vida cuando uno la ha vivido de verdad! —murmuró, meciéndose suavemente.


Y aunque sus manos temblaban y su espalda ya no era la de antes, en su corazón seguía latiendo aquel niño temerario, el joven audaz, el amigo leal, el enamorado.


Porque los verdaderos tesoros no se guardan en cajas fuertes,

se llevan en la memoria.

Y se reviven, una y otra vez, en el silencio de una noche serena…

con la dulce certeza de haber vivido bien.


Esos recuerdos son su tesoro.

Están guardados en el baúl de su memoria, bien protegidos en el alma…

Y los llevará consigo hasta el final


Con gratitud por lo vivido,

Don Fulgencio

                                                      JuanAntonio Saucedo Pimentel 


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