El brillo de los zapatos
Cuando Martín salió de su casa aquella mañana, no imaginó que sería la última vez que vería al mundo como siempre lo había visto.
Se fue al trabajo con el mismo entusiasmo de siempre. Cumplió con su jornada, caminó por las mismas calles, tomó el atajo de siempre por la calle Galdino… y al amanecer, estaba en su cama, sin recordar cómo había llegado.
La almohada tenía manchas de sangre. Le dolía la cabeza. Se bañó y fue al médico para que lo revisaran. No tenía una herida evidente que explicara el sangrado, pero tras un examen más minucioso, encontraron pequeñas marcas, como si alguien le hubiera golpeado con un objeto lleno de clavos o un cepillo de alambres.
Le recetaron analgésicos, pero él no sentía dolor. Algo había cambiado.
El mundo, las cosas, las personas… todo tenía otro significado. Su cerebro estaba dañado, aunque él no lo sabía. La primera en notarlo fue su madre. Al verlo limpiar con esmero todos los zapatos de la casa, hasta dejarlos relucientes como nuevos, se preocupó. Martín no miró el reloj, no desayunó, no preguntó por su trabajo. Era como si la noción del tiempo se le hubiera disuelto.
Saludaba a los vecinos con una sonrisa, pero con una mirada extraviada, ausente. Pronto descubrieron que no los reconocía. Ni siquiera a su novia, que al principio alarmada intentó ayudarlo, pero terminó alejándose con el corazón roto. Él se fue quedando solo.
Pasaba horas frente a la pared de su cuarto, como si en ella descubriera algo que nadie más podía ver. Su madre enfermó, y él la cuidó día y noche, con la misma entrega mecánica con la que lustraba los zapatos. Pero el día que ella murió, no derramó una sola lágrima. Murmuró algo que nadie comprendió, quizá una oración, y luego se marchó.
Pasaron años.
Un día lo encontré trabajando como velador en una obra en construcción. Dormía entre montones de cemento, varilla y polvo. Sus zapatos relucían como siempre. Llevaba un paliacate al cuello, y su sonrisa —la misma de antes— parecía venir de otro mundo. Me senté a platicar con él. No me reconoció. Pero hablaba con serenidad, mientras cuidaba que el polvo no opacara sus zapatos. Y yo, mientras lo escuchaba, me preguntaba si los que lo habían golpeado alguna vez habrían pagado por ello. O si siquiera sabían el daño que le habían causado.
Años después, lo volví a ver en una plaza pública, disfrutando de un concierto de música tradicional. Estaba contento, aplaudía al ritmo de la melodía. Me miró con esos ojos serenos y perdidos, y me hizo notar, una vez más, el brillo impecable de sus zapatos. No me reconoció, pero me regaló una sonrisa sincera.
Y comprendí que seguía viviendo en un mundo diferente. Un lugar sin prejuicios, sin memoria, sin tiempo. Donde su novia se había desvanecido para siempre, al igual que su pasado. Como si se hubiera perdido en un laberinto silencioso del que nunca pudo salir… una noche cualquiera, al regresar del trabajo.
A veces, un solo golpe puede borrar una historia entera.
Lo que para algunos fue un acto de violencia para robarle o lastimarlo, para Martín fue el final de una vida como la conocía.
Ya no volvió a ser el mismo, ni para su madre, ni para su novia, ni para él mismo.
Y mientras el mundo seguía su curso, él quedó atrapado en un rincón silencioso, donde los recuerdos se desvanecieron, pero la sonrisa, curiosamente, sobrevivió.
Este es un llamado, un grito contenido:
Piensa antes de herir. Golpear a otro puede ser quitarle su historia.
Puede ser condenarlo a vivir sin presente, sin pasado, sin futuro.
No hay excusa. No hay justicia en la violencia.
Y aunque el agresor se olvide, la herida permanece en el otro, a veces para siempre.
Siempre me ha preguntado por qué le importaba tanto el brillo de sus zapatos, alguien dijo qué tal vez era el eco de su identidad que aún quería reflejarse diciendo, aquí estoy, aún existo!
JuanAntonio Saucedo Pimentel
No hay comentarios:
Publicar un comentario