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lunes, 9 de junio de 2025

El hombre afortunado

El afortunado que huyó de su fortuna


Hubo, en algún lugar del que ya no me acuerdo, un hombre a quien desde niño la fortuna le sonrió como si fuera su madrina.


Nació un primero de enero, justo cuando las campanas del mundo repicaban por la llegada de un nuevo siglo. A sus padres les llovieron premios y regalos, pues se había ofrecido una gran suma a quien diera a luz al primer bebé del siglo. Fue así como, con apenas minutos de vida, el niño ya era noticia.


A los cinco meses aparecía en revistas de bebés; a los cinco años, en comerciales de televisión. Luego un tío invirtió a su nombre en una tierra rara que se volvió valiosa, y por si fuera poco, un día jugando en el jardín, desenterró un cofre con joyas antiguas. Nadie reclamó nada. La suerte lo seguía como perro fiel.


Al cumplir la mayoría de edad, ya era empresario exitoso, invirtiendo en inventos revolucionarios. Incluso se le ocurrió organizar viajes extremos para millonarios que querían sentir adrenalina real: visitar zonas en conflicto, volcanes en erupción o huracanes en puerta.


Pero, aunque era inmensamente rico, se sentía miserable. No podía salir a ningún sitio sin guardaespaldas; los reporteros lo acosaban; la gente solo se le acercaba para pedirle algo, proponerle negocios, venderle emociones o tomarse selfies. Y en medio de todo eso, se fue quedando solo.


Un día, hastiado de todo, escapó sin identificación, sin tarjetas, con ropa sencilla y un poco de efectivo. Se fue de pueblo en pueblo, tomando cualquier trabajo: ayudante de albañil, mesero, aprendiz de carpintero… Conoció gente sencilla y buena, descubrió el gusto de la comida casera, de las bromas a la hora del almuerzo, del cansancio que da orgullo.


En una pequeña fonda, se enamoró de una joven que le robó el alma con una sola mirada. No quiso decirle quién era. Quería conquistarla por lo que era, no por lo que tenía.


Siguió los consejos de los viejos del lugar: serenata con guitarras, flores silvestres, poemas mal rimados pero sinceros, sonrisas para la suegra, respeto al padre, chistes para los cuñados.


Y funcionó. En tres meses, Dulcinea —así se llamaba la muchacha— ya lo miraba con esos ojos que sólo miran los amores verdaderos.


Pero había un problema. Los suegros dudaban de que pudiera mantenerla. Así que él, para no romper el disfraz, pidió a un amigo que solicitara un préstamo a su nombre y se hicieron socios en un negocio. El plan era genial, como todos los suyos… excepto que esta vez no funcionó.


El negocio iba mal. Las ventas no levantaban, las deudas crecían. Pero Dulcinea no se fue. Juntos, con esfuerzo y fe, levantaron el negocio. Cuando finalmente prosperó, él entendió que nunca se había sentido tan rico como en ese momento.


Entonces escribió un libro, con seudónimo, titulado “La fortuna del que empieza sin nada”. Fue un éxito rotundo. Las regalías llovieron. Pero como siempre fue un poco excéntrico —y ya había probado lo mejor de la vida— una noche desapareció igual que antes, sin decir nada.


Dejó a los suegros, cuñados y amigos las ganancias del libro y la propiedad del negocio. Lo único que se llevó fue a su amada Dulcinea.


Años después, Dulcinea escribió a sus suegros desde una isla lejana para anunciar que los visitaría pronto… con sus dos hijos gemelos, quienes, por cierto, parecían tener la misma suerte que su padre

Dicen que se convirtió en un filántropo que sostiene orfanatos, centros de salud para personas dé escasos recursos y comedores sociales, pero que como siempre, está ganando algo con eso, por lo menos su lugar en el cielo.


Moraleja:


Hay quienes nacen con suerte… pero los más sabios huyen de ella para aprender a vivir con el corazón.



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