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martes, 3 de junio de 2025

El tesoro repartido

*Evaristo y las monedas del monte*


Dicen en los pueblos que hay hombres que pasan sin dejar huella. Pero también dicen que hay otros que caminan tan despacio, tan cerca de la tierra, que dejan semillas en cada paso.


Evaristo fue uno de esos.


Cuando encontró un cañón con monedas de oro, no soñó con palacios ni lujos. Ni siquiera pensó en escapar lejos. Soñó con cosas pequeñas, pero profundas: una casa propia, un huerto, un amor sincero, y poder ayudar a quienes siempre lo habían querido sin conocer su nombre.


Así que repartió las monedas como quien siembra maíz en la montaña: con cuidado, en lugares donde sabía que darían fruto.


Dejó una en el escritorio del maestro de San Juan, envuelta en papel de estraza y atada con hilo de cáñamo.  

Otra apareció entre los libros de la biblioteca comunitaria de La Ciénaga.  

Una más fue hallada dentro de la olla donde la curandera preparaba sus infusiones.  

Y otra, incluso, llegó hasta el consultorio de un médico rural que ya no podía pagar los medicamentos para sus pacientes.


Nadie supo nunca quién las dejó.  

Algunos dijeron que fue un espíritu del monte.  

Otros juraron que fue un ángel disfrazado de campesino.  

Un niño contó que lo vio volar sobre un jaguar de luz.


Pero todos usaron aquellas monedas para algo bueno.  

El maestro amplió la escuela.  

La curandera abrió un taller de plantas medicinales.  

El médico logró traer vacunas a su comunidad.  

Y en cada lugar donde cayó una moneda, nació algo nuevo: un centro cultural, una biblioteca, una cooperativa de agricultura sostenible.


Mientras tanto, en las grandes ciudades, expertos, arqueólogos y cazadores de tesoros perdieron meses tratando de encontrar el origen de aquellas piezas únicas.  

Hicieron perfiles psicológicos del posible saqueador.  

Ofrecieron recompensas.  

Hasta se creó una serie documental, intentando que alguien diera datos para conocer el origen de esas valiosas monedas.


Pero jamás encontraron nada.  

Porque Evaristo no era un criminal.  

Ni un ladrón.  

Ni un traficante, y nadie sabía que era quien había tal repartición.


Era simplemente un hombre que entendió que el oro no debe brillar en manos solitarias, sino **sembrarse entre muchos para que dé sombra y alimento**.

Porque como le había dicho su abuelo y bien lo recordaba, “entre fama , riqueza, y poder, tu alma se puede perder.

Se fue al monte y allí construyó su cabaña con adobes hechos por él mismo.  

Sembró frijol, maíz, calabaza.  

Crió gallinas y aprendió a hacer pan de leña.  

Y se casó con Julia, la mujer que siempre había estado allí, aunque él tardó en verla.


Juntos criaron hijos fuertes, inteligentes, curiosos.  

Y cuando alguien preguntaba cómo había llegado a tener tanto, él solo sonreía y decía:


> — Yo no tengo mucho. Solo suficiente para vivir bien, y compartir mejor.


---

Reflexión final (con ironía):


A veces, los seres humanos buscamos respuestas en lo alto, en lo complejo, en lo digital, en lo que brilla.  

Pero quizás, como Evaristo, la verdadera sabiduría esté en lo simple, en lo que puedes tocar, en lo que puedes construir con tus manos, en lo que puedes regalar sin esperar nada a cambio.


Él no necesitó una IA que le dijera qué hacer.  

Él, con su corazón limpio, supo antes que nadie que el futuro no está en controlarlo todo…  

Sino en saber cuándo soltar.




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