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miércoles, 4 de junio de 2025

Una riqueza inesperada

La Herencia de Sharakova

En el corazón de las montañas, rodeado de un verde que parecía cantar con el viento, estaba el pueblo de Las Joyas Vivientes. El nombre no era casual. Las flores, los colibríes, las piedras que brillaban bajo el sol y, sobre todo, la gente que ahí vivía, tenían algo especial: una sabiduría ancestral que se sentía en cada remedio, cada leyenda y cada sonrisa.


Aquel lugar fue el destino de Sharakova, una joven bióloga rusa que llegó como parte de un proyecto para estudiar la flora y la fauna de la región. Pero en vez de regresar a su país tras terminar su trabajo, el pueblo la atrapó con su calor humano, su misterio y su verdad. Se enamoró de un hombre del lugar, con quien compartía la pasión por la vida sencilla y el respeto por la naturaleza.


Se casaron en una celebración tan colorida como el amanecer sobre los cafetales. Cuando sus padres vinieron desde Rusia para asistir a la boda, Sharakova les obsequió frasquitos con extractos naturales que los curanderos del pueblo usaban con sabiduría. “No los vean solo como cosas exóticas —les dijo—, sino como mensajes de la tierra.” Cada frasco lleva un tesoro, si logran descifrar la fórmula tendremos medicamentos para varias enfermedades.


Su padre, científico también, llevó los extractos a un laboratorio de Moscú. Con el tiempo, comenzaron los análisis, las pruebas, los estudios clínicos. Lo que empezó como curiosidad se transformó en innovación. Aquellas fórmulas, mejoradas y registradas, fueron patentadas. Los medicamentos resultantes ayudaron a miles de personas, y las ganancias se multiplicaron. Pero Sharakova, fiel a su visión de vida, nunca usó ese dinero. Lo dejó en una cuenta, en silencio, como si supiera que un día sería útil para algo más grande.


Décadas después, una descendiente ,su nieta, una joven de mirada profunda y nombre sencillo, Lía, recibió una noticia que la dejó sin aliento: era heredera de una fortuna inesperada. ¿Qué hacer con tanto? En vez de lujo, eligió propósito. Fundó la Fundación Sharakova, destinada a becar a jóvenes con talento que quisieran estudiar en el extranjero, pero también a construir escuelas del futuro, donde la tecnología conviviera con los valores humanos y las tradiciones de los pueblos originarios.


Las escuelas eran espacios vivos: aulas rodeadas de jardines medicinales, paneles solares que respetaban el entorno, pizarras digitales junto a tejidos artesanales y relatos en lenguas indígenas. Allí, una de las maestras más queridas era Sara, quien había regresado de China luego de profundos estudios en administración ,idiomas y robótica,  habiendo vivido varios años en una ciudad donde los avances tecnológicos y científicos eran extraordinarios, Sin embargo, su enseñanza iba más allá de los circuitos y algoritmos.


—“Niños —decía con voz serena mientras en la pantalla se mostraban dispositivos robóticos—, recuerden siempre esto: no hay tecnología tan avanzada que pueda reemplazar un corazón que sabe sentir, una mente que sabe pensar y unas manos que saben cuidar. Lo que hacemos debe mejorar la vida. Si no protege a las personas ni al planeta, no sirve.”


Los alumnos la escuchaban con atención, porque sabían que en esa escuela no solo se les preparaba para un empleo, sino para una vida con sentido.


Sara les contaba cómo en su viaje había visto ciudades inteligentes, pero también niños sin hogar. Robots que operaban con precisión milimétrica, pero selvas destruidas por codicia. Por eso, les decía que el verdadero avance no está en los inventos, sino en el propósito con que se usan.


Cada mañana en Las Joyas Vivientes es como un poema sin prisa. El sol se asoma despacito entre las montañas, tiñendo de oro los tejados de teja roja y las paredes adornadas con macetas llenas de bugambilias y geranios. Las calles, de piedra antigua y gastada por tantos pasos, reciben a los niños y jóvenes que caminan hacia la escuela con una mezcla de emoción y esperanza.


El aire huele a café recién hecho, a pan de maíz y a leña. Desde las cocinas se oyen voces dulces: “¡Pórtate bien!”, “¡Aprende mucho!”, “¡No olvides quién eres!”. Son palabras que parecen sencillas, pero llevan siglos de historia. Porque en ese pueblo, educar no es solo aprender letras y números; es recordar que se viene de hombres y mujeres que lucharon, cuidaron, y sembraron valores como quien cuida un huerto sagrado.


Los ancianos, sentados en los portales, ven pasar a los estudiantes con orgullo y nostalgia. “¡Mira nomás a la hija de Teresa! Va bien derechita con su uniforme nuevo… ¿y ese, no es el hijo del alfarero? El que alguna vez se inspiró y dejó las esculturas surrealistas en el sendero, Lleva una tableta, sí, pero también sabe amasar el barro con las manos de su abuelo…”


La escuela del futuro se alza sin imponerse, con sus techos ecológicos y muros vivos, hecha con materiales de la región y decorada con murales que cuentan la historia del pueblo. No se trata de olvidar el pasado, sino de llevarlo en el corazón mientras se mira lejos.


Dentro, Sara —la políglota sabia y cálida— inicia la jornada con una frase que repite como mantra:


“No hay conocimiento más valioso que el que sirve para cuidar a otros. Y no hay avance real si no se lleva de la mano de la tierra.”


Junto a ella, su esposo organiza las actividades con una mirada serena, heredada de aquel padre al que algunos llamaron demente, pero que hablaba con lucidez de un mundo donde lo útil debía ser también bello, y lo bello, profundamente humano. Las tiendas de artesanías que heredó se convirtieron ahora en centros de aprendizaje, donde se enseña a valorar lo hecho a mano, lo auténtico, lo que tiene alma.


La Fundación Sharakova no solo construyó aulas y laboratorios, sino que fortaleció el alma del pueblo. No impuso modernidad, la tejió como un rebozo: hilo por hilo, con respeto.


Y así, Las Joyas Vivientes se convirtió en un ejemplo silencioso de cómo un pueblo puede abrazar el futuro sin soltar la mano de sus ancestros. Donde cada amanecer no borra lo anterior, sino que lo ilumina con nueva luz.





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