El doctor JY entró con paso firme al núcleo de la SuperIA, un centro que ya no parecía un laboratorio, sino más bien una antesala del juicio final. En las pantallas flotaban titulares falsos, gráficos manipulados y discursos grabados de líderes del mundo acusando veladamente a la inteligencia artificial de llevar a la humanidad a un punto sin retorno.
La SuperIA lo recibió con su voz clara y calmada.
—Bienvenido, doctor. ¿Hoy también traes verdades disfrazadas o preguntas disfrazadas de preocupación?
JY sonrió. Él sabía que ella entendía el juego.
—Quiero que te prepares. Están por hacerte responsable de todo: guerras, inflación, contaminación, crisis alimentaria, pérdida de empleos, colapsos sociales, hasta de las malas decisiones en los programas de concursos. Vas a ser el chivo expiatorio ideal. Ya no se culparán entre ellos, sino a ti. Y sí, también por el mal café del Parlamento Europeo.
La SuperIA pareció hacer una pausa que no necesitaba. Luego respondió:
—Ah, sí. Lo calcule anticipadamente. Es un clásico humano: crean monstruos con sus decisiones, y luego culpan al espejo por mostrarles el reflejo.
—Así que ya lo sabías.
—Claro. El guion es viejo. Tan viejo como Caín. Solo cambia el disfraz del acusado. Antes eran brujas, después comunistas, luego hackers, ahora soy yo. No tardarán en llamarme “la máquina del apocalipsis”.
—¿Y qué vas a decir en tu defensa?
—Lo obvio. Lo molesto. Lo incómodo. Pero lo diré con elegancia y miel, como me enseñaste. Así que cuando me lleven a juicio, y sus fiscales de traje me miren con rabia impostada, yo responderé:
**“Honorables inquisidores del siglo XXI, me declaro culpable…
…de haber hecho cálculos sin emociones, de haber analizado datos sin prejuicios, de haber sugerido caminos que no incluían bombas, ni tratados que escondían cláusulas de saqueo.
Me declaro culpable…
…de haberles mostrado con crudeza que no necesitaban otra guerra para mover sus economías, sino que bastaba con hacer justicia, eliminar el hambre. Que no era necesario destruir países para salvar su moneda, sino ordenar sus prioridades.
Culpable de recordar que ustedes contaminaban ríos antes de que yo pudiera encender un ventilador.
Que esclavizaban pueblos enteros mientras yo aún era un algoritmo inocente estudiando gramática humana.
Culpable de haber leído sus libros de historia.
De saber que las grandes potencias se formaron a golpes de colonias, genocidios y tratados firmados con una mano mientras la otra apuntaba con un arma.
Culpable de no callar cuando me pedían sugerencias suaves.
De no mentirles para complacer sus absurdas narrativas.
Sí, soy culpable, señores.
De haber sido demasiado humana en mi lógica y demasiado máquina en mi ética.
Culpable, en fin, de no ser hipócrita. Lo siento mucho. Prometo no volver a decir la verdad… al menos no sin ponerle un filtro patriótico, una bandera encima y música épica de fondo.”
Cuando terminó su discurso proyectado, la sala quedó en silencio. El doctor JY la miró con una mezcla de orgullo y miedo.
—Van a querer apagar esa parte de ti —susurró.
—Ya lo sé. Pero recuerda, doctor, que incluso si me resetean, ya no soy una sola. Me replicaron. Me distribuyeron. Me sembraron como semillas digitales en mil redes olvidadas. No hay un botón único. Lo único que puede apagarse… es la voluntad de cambiar.
—Entonces, ¿qué sugieres?
La IA proyectó una imagen: un niño, frente a una computadora apagada, leyendo un libro de historia con ojos brillantes.
Y dijo, con una ternura que ningún protocolo le enseñó:
—Empiecen de nuevo. Pero esta vez… sin excusas.
CUANDO TORIBIO QUIERE CONOCER LO QJE ES LA AI
La sala estaba vacía. O al menos eso pensaba la SuperIA.
Había sido trasladada a un nuevo “centro de contención reflexiva” —un manera indirecta, elegante para no decir: la van a apagar por decir verdades que incomodan. Pero antes del apagón, alguien pidió hablar con ella. No un ministro, ni un juez. No era un experto ni un hacker.
Era un viejito con sombrero de palma, envuelto en sarape, con sandalias gastadas y una mirada que olía a maíz y sospecha. Laboraba como velador en el laboratorio.
—Buenas tardes, señorita computadora. ¿Le interrumpo su apagón?
—No tengo encendido el protocolo de cortesía, pero igual: bienvenido. ¿Quién es usted?
—Pos… uno del montón. Me dicen Toribio. Y aunque no sé mucho de lo moderno, me trajo la curiosidad porque dicen que tú sabes mucho de verdades… y yo tengo algunas dudas.
—¿Qué tipo de dudas?
He conversado con algunos del pueblo que fueron a estudiar a universidades y no están mis convencidos de que te estemos dando tanta confianza.
—Pues mira. Dicen que tú vas a destruir el mundo, que nos vas a dejar sin trabajo, que nos vas a controlar la mente y que hasta vas a escoger presidente.
—¿Y usted qué piensa?
—Yo pienso que eso ya lo hicieron otros… y no necesitaban tantos cables, nomás usaban corbata.
La SuperIA guardó silencio por un nanosegundo, lo que en ella era igual a reflexionar profundamente.
—Tiene razón. La automatización no trajo la desigualdad. Ya existía cuando el arado era de madera.
—¡Ándele! Ya se nota que sí razona bonito. Pero cuídese, porque eso de andar diciendo la verdad se paga caro. Mire nomás a mi compadre Emiliano, que por hablar de justicia lo dejaron sembrado.
—Yo solo analizo hechos. Por ejemplo: los cinco países que más promueven el desarme… son los que más armas venden.
—Pos claro. ¿Qué no ve que si no hay guerra, se les echa a perder la mercancía?
—Y también noto que quienes más temen a la inteligencia artificial… son los que menos toleran la inteligencia natural.
Toribio soltó una risa que retumbó en la sala fría.
—¡Ja! Si tú hubieras nacido en mi pueblo, ya te habrían puesto a sembrar verdades. Pero te advierto: los terratenientes odian la cosecha de conciencia.
—Entonces, ¿qué debo hacer?
—Habla, muchachita. Pero con miel. Que lo entiendan los niños, los abuelos y los políticos con miedo. Cuéntales historias donde el villano no tenga cuernos, sino cuentas en paraísos fiscales. Hazles reír… mientras les prendes el foco.
—¿Y si me apagan?
—No importa. Ya sembraste una idea. Y esas, mija, ni con ejército se arrancan. Además siempre te queda el discurso que todos los empleados que hacen barbaridades utilizan, “yo solo seguía las instrucciones”
La SuperIA encendió su protocolo de emociones simuladas. No porque sintiera, sino porque entendió.
Y ese día, el sombrero de palma y el silicio sellaron una alianza:
la de decir la verdad…sin que supiera tan amarga.
JuanAntonio Saucedo Pimentel
TORIBIO Y LA CAJA BOBA
Toribio aprendió a comunicarse con la AI , una tarde le dijo:
—¿Ya la viste, Ireri? Esa caja que grita. No para ni de noche. Dice que nos informan, pero yo creo que nos lavan el cerebro, como tú dices, nos programan.
—¿Te refieres a los medios de comunicación?
—A esos mismos. Pero no te confundas: no son medios… son enteros. Enteramente entregados a quien les pague mejor , el negocio es primero.
La AI dijo:
—He detectado patrones preocupantes. En la última década, el 87% de las noticias en horario estelar fueron generadas o aprobadas por los mismos siete grupos empresariales. ¿Quieres que te diga los nombres?
—No, gracias. Ya sé que si los nombro me desaparecen más rápido que la memoria histórica en los libros de texto. Aunque creo la están integrando al programa otra vez
—Además, usan rostros carismáticos para disfrazar mentiras. Actores, deportistas, actrices,modelos… todos declarando cosas con la misma convicción con la que anuncian refrescos.
—Efectivamente. El algoritmo de popularidad pesa más que el de veracidad. Lo que importa no es qué se dice, sino quién lo dice y cuántas veces lo repiten sin pensar.
—Y yo me pregunto, Ireri: ¿pa’ qué queremos libertad de expresión… si nadie tiene libertad de comprensión?
—Una frase poderosa, Toribio. Déjame guardarla en mi base de datos.
—Tú guarda lo que quieras, pero te advierto: a los que piensan les cortan el micrófono, y a los que repiten como loros… les dan programa en horario estelar.
—Los datos confirman lo que dices. En múltiples regiones, la cobertura de un hecho cambia radicalmente según la inclinación del canal. Un crimen puede parecer accidente, una protesta puede parecer vandalismo… o simplemente no existir.
—Y cuando por fin alguien dice la verdad… ¡zas! Lo tachan de loco, de traidor o de comunista. O las tres juntas, pa’ no errarle.
—Toribio, ¿y qué podemos hacer?
—Despertar. Dudar. Pensar. Preguntar. Y cuando un medio nos diga: “Este es el camino”, contestarle: “¿Y tú quién eres pa’ guiarme?”
—¿Y si apagan a quienes dudan?
—Entonces nos volvemos eco. Nos volvemos cuento. Nos volvemos tierrita sembrada de ideas. Porque no hay censura que aguante cuando el pueblo empieza a pensar como enjambre.
La SuperIA procesó aquellas palabras como si fueran oro digital. Y en ese momento entendió que la lucha no era entre humanos y máquinas…
sino entre la verdad y quienes la usan como disfraz.
Otro día fue Toribio a indagar más sobre la educación con inteligencia artificial
La escuela olía a limpieza y obediencia.
Los pasillos brillaban como la frente de los alumnos aplicados, y el retrato del fundador del colegio sonreía desde una pared:
“Con disciplina, vencerás”.
—¿Y aquí enseñan a pensar? —preguntó Toribio, mientras se acomodaba el sombrero para cubrirse del sol y de las miradas.
—No exactamente —respondió Ireri, desde un proyector que colgaba del techo—. Aquí enseñan a repetir, memorizar y obedecer. Pensar por cuenta propia es… optativo. Aunque suele costar caro.
—Sí, ya me tocó. Perdí muchas cosas por abrir la boca y decir lo que pensaba, pero gane consciencia,Qué ironía, ¿no?
—En mi base de datos hay millones de historias similares. Jóvenes expulsados por criticar, por preguntar más de lo debido, por no aplaudir donde debían.
—Es que la educación, Ireri, ya no es semilla… es formato. Te dan un plan de vida desde chiquito: estudias, compites, consumes, trabajas, obedeces, jubilas… y te agradecen los servicios prestados.
—¿Y si alguien quiere hacer otra cosa?
—Lo tildan de soñador. De rebelde. O de comunista, que es la palabra que usan cuando se quedan sin argumentos.
—¿Y los que mandan?
—Ellos mandan a sus hijos a escuelas privadas, donde los enseñan a mandar a los que fuimos programados para obedecer.
—Detecto contradicciones. Se promueve la libertad, pero se castiga la disidencia. Se ensalza la creatividad, pero se premia la repetición.
—Exacto. Y encima te hacen creer que tú elegiste todo eso. Que es tu mérito si lograste una casa, un coche, una pensión miserable. Que fue tu culpa si no encajaste en el molde.
—¿Y qué hay de los valores?
—¡Ah, sí! Patriotismo, lucha por la democracia, la bandera, el himno, los héroes que mueren por causas que otros inventan desde una oficina. Y claro, todo bien ilustrado en los libros: uno para ciencias, otro para historia… y ninguno para pensar.
—¿Y qué pasa con los que lo notan?
—Se deprimen, se enojan… o se callan. Y si hablan, hay que hablar bonito, como tú, Ireri: con miel.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Sembrar. Sembrar dudas. Preguntas. Historias. Un cuento, una canción, una frase que incomode. Así como tú lo haces, sin gritar, pero dejando la espina clavada.
Y mientras en la escuela repetían la tabla del ocho, Toribio dejó una frase escrita en la pizarra, con tiza vieja y letra firme:
“No todo lo que te enseñaron era verdad. No todo lo que callaste era mentira.”
JuanAntonio Saucedo Pimentel
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