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El Gran Libro

El Libro Cuando nació la idea de escribir fue como la tormenta que de pronto aparece en el horizonte anunciando con relámpagos y truenos...

viernes, 20 de junio de 2025

Una tragedia y un romance

Capítulo 1: El derrumbe


A nadie le gusta recordar el principio de una tragedia. Pero hay veces en que la herida no solo necesita cicatrizar: necesita contarse, para que el silencio no la borre ni la repita.


Arturo era un hombre que inspiraba confianza. Alto, de voz tranquila y manos firmes, trabajaba con pasión en la venta de terrenos junto a su socio, al que consideraba un amigo. Pero su mayor orgullo no estaba en su trabajo, sino en su hogar. Tenía una esposa a la que adoraba y dos hijas, Mariana y Aurora, que eran la luz de sus días. Todos en la colonia decían que era un hombre de bien, de esos que no se ven todos los días.


Nadie supo en qué momento exacto empezó el quiebre, pero algunos recuerdan que Arturo comenzó a andar más callado. Algo en su mirada lo delataba: una sospecha que crecía como sombra. Su socio, de repente, ya no era tan confiable. Su esposa, tan distante como esquiva. Intentó no pensar mal. Quería creer que el amor y la amistad podían resistir los silencios, los cambios, la rutina. Pero no.


La traición llegó sin aviso y sin compasión. El socio desapareció, llevándose consigo los fondos de la empresa. Y no se fue solo: la esposa de Arturo se fugó con él, dejándole una carta breve, sin firma. Lo abandonó todo: su hogar, sus hijas, su historia. Arturo quedó atrapado en una pesadilla despierto.


Las deudas se amontonaron. Algunos clientes lo denunciaron por fraude. La empresa cerró. Y para colmo, fue despedido de su otro empleo, arrastrado por el desprestigio. Pero nada de eso le dolió como el abandono. Lo que más lo quebró fue llegar a casa y ver los ojos de sus hijas preguntando por su madre.


—¿Por qué no volvió, papá? ¿Dijo que iría al súper, no?


No pudo responder. No esa noche, ni ninguna otra.


La abuela paterna, doña Leonor, vino al día siguiente. Una mujer fuerte, con el alma curtida por los años, que no derramó lágrimas delante de las niñas, pero abrazó a su hijo con tal fuerza que casi lo sostuvo en pie.


—Llévalas conmigo —dijo con voz baja—. Yo las crío. Tú… tú necesitas tiempo. Pero él no tenía tiempo. Ni fuerza.


Dos semanas después, Arturo ya no estaba. Dejó una carta corta, con su puño tembloroso:


“No pude protegerlas. Díganles que las amé más que a mi vida. Perdonen mi cobardía.”


La noticia cayó como plomo en la colonia. El velorio fue silencioso, con los rostros cargados de impotencia. Mariana, de catorce años, abrazaba a su hermana Aurora como si quisiera taparle los oídos al mundo. Y en una esquina del salón, con los ojos humedecidos y el alma en ruinas, estaba el ingeniero Alejandro.


Había sido compañero universitario de Arturo. Nunca perdieron el contacto del todo. Se hablaban de vez en cuando, compartían algún café, alguna idea. Alejandro, prestigioso ingeniero con proyectos internacionales, había querido incluirlo en uno de sus desarrollos, pero Arturo le dijo que prefería su empresa, más pequeña, más suya. Y ahora, ver su nombre entre los acusados, verlo envuelto en ese final tan injusto, le revolvía el estómago.


—Pude hacer algo. Y no lo hice —se repetía mientras veía las flores del ataúd.


Fue en ese momento que decidió que algo de justicia debía hacerse, aunque ya no pudiera salvar al amigo.


A escondidas de todos, creó un fondo económico bajo un nombre discreto. Pagó los servicios funerarios y luego, sin decirlo, comenzó a enviar ayuda a doña Leonor, para que no le faltara nada a esas niñas. No quería aplausos. Solo buscaba redención.


No sabía aún cuánto cambiarían las cosas. Ni que, sin saberlo, estaba sembrando una historia de amor que nacería años después, cuando el dolor ya se hubiera vuelto memoria, y la vida, como siempre, encontrara la manera de entrelazar destinos.




Capítulo 2: El pacto silencioso


Los meses siguientes fueron duros, pero no trágicos. Porque donde hay cariño verdadero, incluso el dolor se vuelve tierra fértil.


Mariana, con catorce años, asumió un papel que no le correspondía: se convirtió en una pequeña adulta. Ayudaba a su abuela Leonor a cocinar, a ordenar la casa, a cuidar de Aurora, que aún tenía doce y se refugiaba en ella como si fuera su único refugio.


Doña Leonor no era mujer de muchas palabras, pero sí de muchas acciones. Se levantaba al alba para hacer tortillas, lavaba la ropa a mano y, si tenía que vender tamales para comprar los útiles escolares, lo hacía sin vergüenza. Nadie les oyó quejarse. Tampoco faltaron las voces que decían que acabarían pidiendo limosna. Pero no conocían a las hijas de Arturo. Ni sabían que alguien las cuidaba… desde lejos.


El ingeniero Alejandro se convirtió en su ángel invisible. Pagaba los servicios, la escuela, incluso las consultas médicas de la abuela. Se enteraba de todo a través de una contadora de confianza que actuaba sin levantar sospechas. Nunca firmó con su nombre. Su ayuda era un pacto silencioso: con la memoria de su amigo, con su propia conciencia.


Por otro lado, a kilómetros de distancia, en la ciudad donde estaban en construcción sus nuevas oficinas, vivía Roberto. El joven al que Alejandro había acogido años antes, cuando lo vio llegar buscando trabajo en una obra, con una mochila vieja y una libreta llena de fórmulas mal trazadas. Era huérfano. Trabajaba de día y estudiaba de noche. Y cuando pidió permiso para dormir como velador en el lugar de trabajo, el ingeniero no dudó: ese muchacho merecía una oportunidad.


Lo llevó a su casa. Le asignó una habitación en el cuarto de servicio. Le permitió reorganizar sus horarios, adaptando su empleo a sus estudios. Roberto no lo defraudó: se graduó con mención honorífica, conmoviendo a todos cuando, al recibir su título, hizo una breve pausa en el micrófono:


—Este logro es también de quien creyó en mí cuando nadie más lo hizo.


El ingeniero, sentado entre los asistentes, se limpió una lágrima disimuladamente. Roberto ya era como un hijo. Y aunque le ofreció un puesto importante en su empresa, el joven tenía otros planes: había ganado una beca para estudiar ingeniería estructural en el extranjero. Alejandro le dio su bendición, y así, sin quererlo, ambos se separaron… por un tiempo.


Pasaron los años. Alejandro seguía ayudando discretamente a las niñas, que se volvieron adolescentes con disciplina y gratitud. Mariana soñaba con estudiar Turismo; Aurora, más callada, mostraba un talento especial para los idiomas. Ambas sacaban buenas calificaciones. En casa no se hablaba del abandono de su madre. Solo del amor de su padre, y de la fuerza de la abuela, que cada noche les repetía:


—Ustedes no están solas, hijas. La vida siempre pone a alguien en el camino para levantarnos.


Y aunque no sabían quién era, las niñas crecieron con la certeza de que alguien allá afuera las cuidaba sin pedir nada a cambio. Lo que no sabían era que, en otra parte del mundo, un joven llamado Roberto comenzaba a abrirse camino… y que sus vidas, aún sin cruzarse, estaban unidas por el mismo corazón generoso.


Capítulo 3: El reencuentro inesperado


La ciudad europea parecía un laberinto elegante. Calles empedradas, edificios con siglos de historia y gente de todas partes del mundo cruzando idiomas en los cafés. Mariana estaba ahí, cumpliendo su sueño. Había terminado su licenciatura en Turismo, gracias a una beca que gestionó su universidad, y ahora hacía sus prácticas en un prestigioso hotel que albergaba a diplomáticos, empresarios y estudiantes de intercambio.


Era aplicada, como siempre. Atenta al detalle. Su sonrisa y calidez mexicana la hacían brillar entre los demás aprendices. Una tarde de otoño, el gerente le pidió que atendiera a un huésped recién llegado, un compatriota que tenía una reservación de largo plazo. Mariana fue, con su carpeta en mano, a recibirlo.


Cuando lo vio, algo en su interior dio un pequeño vuelco. No porque fuera especialmente guapo —aunque sí lo era—, sino porque parecía familiar. No físicamente, sino por su forma de mirar, con esa mezcla de humildad y seguridad que Mariana reconocía en pocas personas.


—¿Roberto García? —preguntó con cortesía, al ver el nombre en la hoja de registro.


—Sí —respondió él, levantando la vista. Su expresión cambió al instante—. ¿Eres mexicana?


—Sí. Mariana Escobedo. Estoy haciendo mis prácticas aquí.


Se dieron la mano. El apretón fue breve, pero algo chispeó en el aire. Había algo más que cortesía en aquel cruce. Esa misma noche, mientras Roberto cenaba en el restaurante del hotel, Mariana coincidió con él durante su receso. Y entonces comenzaron a hablar. Primero del país, luego de la ciudad, luego de sus estudios… y luego de sus vidas.


—Mi papá murió cuando yo era adolescente —le confesó ella—. Fue muy duro. Mi hermana y yo fuimos criadas por nuestra abuela. Y, bueno… alguien nos ayudó sin decir su nombre. Nunca supimos quién.


Roberto dejó de comer por un segundo.


—¿Alguien como… un ingeniero de apellido Alejandro?


Mariana lo miró, sorprendida.


—¿Lo conoces?


Roberto sonrió con ternura.


—Vivo en su casa desde que tenía diecisiete. Él me ayudó a estudiar. Se convirtió en mi mentor. En algo así como… el padre que no tuve.


Se hizo un silencio. No uno incómodo, sino lleno de emociones cruzadas. Era como si de pronto el destino hubiera levantado el velo de un misterio que los había unido desde siempre.


—¿Te das cuenta? —dijo Mariana con voz suave—. Sin saberlo, crecimos bajo el mismo techo… de otra forma.


—Y sin conocernos —respondió Roberto—. Hasta ahora.


Oooooo


A partir de ese día que se conocieron, comenzaron a verse con frecuencia. Paseaban por parques, estudiaban juntos en las bibliotecas, se hacían compañía en esa ciudad tan ajena como fascinante. El amor no fue un relámpago, fue una hoguera que creció con calma. Descubrieron afinidades, cicatrices parecidas, una misma raíz de gratitud hacia un hombre que había cambiado sus vidas sin esperar nada a cambio.


Y una tarde, mientras caminaban por el puente de piedra que cruzaba el río, Roberto tomó su mano y le dijo:


—Cuando volvamos a México, quiero que conozcas a Alejandro. Pero no como el ingeniero que te ayudó… sino como el hombre al que quiero llamar “padre” el día que te pida que seas mi esposa.


Mariana no dijo nada. Solo apretó su mano con fuerza. Ambos miraron el río, que seguía su curso sin detenerse, como la vida misma.




Capítulo 4: La gran sorpresa


El ingeniero Alejandro estaba en su jardín, como acostumbraba en las tardes de domingo. Tenía las manos entre las plantas, pero la mente en el pasado. A veces, sin quererlo, se encontraba recordando a Arturo, aquel gran amigo al que no logró salvar. Años después, aún le dolía no haber llegado a tiempo.


Por eso había sido tan firme con su promesa: que las hijas de Arturo tendrían lo que él no pudo ofrecer a su padre en sus últimos días. Había cumplido. Había hecho llegar los fondos, había velado por su educación, y aunque las veía poco —pues vivían con su abuela—, sabía que crecían fuertes, valientes… y agradecidas.


Estaba revisando una vieja carpeta cuando sonó el timbre. Era domingo, no esperaba visitas. Se limpió las manos y fue a abrir.


Frente a él estaban Roberto y Mariana.


—¡Sorpresa! —dijo Mariana, con una sonrisa que iluminaba la entrada.


Roberto la tomó de la mano, como si eso dijera todo. Alejandro los miró, primero con ternura, luego con asombro. Algo entendió en ese gesto, algo que iba más allá de un simple saludo.


—¿Se conocen? —preguntó, desconcertado.


—Nos conocimos allá, en Europa —respondió Mariana—. Nos reconocimos aquí… en el alma.


El ingeniero no necesitó más palabras. Abrió los brazos y abrazó a ambos con fuerza. Fue un abrazo largo, de esos que cierran heridas viejas y abren caminos nuevos.


Ese día hubo comida, hubo risas, hubo fotos viejas y anécdotas nunca antes contadas. Roberto confesó que desde hacía tiempo deseaba que Alejandro fuera su padrino de boda, si algún día se casaba. Mariana le pidió que la acompañara al altar, como el padre que la vida le quitó demasiado pronto. Alejandro no dijo nada. Solo se quitó los lentes, con los ojos húmedos, y asintió.


—Me dieron una familia sin saberlo —dijo, emocionado—. Ustedes son mi mayor obra.



Capítulo 4 (añadido): La gran sorpresa


[…] Cuando Aurora, la hermana menor de Mariana, llegó para unirse a la celebración,  por el compromiso de aquellos jóvenes, todos notaron algo curioso: las miradas que cruzaba con Marco, uno de los asistentes del ingeniero, decían mucho más que simples cortesías. Nadie dijo nada entonces… pero todos lo pensaron.


Pero hubo algo más que cambió esa tarde.


Algunos de los amigos de Alejandro, los mismos que en su momento se burlaron de su empeño por ayudar a jóvenes desconocidos, de su generosidad desinteresada, y de su afán por “adoptar causas perdidas”, estaban allí. Habían llegado por cortesía, por respeto a los años, y tal vez por curiosidad. Pero ninguno imaginó lo que presenciarían.


Vieron a Mariana llamar “papá del corazón” al ingeniero. Vieron a Roberto, ahora un hombre exitoso, inclinarse ante él con la misma gratitud de aquel muchacho huérfano que dormía en el cuarto de la servidumbre. Vieron cómo esas vidas que Alejandro había tocado sin esperar nada a cambio, volvían a él llenas de amor, reconocimiento y futuro.


Hubo un silencio breve, casi reverente. Uno de los más escépticos, con la voz un poco quebrada, dijo por lo bajo:


—Y pensar que nos burlábamos… creímos que perdía el tiempo. Pero mira eso. El amor… le volvió multiplicado.


Otro, que alguna vez lo llamó “soñador iluso”, se acercó a felicitarlo y le susurró:


—Alejandro… tú ganaste la vida.


Entonces, como una lluvia suave, la emoción se fue posando en cada rincón de aquella casa. Una lluvia milagrosa, como si el cielo hubiera reconocido la nobleza de aquel hombre bueno. Las risas de los jóvenes, la calidez de los abrazos, la esperanza que colgaba en cada mirada… todo parecía bendecido.


Alejandro no dijo nada. Solo alzó la vista al cielo, como si compartiera un secreto con el universo.


Sabía que no había perdido nada. Todo lo que dio, le fue devuelto en la forma más hermosa: en amor verdadero.


Capítulo Final: La Boda de la Gratitud


La mañana de la boda amaneció con un cielo despejado, como si el mismo universo se hubiera puesto de acuerdo para regalarle a Mariana y Roberto un día perfecto. Desde temprano, la ciudad parecía distinta. Las calles por donde pasarían las calandrias jaladas por caballos blancos se adornaron con flores naturales, dispuestas con mimo por los vecinos que habían visto crecer a aquellas niñas y que sabían, en lo más profundo, que ese día no solo se celebraba una unión, sino también la victoria del amor sobre la tragedia.


El ingeniero Alejandro, vestido con un traje sobrio pero elegante, no podía ocultar la emoción. Ese día no entregaba a una hija, sino que veía cristalizados los frutos de su generosidad y su fe en los demás. Sus amigos, muchos de ellos escépticos en el pasado, estaban presentes. Algunos se miraban entre sí con una mezcla de asombro y vergüenza al recordar las veces que se burlaron de sus actos desinteresados. Pero esa tarde, bajo el repicar de las campanas del templo mayor, comprendían por fin que la verdadera riqueza de Alejandro era invisible a los ojos… hasta ahora.


Las calandrias avanzaron lentamente. Mariana, vestida de blanco radiante, saludaba con una sonrisa serena, mientras Roberto no apartaba los ojos de ella. Al llegar al templo, un coro de la universidad, invitado especialmente, comenzó a entonar una melodía celestial que envolvió a todos los presentes. Las lágrimas se deslizaban por rostros jóvenes y viejos, conmovidos por aquella escena de cuento hecha realidad.


Después de la ceremonia, el festejo continuó en el gran hotel diseñado por el mismo Roberto, un edificio que combinaba la modernidad con un aire clásico. Allí, bajo una bóveda de cristales, se celebró el banquete. Las luces colgantes titilaban como estrellas, y los brindis comenzaron: por el amor, por el destino, por la generosidad que cambia vidas.


Aurora, emocionada, fue sorprendida por Marco —asistente de confianza del ingeniero— quien, de rodillas, le ofreció un anillo. La ovación fue instantánea. Alejandro no paraba de sonreír, rodeado de una familia que no nació de la sangre, sino del afecto y la gratitud.


El baile de los novios marcó el inicio de una noche mágica. Al fondo, la abuela de las muchachas —aquella mujer fuerte que las cuidó con dignidad— observaba la escena con el alma en paz. Alejandro se le acercó, y sin palabras, tomándola del brazo, le agradeció con un gesto lo que nunca podría decirse con voz.


Y así, mientras afuera las luces de la ciudad parpadeaban como queriendo mirar hacia dentro, en aquel salón lleno de música, abrazos y recuerdos, se selló la historia de un hombre que creyó en el bien, y de unos jóvenes que, al final, le devolvieron lo más puro: su cariño convertido en familia.


JuanAntonio Saucedo Pimentel 








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