André en el bosque de las apariencias: el peso de una falsa libertad
André camina en silencio. Cada paso cruje entre las hojas secas del bosque de las apariencias, donde todo parece y casi nada es.
El duende le advirtió: “Si buscas la sabiduría, prepárate. Las verdades no flotan a la vista, están enterradas entre raíces torcidas. Quien las desentierra, rara vez regresa igual.”
Y tenía razón. Porque cuanto más avanza, más turbias se vuelven las certezas. Y hoy ha descubierto una que le revuelve el alma: el hombre no quiere ser libre.
Al menos no de verdad.
Prefiere ser guiado. Mandado. Dirigido.
—¿Cómo es posible? —se pregunta André—. ¿Acaso la libertad no es el anhelo más profundo del ser humano?
Pero al mirar con atención, ve los patrones repetirse. El hombre se llama a sí mismo libre mientras se apura en elegir a otro que decida por él: un rey, un presidente, un jefe. Le entrega el timón de su vida a cambio de la ilusión de seguridad.
Y si algo sale mal, no es su culpa. Culpa al líder. Y busca otro. Y otro más.
André sigue su marcha.
A cada paso, los árboles parecen murmurar cosas que nadie quiere oír. Y él escucha. Porque ese fue el trato.
Ya ha entendido que los líderes no son libres, pero hoy lo ha visto aún más claro:
No son solo prisioneros de los ojos ajenos, sino de sus propias ambiciones.
Son esclavos del poder que buscaron.
Del deseo de controlar.
De la necesidad de ser admirados, temidos, aplaudidos.
Y eso… eso los encadena desde dentro.
Porque el poder no es un lugar.
Es un veneno lento.
Una adicción que disfraza el miedo de grandeza, y la inseguridad de autoridad.
Y cuando beben de ese cáliz, ya no pueden detenerse.
Lo que comenzó como un ideal se convierte en obsesión.
Lo que un día fue una causa justa, se transforma en una máquina que aplasta todo lo que se interpone.
Las ideas se tuercen.
La verdad se acomoda.
Y el que alguna vez fue un líder con sueños… se vuelve un gestor de apariencias.
Un títere de su propia imagen.
—¿Quién puede ser libre si no puede renunciar? —se pregunta André.
—¿Quién puede pensar claro, si su ambición no le permite dudar?
No, no son libres.
Ni los que obedecen… ni los que mandan.
Porque cuando el poder se vuelve el fin, la libertad deja de tener sentido.
Y André, solo en el bosque, siente un peso nuevo sobre los hombros:
La conciencia de que incluso las buenas intenciones pueden corromperse si no se sueltan a tiempo.
André se detiene frente a un árbol antiguo. Sus raíces son profundas, retorcidas como preguntas que nadie quiere hacerse. Sabe que bajo esas raíces están enterradas más verdades, pero también más dolores.
Acaricia la corteza, como buscando una respuesta. No la hay. Solo hay silencio.
Y en ese silencio, André entiende que este camino no es solo peligroso… es solitario. Porque muy pocos quieren seguirlo.
La mayoría prefiere mirar hacia otro lado.
Preferirían un cuento bonito a una verdad que incomode.
Pero no, que nadie se engañe.
Sacudir las ideas no basta.
No nos hace libres.
Ya tenemos otro a quien seguir. Y a quien culpar.
Ya no se llama rey. Ni patrón.
Ahora le decimos: la IA.
—Fue el algoritmo —dirán.
—Fue el sistema.
—Fue la máquina.
Y así, una vez más, el hombre se quitará el peso de encima…
…y se pondrá el grillete con sus propias manos.
Y volverá a dormir tranquilo.
Convencido de que la culpa no fue suya.
Como siempre.
La palabra que todos dicen y pocos entienden
André camina, y el bosque guarda silencio.
Un silencio que pesa. Que observa. Que espera.
Hoy ha llegado a una palabra que todos pronuncian, pero casi nadie comprende:
Libertad.
La ha visto en banderas, en discursos, en consignas de guerra.
La ha escuchado gritar en plazas, justificar invasiones, y levantar muros tanto como prometer derribarlos.
Pero casi nunca la ha sentido viva en los ojos de quien la invoca.
Y lo comprende de golpe:
El problema no es la libertad…
Es el significado que le damos.
La usamos para luchar contra cualquiera: el rey, el patrón, el padre, el gobierno, la historia, incluso contra la propia verdad.
Pero rara vez la usamos para liberarnos de lo único que realmente nos ata:
— nuestros prejuicios,
— nuestros temores,
— nuestra ambición,
— nuestro egoísmo,
— y ese egocentrismo ciego que nos hace creer que el mundo gira a nuestro alrededor.
—¿De qué sirve liberarse de un tirano externo, si seguimos siendo esclavos por dentro? —piensa André.
Porque el verdadero enemigo no siempre está fuera.
A veces se disfraza de deseo legítimo, de herida vieja, de ideología.
Y se instala dentro, hablándonos con nuestra propia voz.
Y entonces, no hay ejército que nos salve.
La libertad, si es verdadera, no grita.
No necesita aplausos.
No aplasta a otros para existir.
Solo se alcanza cuando uno se atreve a mirar dentro… y romper las cadenas que no se ven.
André respira hondo.
El aire del bosque huele a tierra, a verdad escondida, a heridas sin sanar.
Y sigue caminando.
Porque lo que busca no es una palabra.
Es la esencia,aquello que la palabra ya no puede nombrar.
Fragmento VI – El sabio cansado
El bosque se volvió más espeso, y André caminó sin rumbo cierto.
Hasta que llegó a un claro, donde un hombre de barba blanca y mirada hundida estaba sentado junto a un fuego.
No era como los demás. Su ropa no era elegante, pero su rostro parecía tallado por los años y las preguntas.
Tenía a sus pies una pila de libros, cuadernos, mapas, papeles sueltos con fórmulas, nombres, lenguas antiguas… conocimiento.
Demasiado conocimiento.
—¿Eres un sabio? —preguntó André.
El hombre alzó la vista, sonrió con tristeza y dijo:
—Fui. Ahora soy un cansado.
André se sentó frente a él.
—¿Y qué pasó? ¿Acaso no aprendiste lo suficiente?
El sabio suspiró.
—Aprendí tanto… que me di cuenta de que lo que sé es nada. Que cada puerta que abría solo me llevaba a un pasillo más largo.
Pensé que el saber me haría libre. Y por un tiempo… lo creí.
Guardó silencio. El fuego chisporroteaba como si también pensara.
—Pero luego —continuó—, entendí que la verdad no siempre es luminosa. A veces es oscura, solitaria, dura de cargar. Me mostró lo pequeños que somos.
Y lo peor: la mayoría no quiere saberla. No porque no puedan… sino porque no quieren renunciar a sus marcos cómodos.
André bajó la mirada.
—¿Y qué hiciste entonces?
—Callé.
Dejé de hablarles. Porque cuando les mostraba una verdad, me odiaban. Cuando les mostraba una mentira, me aplaudían.
—¿Y por qué sigues aquí?
El sabio lo miró, esta vez con una chispa en los ojos.
—Porque a veces… alguien como tú llega al bosque.
Y me recuerda que vale la pena no quemar todos los libros.
Que no todo está perdido.
Que quizás el saber no libera… pero prepara para lo que viene.
André asintió. No tenía respuestas.
Pero tenía una certeza:
la libertad no es estar seguro. Es saber que no hay certezas… solo intenciones, interpretaciones diversas.
Sí…
Esa frase encierra una de las tragedias silenciosas del alma humana.
Hay quienes, al mirar la verdad cara a cara, no encuentran paz, sino desolación.
Y prefieren entonces una mentira bella, una ilusión compartida, una historia reconfortante…
porque en ella, al menos pueden ser felices.
Pero André ya aprendió que eso también tiene un costo.
La mentira acaricia…
pero adormece.
La verdad golpea…
pero despierta.
El hombre de la máscara
André encontró una cabaña al borde del bosque.
Tenía flores en la entrada, música suave adentro, y un aroma delicioso.
Allí vivía un hombre amable, siempre sonriente, rodeado de cosas bellas.
Era imposible no sentirse bien a su lado.
—¿Eres feliz? —preguntó André.
—Mucho —respondió el hombre—. Aquí no entra el dolor, ni el miedo, ni la duda.
Todo tiene sentido. Todo es hermoso.
André lo observó. Y de pronto… lo notó.
El hombre llevaba una máscara.
Perfecta, sonriente, pulida.
No era su rostro real.
—¿Por qué la usas?
—Porque me protege.
Debajo de ella hay un rostro que conoció la verdad. Y se rompió.
André guardó silencio.
—La verdad —siguió el hombre— me mostró lo frágil que es todo, lo sucia que puede ser la historia, lo falso que era lo que creía eterno.
La verdad me arrancó la fe, la esperanza, las ganas.
Y me hundí.
André no supo qué decir.
—Entonces encontré esta máscara. Me contó una historia distinta. Una donde el bien siempre gana, donde todo tiene propósito, donde yo soy importante.
Y aunque sé que no es real…
soy feliz dentro de ella.
André se marchó en silencio.
Y mientras caminaba, se preguntó:
—¿Y si la verdad no es para todos?
—¿Y si ser libre es también cargar con el peso que otros no pueden?
El bosque no respondió.
Solo crujió una rama.
Y siguió soplando el viento.
Fragmento VII – El Claro de la Ficción
André había caminado largo rato por el Bosque de las Apariencias.
Pasó por los árboles donde colgaban máscaras,
por el lago donde los reflejos mentían,
por la colina donde los sabios hablaban en círculos.
Estaba cansado.
No físicamente, sino en lo profundo.
Como quien carga preguntas que no se pueden soltar.
Entonces, de pronto, llegó a un claro.
Un espacio abierto, sin ramas, sin sombras, sin sonido.
Solo una extraña luz blanca… como la de una página en blanco.
Y en el centro del claro, sentado sobre una roca lisa, había un hombre sin rostro.
No era tenebroso, sino vacío.
Un cuerpo con voz.
—Te esperaba —dijo.
André no respondió.
Solo se acercó con cuidado, como si pisara una idea demasiado delicada.
—¿Quién eres? —preguntó al fin.
—Soy el que se aparece cuando empiezas a sospechar…
que podrías no ser real.
Silencio.
Y luego, la pregunta inevitable:
—¿Y si soy solo una ficción?
¿Un personaje de algo que alguien más está imaginando?
El hombre sin rostro asintió con lentitud.
—Esa es la pregunta que todos se hacen, alguna vez… aunque no todos se atreven a escuchar la respuesta.
André sintió que el suelo temblaba bajo sus pies.
Quiso correr. Gritar.
Pero en lugar de eso, se sentó.
—¿Y si lo soy? —preguntó.
—¿Y si no soy más que una idea en la mente de alguien, o un reflejo de pensamientos ajenos?
—Entonces —respondió el hombre—, deberías saber algo:
ser ficción no te hace menos real.
Porque toda realidad es, de algún modo, una narración que se cuenta a sí misma.
—¿Entonces… vivir es imaginar?
—Y morir también.
Y amar. Y temer.
Y escribir. Y olvidar.
André bajó la cabeza.
Quería llorar, pero no sabía por qué.
Tal vez por la belleza de lo que acababa de entender.
O tal vez porque había comprendido que nunca volvería a ver el mundo igual.
El hombre sin rostro se desvaneció.
Como si nunca hubiera estado.
Solo quedó la luz blanca…
y la certeza de que, aunque tal vez no fuera “real”,
André era libre allí donde podía imaginar.
Y eso, pensó, quizás era la única forma auténtica de existir formando sus propios universos, sus historias, con personajes que se ajustarán a sus deseos , a la creatividad sin restricciones, aunque nunca las narrará .
André avanzaba lentamente entre la espesura del llamado Bosque de las Apariencias. Cada paso parecía hundirlo no solo en el suelo cubierto de hojas, sino también en una maraña de pensamientos que no lograba desenredar. El aire tenía un peso extraño, como si las palabras y emociones de generaciones enteras se hubieran quedado suspendidas entre los árboles, formando un eco constante de ideas heredadas.
Recordaba la advertencia del duende que había encontrado antes de cruzar el umbral:
“No sigas ese sendero sin cuidado. Aquí la verdad y la mentira se disfrazan igual, y quienes no distinguen una de la otra terminan cayendo en el abismo de la demencia. Muchos entraron buscando respuestas y jamás regresaron siendo los mismos.”
Pero André sentía que no podía detenerse. Había escuchado demasiadas voces externas a lo largo de su vida: unas proclamaban verdades absolutas, otras lo invitaban a creer mentiras convenientes. Todas parecían provenir de la misma raíz: el deseo humano de controlar, de imponer, de conquistar incluso a costa de sí mismos.
—¿Será que todo esto está grabado en nosotros desde antes de nacer? —se preguntaba en voz baja—. ¿Será que las mismas ideas que nos enseñan a convivir son las que nos empujan a destruir?
El bosque respondía con murmullos. No sabía si eran ramas movidas por el viento o sus propios pensamientos reflejados en el ambiente. A veces creía escuchar discusiones, voces que debatían sin cesar, defendiendo doctrinas y teorías que él apenas entendía. Otras veces veía destellos, luces que parecían mostrar caminos, pero que al acercarse se desvanecían, dejándolo de nuevo en la penumbra.
André sabía que cada emoción que sentía podía ser una trampa. La euforia, la ira, incluso la esperanza podían llevarlo a tomar direcciones equivocadas. El duende había sido claro: “Aquí no todo lo que brilla es verdad; algunas luces son solo ilusiones que devoran a los curiosos.”
A pesar del riesgo, continuó. No buscaba gloria ni poder; solo quería comprender por qué la humanidad, con toda su inteligencia, parecía actuar muchas veces contra su propia supervivencia. Sabía que responder a esa pregunta podía costarle perderse a sí mismo, pero algo en su interior lo impulsaba a seguir.
André avanzaba sintiendo que el bosque tenía vida propia. No era solo un conjunto de árboles y sombras; era un espacio que parecía probar a quien osaba cruzarlo. Cada paso lo llevaba a un escenario distinto: primero, un claro iluminado donde las flores parecían susurrar palabras de aliento; luego, un sendero angosto que se dividía en múltiples ramificaciones, cada una señalizada por símbolos que no entendía.
Fue allí donde recordó otra advertencia del duende:
“No confíes en todos los caminos que parecen fáciles. Algunos terminan en espejos donde verás lo que quieres ver, no lo que necesitas entender.”
Mientras dudaba cuál sendero tomar, apareció ante él una figura curiosa: un pájaro de plumaje multicolor, tan brillante que casi lastimaba la vista.
—Si buscas la verdad, sígueme —dijo el ave con voz clara—. Yo conozco el camino directo, no perderás tiempo.
André sintió el impulso de aceptar. Era tentador creer que alguien podía ahorrarle la incertidumbre. Pero entonces recordó otra frase del duende: “En este bosque, lo que más brilla puede ser lo que más oculta.”
—¿Y si tu verdad no es la mía? —preguntó André.
El pájaro se rió, un sonido que no era agradable sino áspero.
—Aquí no hay “tu” verdad ni “mi” verdad. Solo hay lo que yo digo que es verdad.
André retrocedió un paso y el ave desapareció como un humo denso que se desvaneció entre los árboles. Sintió un escalofrío: el bosque no solo probaba su valentía, también su criterio.
Siguió caminando. En su mente resonaban las palabras del duende y de aquel pájaro. Pensó en las generaciones humanas que habían seguido voces brillantes, líderes, doctrinas y consignas que parecían ofrecer certezas rápidas. Y sin embargo, muchas veces esas certezas habían terminado en guerras, abusos y destrucción.
El sendero se volvió más oscuro, y en medio de la neblina, André vio un puente colgante que parecía cruzar un precipicio interminable. En el centro del puente, una sombra humana lo esperaba.
—¿Vienes buscando la luz? —preguntó la figura—. Tal vez la encuentres, pero ten cuidado: la luz también puede cegar si no sabes cómo mirarla.
André respiró hondo. Sabía que cada paso que daba no solo lo llevaba más lejos en el bosque, sino más adentro en sí mismo. No buscaba certezas absolutas, sino el valor de cuestionar, de observar sin dejarse atrapar por la primera ilusión que apareciera.
En ese puente habían demasiados discursos, tal vez verdadera sabiduría, pero seguir sus enseñanzas era difícil y peligroso, André también dudo , pero dio los pasos al frente y aquella figura desapareció dejando que él continuara.
JuanAntonio Saucedo Pimentel
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