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sábado, 12 de julio de 2025

El Dulce


Título: El Gran Negocio de El Dulce


Había una vez un pueblo tan bonito, tan productivo y tan feliz… que era, por supuesto, un problema.


Las casas de piedra y madera estaban cubiertas de flores como si no supieran que eso no se come ni se vende. Los techos de teja roja parecían salidos de un cuento, y la gente, en vez de andar estresada y corriendo, se reía mientras trabajaba la tierra. Para colmo, no tenían jefes ni recibos, cultivaban su comida, criaban sus animales, y hasta les quedaba tiempo para contar historias bajo la sombra de un árbol. Un auténtico escándalo de libertad.


Y como todo lo bueno molesta, un día llegó Manolo, un hombre con más ambición que alma y con un talento especial: ver dinero donde otros veían tranquilidad.


—Esta gente no sabe lo que tiene —dijo con tono compasivo mientras calculaba su primer millón—. ¡Hay que ayudarlos a civilizarse!


Así que se fue al pueblo grande, ese donde todos trabajan para pagar lo que no necesitan. Habló con comerciantes:


—Yo les traigo frutas dulces, verduras sin químicos y queso de verdad. ¡Sí, sí, con sabor y todo!


Los comerciantes, que no sabían que el tomate sabía a algo, aceptaron encantados. Manolo regresó a El Dulce con un carromato, una sonrisa y su mejor disfraz de buena persona.


—No les voy a quitar nada. Solo cómprenme lo que les sobre —decía—. Así ganan ustedes, gano yo… ¡y nadie sospecha!


La gente, amable como siempre, aceptó. Total, si sobraba fruta, ¿qué daño había en venderla?


Y así empezó el juego: ellos vendían, Manolo ganaba.

Con lo que obtuvo, compró espejitos modernos: luces, trastos que hacían ruido, productos empaquetados y con letras en inglés (que obvio valen más). Regresó y los vendió a los mismos que le vendían fruta. A buen precio… para él, claro.


Pero ahí no paró. El golpe maestro vino después:

espectáculos, fiestas y aguardiente.

Porque nada siembra mejor la ruina que un pueblo contento… pero borracho.


Los fines de semana ya no se compartían historias ni panes caseros, sino cervezas calientes y música ruidosa. Los hombres gastaban lo que no tenían, pero tranquilos: Manolo les fiaba.


—¡Con confianza, vecino! Después me paga… con intereses, claro. ¡Pero poquitos, apenas el doble!


Y así, El Dulce se convirtió en cliente fiel, trabajador endeudado y votante agradecido.

Porque sí, Manolo se volvió gobernador. ¡Lo mínimo para un genio de su calibre!


Desde allí, perfeccionó el modelo: vendía necesidades, cobraba ilusiones, prestaba con cadenas, y encima sonreía en campaña.

Y el pueblo… aplaudía.


Pero un día, una mujer distinta levantó la voz.

Artemia se llamaba, aunque Manolo la llamaba “la revoltosa”.


Ella no trajo pancartas ni pancitos. Solo palabras con filo:


—Nos cambiaron frutos por basura, alegría por resaca, libertad por deuda. Nos convencieron de que no teníamos nada… y nos vendieron lo que ya era nuestro.


El pueblo escuchó.

Y por primera vez en mucho tiempo… pensó.


Ya no vendieron sus cosechas. Ya no aceptaron créditos.

Manolo gritó “¡traición!”, pero lo que hubo fue despertar.


Los juicios llegaron, los contratos se rompieron, los espectáculos quedaron vacíos.

Y el gran Manolo… desapareció. 



El Dulce (segunda parte)


Cuando la fruta madura, hasta el más ambicioso se atraganta.


Después de que Artemia expuso con pelos y señales el truco de Manolo —aquel vendedor de modernidades y deudas disfrazadas de progreso—, el pueblo de El Dulce no solo despertó… ¡se despabiló con ganas!


Pero Manolo no se fue con las manos en los bolsillos. No, no.

Tuvo que firmar, bajo presión y muy sobrio, que las bodegas, carretas y almacenes que había levantado con la cosecha ajena y las ilusiones robadas, pasaban a ser propiedad del pueblo.

Lo firmó sin sonrisa, pero con la firme sospecha de que no volvería a encontrar campesinos tan nobles ni ingenuos en otra parte. Tenía razón.


Artemia, que no sólo tenía lengua aguda, sino también cabeza clara, se encargó de organizar la nueva administración. No más esclavitud disfrazada de trabajo. Volvieron a los jornales justos, acordes con el ritmo del campo y el equilibrio con la tierra. Los horarios dejaban tiempo para el descanso, el canto, la charla y hasta para enamorarse sin prisas.


Los frutos seguían siendo dulces, pero ahora también sabían a libertad.


Cada tanto, bajo la sombra de un guayabo o en las fiestas del maíz, los pobladores se reunían y recordaban “los tiempos de Manolo”.

—¡Qué fácil nos agarró! —decía uno.

—Claro, como éramos buenos, no imaginábamos tanta maña —decía otro.

—Nos vendió espejitos modernos y nosotros dimos oro en forma de fruta y paz —resumía doña Petra.


Pero lo importante es que aprendieron.

Y con sus recursos ya bien administrados, construyeron caminos, mejoraron escuelas, cuidaron los ríos y hasta inventaron una moneda local que sólo servía en El Dulce. Le pusieron de nombre: “La Justa”.


Y vaya que funcionaba. El Dulce se volvió ejemplo regional, nacional y hasta internacional, de cómo se puede vivir bien sin necesidad de explotar a nadie ni dejarse explotar.


A Manolo nadie lo volvió a ver. Dicen que anda vendiendo promesas en algún valle ingenuo, pero que no le ha ido bien. Parece que la voz de Artemia ha cruzado cerros y mares, enseñando a otros pueblos que el verdadero progreso no es lo que se compra, sino lo que se comparte.



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