La leyenda del señor Cuauhtli
Dicen que hay historias que parecen cuentos y cuentos que, con el tiempo, parecen historias verdaderas. Así, entre palabras que viajan de boca en boca, hombres y mujeres dejan huellas que se transforman, y lo que alguna vez fue cierto se viste de leyenda.
El señor Cuauhtli pertenecía a ese tipo de personajes. Nadie sabía con certeza si su sangre llevaba la herencia mexica o si todo era un adorno inventado por sus padres al ponerle nombre. Lo único seguro era que vivía en una gran finca, en un barrio que conservaba el alma colonial en medio de la creciente ciudad.
Ese barrio era como un rincón detenido en el tiempo: calles empedradas, faroles antiguos que parecían guardar secretos y plazas con un quiosco donde las tardes olían a pan recién horneado. Con los años, allí llegaron gentes de tierras lejanas, la mayoría exiliados de guerras y revueltas. Traían consigo el empuje del que ha sobrevivido, la destreza del que ha aprendido en la dificultad. Sin grandes universidades en aquellos días, sus conocimientos les abrieron camino para convertirse en maestros, comerciantes o empresarios, y poco a poco fueron dando nueva vida al barrio.
La familia de Cuauhtli había conservado sus propiedades con esmero. Las antiguas tierras de cultivo se habían transformado en tiendas, restaurantes y casas de renta que le aseguraban una vida sin apuros. En su residencia, un jardinero y dos mujeres cuidaban de todo.
Nunca se casó, pero tuvo dos hijos con Magali, una mujer extranjera a quien dejó como dueña de uno de sus restaurantes. Los muchachos lo visitaban con frecuencia, y él los amaba con una ternura que no necesitaba ser demostrada. Les dio una educación fundada en costumbres y valores, viajando con ellos para mostrarles lo que él consideraba verdaderos tesoros de la tierra. Cuando crecieron, les entregó casas cercanas a la suya, como si quisiera que siempre permanecieran dentro de su propio mapa familiar.
A simple vista, Cuauhtli tenía todo para ser feliz. Y sin embargo, había noches en que despertaba con un desasosiego extraño, una sensación vaga, como si buscara algo olvidado. Fue entonces cuando comenzó a escribir.
Escribía sin pensar en la forma, como quien vierte agua en un cántaro. Su jardinero —antiguo maestro— pasaba en limpio aquellas páginas y se las daba a uno de los hijos de Cuauhtli, quien las fue reuniendo hasta que se convirtieron en un libro. Tiempo después, esas historias viajaron a través de la red, alcanzando a personas que jamás lo conocieron.
En ellas vivían personajes diversos: amores imposibles, tragedias que estremecieron a la ciudad, fenómenos naturales que pusieron a prueba la resistencia de la gente. Y en cada página aparecía el mismo espíritu: la certeza de que la cooperación y la esperanza son la raíz de toda reconstrucción. Él mismo había estado allí, ayudando con sus propias manos tras desastres que parecían insuperables.
De sus padres heredó una filosofía clara: la vida nunca es fácil, pero es apasionante; vencer las dificultades es motivo de orgullo; y la única dirección posible es hacia adelante. El “sí podemos” estaba grabado en su manera de ser, y lo repetía una y otra vez: todo cambia, todo pasa, y quien no se deja vencer siempre encuentra un nuevo comienzo.
Cuentan que, poco antes de su muerte, encontró lo que tanto había buscado. Lo dejó escrito con la serenidad de quien comprende:
“Todo es parte de un proceso continuo. En el vasto conjunto cósmico, por un tiempo y un espacio breves, un ser toma conciencia de su existir, aprende, crea… y cuando llega la hora, regresa al lugar de donde partió.”
Así, el señor Cuauhtli dejó de ser solo un hombre para convertirse en lo que siempre había sido: una historia que se cuenta, se transforma y permanece.
Porque somos chispas de un gran fuego que otros seguirán alimentando con sus anhelos.
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