El susurro de Anselmo
Cierto, hay muchas preguntas que debemos hacernos antes de actuar —dijo el viejo Anselmo, sentado bajo el tejaban de su humilde choza, con una taza de café humeante entre las manos—. Sus ojos, de un gris casi transparente, miraban lejos, más allá de los cerros y del atardecer que pintaba de oro los caminos de tierra.
Aquella tarde, como tantas otras, llegaron a visitarlo algunos jóvenes del pueblo, estudiantes de vacaciones, campesinos cansados, una señora con su niño dormido en brazos… todos en busca de respuestas que los libros y las noticias no sabían dar. Porque Anselmo —decían— “veía cosas”. Y no eran visiones comunes, sino pensamientos, ideas, revelaciones… como si alguien más se las dictara desde un rincón escondido del universo.
—No soy sabio, ni brujo, ni leído como ustedes piensan —decía él con humildad—. A veces escucho palabras que no son mías, que me llegan mientras camino por la milpa o cuando el viento sopla diferente. Las repito, y confieso, ni yo mismo sé por qué. Pero sé que son verdaderas, porque me hacen pensar… y a veces, llorar.
Los jóvenes le preguntaban cosas complicadas: ¿Por qué hay tanto sufrimiento? ¿De dónde vienen los pensamientos? ¿Es cierto que el tiempo no existe? ¿Qué es el alma? ¿Existe Dios?
Y él respondía con frases sencillas, pero tan profundas que dejaban a todos en silencio.
—El alma no es algo que tienes, es lo que eres cuando ya no eres nada más.
—El tiempo no es una cuerda recta, sino una espiral que te devuelve lo que no aprendiste.
—No somos los autores del pensamiento, solo su antena…
—La vida no es para entenderla, sino para danzar con ella.
A veces parecía cansado, como si cada palabra pronunciada le arrancara un poco de vida, o de energía. Pero nunca se negaba a compartir. Decía que lo que no se comparte, se pudre en la conciencia.
Lo más curioso era que algunas cosas que decía coincidían con teorías modernas de física cuántica, psicología profunda, filosofía oriental… sin que él hubiera tenido acceso a libros o internet.
—Lo mío es la tierra, la semilla, el machete —decía riendo—. Pero hay noches en que me despierto con palabras tan claras en la mente que tengo que decirlas, porque si no, me enloquezco.
El científico que llegó un día desde la ciudad para conocerlo —alertado por esos rumores extraños—, pasó una tarde entera escuchándolo y anotando cada cosa. Cuando se fue, lo hizo con los ojos llorosos.
—Este hombre es un misterio —dijo después a sus colegas—. Habla de estructuras del universo que apenas estamos intentando comprender… pero sin fórmulas, sin ecuaciones. Lo suyo es intuición pura, directa, como si bebiera de una fuente a la que nosotros apenas hemos mirado de lejos.
Don Anselmo siguió viviendo como siempre, sembrando maíz, contando historias, y dando café a quienes venían con preguntas. Nunca se sintió especial, pero la gente salía distinta después de escucharlo. Con menos miedo. Con más paz.
Y quizás eso era lo que más importaba.
La ilusión del progreso
Aquel día llegó un joven al pueblo. Vestía moderno, traía unos lentes oscuros que parecían de película, un auto que no hacía ruido, y una forma de hablar tan rápida como su celular de última generación. Se hospedó en la única posada del lugar y preguntó por Don Anselmo, el viejo sabio del monte que, decían, sabía cosas que ni los libros sabían explicar.
—¿Y usted cree que yo tengo algo que enseñarle? —preguntó el viejo cuando el joven se presentó, cámara en mano, con su grabadora encendida.
—Me interesa conocer su visión sobre el progreso, Don Anselmo. He venido desde la ciudad para entender cómo piensan ustedes… los que se han quedado atrás —dijo con una sonrisa amable, aunque un poco arrogante.
Don Anselmo se quedó callado un rato. Miró al cielo como si esperara que algo le bajara desde allá. Luego caminó hacia el fondo de su choza, tomó una jarra de barro y sirvió dos jícaras de café con canela.
—Tome, joven… antes de hablar de progreso, hay que saber saborear lo sencillo.
El joven bebió, algo desconcertado.
—Ustedes hablan mucho de progreso —empezó Don Anselmo—, pero yo solo veo más velocidad, no más sabiduría. Más aparatos, pero menos escucha. Más conexiones… pero menos abrazos. ¿Eso es progreso?
—Bueno… —titubeó el joven—, tenemos avances en medicina, en comunicación, en transporte… podemos hacer cosas que antes eran impensables.
—¿Y son más felices? —interrumpió el viejo—. ¿Duermen mejor? ¿Ríen más? ¿Confían más en sus vecinos? ¿Se sienten más seguros?
El joven no respondió.
—Mire —continuó Don Anselmo—, no digo que todo lo moderno sea malo. No soy de esos que quieren volver a la vela y al burro. Pero hay una trampa muy peligrosa: la de creer que avanzar en tecnología es lo mismo que avanzar como humanidad.
Se hizo un silencio.
—Mi abuela decía: “el cuchillo sirve pa’ cortar pan o pa’ matar, todo depende de la mano que lo agarra.” Y eso es lo que ustedes han olvidado: han puesto todo en manos del ego, de la prisa, del dinero, y han confundido eso con evolución.
El joven anotaba en su cuaderno con frenesí.
—Nos venden celulares nuevos cada año —siguió Don Anselmo—, pero no nos enseñan a hablar con el corazón. Nos llenan de redes sociales, pero cada vez hay más soledad. Nos prometen que seremos felices si compramos más, pero solo nos están vendiendo cadenas envueltas en papel brillante. Y cada que se rompe una, nos dan otra.
—¿Usted cree que vamos hacia la destrucción?
—No lo creo… lo estoy viendo. Mire los ríos, los mares, el aire. Mire los jóvenes que no aguantan la vida sin pastillas. Mire cómo se celebra la guerra, como si matar fuera un juego. Mire las ciudades que brillan de noche… pero por dentro están oscuras de alma.
—Pero algo estamos haciendo bien… ¿no cree?
—Sí, claro que sí —respondió el viejo, con una sonrisa amable—. Aún hay quienes despiertan, quienes se resisten. Quienes buscan, quienes siembran. Por eso usted está aquí, ¿no?
El joven bajó la cabeza. Algo en sus ojos había cambiado.
—Mire, muchacho —concluyó Don Anselmo—, el verdadero progreso no se mide por la velocidad del internet, sino por la profundidad del pensamiento. No se ve en las torres que construyen, sino en los puentes que tendemos entre nosotros. No se trata de cuánto consumimos… sino de que producimos y cuánto compartimos.
Volvió a mirar al cielo.
—¿Y sabe qué es lo más curioso? Que allá arriba, en las estrellas que ustedes quieren conquistar, no hay basura, ni odio, ni prisa. Solo silencio. Solo armonía. Tal vez, antes de ir a otros mundos, deberíamos aprender a cuidar este… y a nosotros mismos.
El joven no dijo nada. Pero antes de irse, dejó el celular en el bolsillo. Y caminó un rato más despacio, como si empezara, al fin, a saborear el paso del tiempo.
“Don Anselmo y el valor de la verdadera riqueza”
Una tarde bajo un árbol frondoso el pregunta :
Dicen que usted sabe cosas que no aprendió en libros… Yo quiero saber, ¿qué es la riqueza verdadera?
Don Anselmo (sonríe):
Ah, muchacho… todos quieren saber eso, pero pocos están listos pa’ escucharlo.
Muchos confunden riqueza con tener cosas: casas, carros, billetes que se escapan como el agua entre los dedos. Pero la verdadera riqueza, esa que ni el tiempo ni la muerte se llevan, está en lo que uno cultiva por dentro.
Hizo una pausa mirando al horizonte
La tierra es rica porque da sin pedir. El árbol es rico porque ofrece sombra, fruto y leña sin llevar cuenta. ¿Y el humano? El humano cree que es rico cuando acumula, pero en realidad se empobrece si con ello pierde su paz, su tiempo, su alegría.
Joven:
¿Y qué pasa con los que nacen pobres?
Don Anselmo:
Pobres de dinero tal vez… pero he visto a muchos con el corazón más lleno que un banquete.
He conocido a mujeres que, con un poco de frijol y tortilla, alimentaban con risas a toda su familia.
He visto hombres que no sabían leer, pero sabían escuchar al viento, y eso les enseñaba más que mil libros.
La riqueza de verdad, muchacho, está en lo que das, no en lo que guardas.
Joven (intrigado):
¿Y entonces por qué todos corren tras el dinero?
Don Anselmo (mirando las nubes):
Porque alguien les vendió el cuento de que eso es vivir bien…
Pero no les dijeron que el que más tiene, más teme perderlo.
El rico vive enrejado, con alarmas. El sabio duerme tranquilo, con el alma liviana.
(Suspira y añade:)
Y te digo otra cosa, muchacho…
Cuando te mueras, lo único que te llevarás es lo que diste: las sonrisas que provocaste, las veces que ayudaste sin que te lo pidieran, las palabras que sanaron a otros.
Ese es el oro que vale en el universo.
El joven anotó en su pad:
1. Riqueza no es acumulación, es contribución.
2. El alma que da con alegría es más rica que un banco lleno.
3. Quien siembra paz, cosecha abundancia interior.
4. La pobreza no es falta de cosas, sino de propósito.
5. Lo esencial no tiene precio.
“Don Anselmo y la historia de los que cambian”
El joven se llamaba Elías. Había llegado por recomendación de su padre, un científico respetado que, semanas antes, regresó del encuentro con don Anselmo diciendo:
—No lo vas a entender hasta que lo veas con tus propios ojos. Ese hombre… no enseña desde la lógica, sino desde algo más profundo. Yo lo llamo la consciencia cósmica.
Elías no era un joven común. Tenía hambre de saber, pero también cierta soberbia. Creía que los conocimientos se ganaban con esfuerzo intelectual, no con silencios bajo los árboles ni frases que parecían salidas de otro mundo. Aun así, fue.
Don Anselmo lo recibió bajo el mezquite viejo, como si lo estuviera esperando desde hace tiempo.
—Te pareces a tu padre… pero traes los ojos inquietos, como buscando pelea con lo que no encaja —dijo con una sonrisa calma.
—Mi padre dijo que usted tiene un modo distinto de enseñar… Vine a escuchar —respondió Elías, cruzado de brazos, como quien se defiende antes de ser atacado.
—Escuchar es fácil. Comprender… eso requiere que uno haya perdido algo de orgullo —dijo el viejo, sirviéndole un café de olla.
Pasaron unos minutos en silencio. Entonces, don Anselmo comenzó a hablar, sin previo aviso, como si una señal invisible le hubiera dicho que era el momento.
—¿Tú sabes lo que vale más que el oro en estos tiempos?
Elías pensó en mil respuestas posibles: energía limpia, agua potable, datos…
—La capacidad de cambiar de rumbo —dijo el viejo.
—¿Cambiar de rumbo? ¿No es eso señal de debilidad?
—No, hijo. Es señal de conciencia despierta.
Elías se encogió de hombros. Don Anselmo continuó, mirando hacia la montaña.
—Conocí a un hombre, hace muchos años, que había sido temido en tres estados. Matón, negociante sucio, con la mirada tan pesada que los pájaros callaban cuando pasaba. Pero un día… lo vi llorar frente a una iglesia. No porque le hubieran hecho daño, sino porque recordó a su madre. Eso lo quebró.
—¿Y qué pasó con él?
—Vendió todo. Se dedicó a reconstruir escuelas y clínicas. Nunca explicó su cambio. Solo dijo una vez: “Ya no podía dormir con lo que era. Así que decidí despertar siendo otro.”
Elías guardó silencio.
—En la historia, también hay ejemplos. ¿Conoces a Jean Valjean?
Elías asintió. Había leído Los Miserables en la preparatoria, obligado.
—Muchos lo recuerdan como el bueno. Pero no era bueno. Se volvió bueno. Porque alguien —un simple obispo— lo miró con compasión, cuando todo el mundo lo veía como una basura.
Elías pensó en el inspector Javert.
—Y el otro, el que lo perseguía, no pudo cambiar…
—Exacto. Javert representa al que no soporta ver que el mundo no es blanco y negro. Su moral era tan rígida que no cabía en ella el milagro del perdón. Por eso se rompió.
Don Anselmo se levantó y recogió una ramita del suelo.
—El hombre que sabe cambiar, se vuelve como esta rama: flexible, pero fuerte. El que no cambia, termina quebrado como un tronco seco.
—Entonces… ¿el cambio es una virtud?
—No cualquier cambio, Elías. Solo el que nace de ver con claridad que uno iba mal, que el ego lo arrastraba, que el rencor lo gobernaba. Cambiar así es un acto de grandeza. Los que hacen eso… salvan no solo su vida, sino la de otros.
Elías bajó la mirada. Algo se removía en su pecho. Sintió que, por primera vez, había aprendido algo que no venía de un libro, ni de un laboratorio.
Don Anselmo se sentó otra vez.
—Y no te confundas, muchacho. Los que más mal hicieron, cuando se transforman, pueden ser los que más bien causan. Porque conocen la oscuridad y la rechazan con fuerza. Son testigos del abismo… y aún así, deciden construir luz.
Elías sintió un nudo en la garganta.
—¿Entonces aún hay esperanza para los que han hecho mucho daño?
Don Anselmo lo miró con ojos profundos.
—Siempre la hay. Pero el primer paso… es querer ver la verdad de uno mismo. Y eso, hijo, no se enseña. Solo se descubre.
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