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El Gran Libro

El Libro Cuando nació la idea de escribir fue como la tormenta que de pronto aparece en el horizonte anunciando con relámpagos y truenos...

miércoles, 30 de abril de 2025

Una verdad incomoda

El demente miró al psiquiatra con una media sonrisa, casi compasiva.


—Anoche soñé, doctor… que se me aparecía el demonio. Pero no me dio miedo. Sentí lástima por él.


El doctor alzó la ceja, interesado, mientras su pluma se deslizaba sobre la libreta con entusiasmo.


—Le dije que podía retirarse tranquilo, que descansara… Que ya no era necesario. Nosotros lo habíamos superado.


—¿Nosotros? —preguntó el psiquiatra, intrigado.


—Los humanos —respondió el demente, con voz pausada—. Porque inventamos la esclavitud, las hogueras, los campos de concentración. Lanzamos bombas sobre civiles, torturamos con paciencia… no con odio impulsivo, sino con cálculo y frialdad. Bajo banderas de fe, de patria, de ciencia. Y el demonio… sólo nos observaba. Tal vez con espanto. Porque ni él se atrevió a tanto.


El psiquiatra dejó de escribir por un momento. Lo miró con esa expresión neutra que había practicado frente al espejo.


—¿Y qué cree que significa su sueño?


—Que la verdadera maldad no lleva cuernos, ni huele a azufre —susurró el demente—. Lleva bata blanca, crucifijo al cuello, uniforme bien planchado, o… una libreta y una pluma.


El psiquiatra sonrió, incómodo. Cerró su cuaderno con cuidado.


—Muy interesante. Me gustaría que hablemos más de eso en la próxima sesión.


Mientras se levantaba, el demente lo miró con una mezcla de tristeza y lucidez.


—Claro, doctor…aún tengo muchas cosas que contarle sobre ese demonio que se ha retirado a presenciar con horror lo que los hombres somos capaces de hacer, al blasfemar, especular con lo sagrado, condenar a inocentes, asesinar niños y mujeres , ancianos e indefensos hombres impunemente, empobrecer naciones enteras, enriquecerse a costa de la explotación de los que o pueden defenderse, en fin, material sobra.


El psiquiatra se detuvo un segundo. Luego salió de la habitación con paso seguro, imaginando el título de su próximo artículo.


A la mañana siguiente el demente con voz tranquila habla con el jardinero mientras le ayuda a llevar unas macetas al otro lado del jardín y le cuenta sobre la sesión donde hablo del demonio con su doctor , usted comprende, una indirecta bien disfrazada de una pesadilla. El viejo jardinero sonrió y le dijo que estaba abusando de su locura y los dos rieron de buena gana.

Mañana le dire que soñé con un ángel y que medio las razones por las que el hombre merece estar en un mundo tan maravilloso. 


_ vas a terminar logrando que él te acompañe dentro de poco en el mismo pabellón, no como doctor sino como paciente.


_ no lo creo, necesitaría ser más inteligente


Los dos se sentaron a descansar y refrescarse tomando un vaso de agua fresca mientras admiraban la belleza del jardín.



Escena: El jardinero y el demente en el banco bajo la sombra del árbol.


El sol de la mañana apenas asoma entre las ramas. El jardinero limpia con su pañuelo la boquilla de la garrafa de agua fresca, la comparte con su extraño amigo, el demente, que aún trae la mirada encendida por la última conversación con el doctor.


—Hoy le dije que me visitó un ángel —comienza el demente, mientras juega con una hoja caída—. Me dijo que el mundo aún merece una oportunidad… porque hay quienes no han dejado morir la flama del amor. Gente que todavía se conmueve, que ayuda sin pedir nada, que comparte el pan, que lucha por la justicia. 



El jardinero lo escucha sin prisa, como si cada palabra se sembrara entre las flores.


—¿Y qué dijo el doctor? —pregunta con una sonrisa.


—Me miró como si dudara… pero anotó todo. Yo sé lo que hace con mis palabras —responde el demente con picardía—. Tal vez le sirven más a él que a mí.


El jardinero se recuesta contra el respaldo del banco, toma un sorbo de agua y dice:


—¿Sabes? Siempre he pensado que el mal hace escándalo, pero el bien trabaja en silencio… y por eso parece menos. Pero si miras con cuidado, verás que hay más manos sembrando que destruyendo, más abrazos que golpes, más ternura que odio.


El demente lo mira fijo, casi con asombro.


—¿Entonces tú también crees que vamos ganando?


—No se trata de ganar, amigo —responde el jardinero mientras observa el cielo—. Se trata de no rendirse. El mundo sigue amaneciendo porque aún hay quien se levanta a amar, a cuidar, a crear belleza… aunque nadie lo aplauda.



El demente se pone de pie, recoge una flor caída y se la ofrece al jardinero.


—Para que no se te olvide que hay ángeles entre nosotros… aunque no siempre traigan alas.


Ambos ríen.



 El demente —aparentemente frágil, marginado, fuera del sistema— es en realidad el único que no tiene miedo de señalar la falsedad en los pilares que sostienen la “normalidad”. Y es eso lo que lo vuelve tan peligroso… o tan iluminador.


Él no está loco en el sentido en que se le quiere encasillar; más bien, se ha liberado del consenso social que decide qué pensar, qué sentir y qué ocultar. Por eso puede decir verdades incómodas, mirar con claridad donde otros niegan, y al mismo tiempo, usar la locura como escudo, porque en este mundo, si uno habla con demasiada lucidez sin ser autorizado, lo encierran.


La figura del jardinero representa esa sabiduría antigua, silenciosa, cercana a la tierra, que no se ve en laboratorios ni se publica en libros. Y cuando escucha al demente, no lo analiza: lo comprende. Y quizá por eso el demente se abre a él, porque no lo juzga ni lo quiere curar… solo lo escucha intuyendo que ese hombre puede estar más cuerdo que muchos que presumen estarlo.


JuanAntonio Saucedo Pimentel 

Todos somos sembradores

“La Siembra en Tiempos Difíciles”


El hombre llegó al jardín como quien busca sombra en medio del desierto. Tenía el rostro sombrío y los hombros vencidos. Se sentó en silencio en una banca, observando sin ver cómo el viejo jardinero removía la tierra con paciencia, como si hablara con ella en murmullos que sólo los árboles comprendían.


Cuando por fin el hombre rompió el silencio, su voz era apenas un hilo de resignación:


—Ya no puedo más. La crisis me está devorando. Los proveedores han cerrado, los costos suben cada día, y no tengo más opción que despedir a mis trabajadores. ¿Cómo se le explica eso a quienes confiaron en ti? ¿Cómo seguir cuando todo parece fuera de tu control?


El jardinero dejó la azada a un lado y, limpiándose las manos con un trapo, se sentó junto a él.


—Mira —le dijo señalando las hileras recién sembradas—. Cada mañana sembramos. Con nuestro trabajo, nuestras ideas, con el entusiasmo que a veces tenemos que inventar. Plantamos semillas esperando buenos frutos, sabiendo que una tormenta puede arrasar con todo en minutos. Y aun así, ¿dejamos de sembrar? No. Empezamos otra vez.


—Pero usted siembra en tierra —dijo el hombre con amargura—. Yo siembro en personas, en negocios, en sueños que ya no sé si darán algo.


—Yo también siembro en personas —respondió el jardinero con una sonrisa serena—. Porque cada palabra de aliento, cada ejemplo, cada gesto de respeto o cooperación es una semilla. Y no sabemos cuándo germinará, pero hay que plantarla.


El jardinero hizo una pausa y señaló un árbol que, pese al viento reciente, aún sostenía sus ramas.


—¿Ves ese árbol? Lo sembré hace años. Varias veces creí que no resistiría: plagas, sequías, heladas. Pero cada vez que se debilitaba, lo cuidaba. Y hoy mira: da sombra, da vida.


El hombre miró el árbol como si lo viera por primera vez. Sus ojos, antes cargados de derrota, mostraron una chispa de comprensión.


—Entonces… ¿usted cree que aún puedo hacer algo?


—No sólo puedes —le dijo el jardinero con firmeza—. Debes. Porque también es tu responsabilidad sembrar esperanza. Incluso en medio del dolor. Sobre todo en medio del dolor. Es en los tiempos difíciles cuando más necesitamos creer que la tormenta pasará… y que volveremos a sembrar.


El hombre se levantó. No tenía las respuestas, ni los recursos mágicos. Pero había recuperado algo valioso: la convicción de seguir. Agradeció al jardinero y, mientras se alejaba, llevaba en su alma una semilla nueva.



Reflexión final:


Todos somos sembradores. Cada gesto, cada palabra, cada decisión que tomamos es una semilla que arrojamos al mundo y también a nuestro propio interior. A veces parece que nada florece, que la tierra está seca o la tormenta no da tregua… pero las semillas duermen, resisten, esperan. En el alma llevamos guardado todo lo que otros han sembrado en nosotros: amor, fortaleza, valores, esperanza. Y llegará el tiempo apropiado. Entonces, sin aviso, brotarán los frutos que darán sombra, alimento y sentido a nuestro andar. No dejemos de sembrar, aun en los tiempos difíciles. Porque la cosecha, tarde o temprano, siempre llega.


JuanAntonio Saucedo Pimentel 

martes, 29 de abril de 2025

Diferentes

“Los que viajan con la mente”


En un rincón apacible del jardín del hospital, donde las flores se abrían como pequeños soles y el aire olía a tierra húmeda, una niña de mirada profunda y paso silencioso se sentó junto a un hombre que, decían, hablaba con los árboles y escuchaba a las estrellas.


—¿Sabes por qué estoy aquí? —le preguntó con voz apenas audible.


El hombre la miró con dulzura.


—Porque eres distinta, ¿verdad?


Ella asintió.


—En la escuela se burlan de mí. Me dicen que soy rara, que vengo de otro planeta… hasta que me van a llevar a un laboratorio para estudiar la evolución de los changos. A veces me encierro a llorar, ya no quiero regresar a la escuela. Por eso me trajeron al psicólogo, pero no creo que eso cambie mucho.


Él guardó silencio unos segundos, luego dijo con calma:


—Te comprendo mejor de lo que imaginas. La mayoría teme o desprecia lo que no entiende. Pero la verdad es que nadie es completamente normal. Si lo fueran, no soportarían vivir en un mundo que acepta el egoísmo, la violencia y la mentira como si fueran virtudes necesarias. En este sistema, ser diferente no es un defecto… es una resistencia.


La niña alzó la mirada. Él hablaba con la misma claridad que ella pensaba.


—¿Tú también te sientes de otro planeta?


—Por supuesto. Aunque muchos no lo crean, viajo a mundos lejanos. En ellos me encuentro con seres que no miden el valor de una persona por sus palabras ni por lo que logra en un examen. Dicen que estoy loco… pero allá, en mis mundos, yo soy libre.


—A mí me pasa igual —dijo ella con entusiasmo—. Me encierro con mis libros, y cuando veo una imagen, ya estoy dentro de la historia. Puedo cabalgar sobre dragones, hablar con sirenas, correr por jardines que flotan en el aire. Y allá nadie me dice que soy extraña.


—Eso no es locura —respondió el hombre—, eso es un regalo. Y dime, ¿cuál es tu habilidad especial?


Ella bajó la voz, como si le revelara un secreto.


—Aprendo idiomas muy rápido. Ya hablo tres y estoy estudiando dos más. También puedo recordar con detalle cada lugar que visité desde que era muy pequeña.


Él sonrió con admiración.


—Eso es asombroso. En mi caso, puedo componer canciones en mi mente, aunque no sepa escribir música. Pero sabes qué es lo mejor de todo esto? Que tú y yo, aunque no encajemos en lo que llaman “normalidad”, tenemos la capacidad de ver, sentir y crear lo que muchos jamás entenderán.


A unos pasos de distancia, el jardinero sembraba unas semillas. No los interrumpió. Pero en su mente se abría una certeza luminosa:


Esos dos seres, sentados bajo la sombra, llevan en su alma un universo que los demás no pueden ni imaginar. Ella, etiquetada como autista, posee habilidades que el mundo aún no sabe valorar. Él, marginado como loco, ha aprendido a ser libre en su mente. Y juntos, sin proponérselo, enseñan lo hermoso que es mirar la vida desde otra frecuencia.


JuanAntonio Saucedo Pimentel 

viernes, 25 de abril de 2025

Biblioteca de las verdades


“La verdad florece” (versión reforzada)


Camila tenía dieciocho años y un sueño que no le cabía en el pecho: quería estudiar Ciencias de la Comunicación. Desde niña le fascinaba observar todo lo que pasaba a su alrededor y contarlo. “No es chisme, es información”, solía decir entre risas. En el fondo, deseaba que los demás le prestaran atención, y nada lograba más eso que contar una historia que hiciera ruido.


Una tarde, mientras ayudaba en el pequeño jardín comunitario, se encontró con Don Fidel, un hombre sabio de silencios largos y palabras certeras. Era jardinero de la universidad donde pensaba inscribirse. Él la miró con una mezcla de curiosidad y afecto, como si intuyera que traía algo atorado en el alma.


—¿Así que vas a estudiar comunicación? —le preguntó sin rodeos.


—Sí —respondió Camila—. Me gusta contar lo que pasa… desde niña he tenido ese don.


Don Fidel sonrió mientras acomodaba las macetas.


—¿Y también tienes el don de callar lo que no es verdad?


Camila se quedó callada. El jardinero, entonces, comenzó a contarle una historia:


—Hace años, una joven con gran talento para escribir fue contratada por una importante agencia de noticias. Le gustaba contar lo que veía, sin filtros. Pero un día, publicó una historia sin verificar, basada solo en rumores. Acusó a un hombre de un acto terrible, y aunque no tenía pruebas, lo hizo con tanta convicción que nadie dudó. Ese hombre lo perdió todo: familia, amigos, su reputación. Años después, se descubrió que todo había sido falso. La joven lo entendió tarde… pero entendió. Dejó el oficio, y desde entonces, se dedica a enseñar a los jóvenes que informar es un acto sagrado: se debe decir solo lo que se puede probar, no lo que suena mejor o hace más ruido.


Camila lo miraba en silencio, con la garganta apretada.


—Informar no es entretener ni crear escándalos —continuó Don Fidel—. Es sembrar verdades. Y la verdad, hija, no necesita adornos, necesita evidencias. Sin ellas, es solo ruido.


El viento movía las ramas como si también quisieran opinar. Camila bajó la mirada y asintió. Entendió que su pasión tenía un peso: el de la responsabilidad.


—Entonces, ¿usted cree que aún puedo hacerlo bien?


—Claro —dijo el jardinero—. Pero no uses tu don para hacer sombra, úsalo para dar luz. Porque en un mundo de mentiras, quien dice la verdad con pruebas… es un faro.


Tiempo después se construyó la biblioteca de la verdad donde los cuadernos contenían aquello que investigado y comprobado había sido la información que transformó la vida de un pueblo.




🌱 El Jardín de las Serendipias


Una mañana soleada, mientras el rocío aún brillaba en las hojas, un joven entusiasta llegó al jardín donde trabajaba Don Fidel, un hombre de manos curtidas y mirada serena.


—Don Fidel, ya tengo claro mi futuro —dijo el joven con entusiasmo—. Seré un abogado prominente. La abogacía me dará estabilidad económica y una posición respetable en la sociedad.


Don Fidel sonrió y, mientras plantaba unas semillas, respondió:


—Es bueno tener metas, muchacho. Pero déjame contarte una historia.


Y así, comenzó a relatar la vida de un campesino que, a los diecisiete años, dejó su pueblo con la ilusión de estudiar y mejorar su vida. Destacó en física, química y, especialmente, en matemáticas. Obtuvo una beca para estudiar en el extranjero. Sin embargo, antes de partir, fue asaltado y golpeado en la cabeza. Al recuperarse, descubrió que había perdido la capacidad de resolver incluso ecuaciones sencillas.


A pesar de ello, la universidad lo aceptó sin conocer su situación. Allí descubrió una nueva habilidad: escribir y analizar datos administrativos. Sus escritos, aunque inicialmente considerados radicales, con el tiempo demostraron tener razón. Sin embargo, perdió la beca y regresó a su país.


Trabajó en una gran empresa metalmecánica, donde implementó cambios que mejoraron la producción y redujeron la rotación de personal. Pero la ambición de algunos compañeros lo llevó a renunciar. Entonces, fundó su propia empresa y tuvo éxito. A pesar de ello, sentía un vacío interior. Decidió regresar a su pueblo y llevar una vida sencilla, enseñando que en la vida todo puede suceder, pero no hay que dejarse vencer, porque esas serendipias pueden traer grandes sorpresas.


El joven escuchaba atentamente, y Don Fidel continuó:


—No es el único. Frida Kahlo, por ejemplo, soñaba con ser médica, pero un accidente la llevó a descubrir su talento en la pintura. Mario Moreno, conocido como Cantinflas, probó varios oficios antes de encontrar su lugar en la comedia. Rigoberta Menchú, tras vivir injusticias, se convirtió en activista y ganó el Nobel de la Paz. Juan Rulfo, mientras trabajaba en una oficina, escribió “Pedro Páramo”, una de las obras más importantes de la literatura mexicana. Chavela Vargas, tras una vida de altibajos, encontró su voz en la música ranchera.


El joven, pensativo, comprendió que la vida no siempre sigue el camino planeado, y que adaptarse a las circunstancias puede llevar a descubrimientos inesperados y valiosos.


JuanAntonio Saucedo Pimentel