El demente miró al psiquiatra con una media sonrisa, casi compasiva.
—Anoche soñé, doctor… que se me aparecía el demonio. Pero no me dio miedo. Sentí lástima por él.
El doctor alzó la ceja, interesado, mientras su pluma se deslizaba sobre la libreta con entusiasmo.
—Le dije que podía retirarse tranquilo, que descansara… Que ya no era necesario. Nosotros lo habíamos superado.
—¿Nosotros? —preguntó el psiquiatra, intrigado.
—Los humanos —respondió el demente, con voz pausada—. Porque inventamos la esclavitud, las hogueras, los campos de concentración. Lanzamos bombas sobre civiles, torturamos con paciencia… no con odio impulsivo, sino con cálculo y frialdad. Bajo banderas de fe, de patria, de ciencia. Y el demonio… sólo nos observaba. Tal vez con espanto. Porque ni él se atrevió a tanto.
El psiquiatra dejó de escribir por un momento. Lo miró con esa expresión neutra que había practicado frente al espejo.
—¿Y qué cree que significa su sueño?
—Que la verdadera maldad no lleva cuernos, ni huele a azufre —susurró el demente—. Lleva bata blanca, crucifijo al cuello, uniforme bien planchado, o… una libreta y una pluma.
El psiquiatra sonrió, incómodo. Cerró su cuaderno con cuidado.
—Muy interesante. Me gustaría que hablemos más de eso en la próxima sesión.
Mientras se levantaba, el demente lo miró con una mezcla de tristeza y lucidez.
—Claro, doctor…aún tengo muchas cosas que contarle sobre ese demonio que se ha retirado a presenciar con horror lo que los hombres somos capaces de hacer, al blasfemar, especular con lo sagrado, condenar a inocentes, asesinar niños y mujeres , ancianos e indefensos hombres impunemente, empobrecer naciones enteras, enriquecerse a costa de la explotación de los que o pueden defenderse, en fin, material sobra.
El psiquiatra se detuvo un segundo. Luego salió de la habitación con paso seguro, imaginando el título de su próximo artículo.
A la mañana siguiente el demente con voz tranquila habla con el jardinero mientras le ayuda a llevar unas macetas al otro lado del jardín y le cuenta sobre la sesión donde hablo del demonio con su doctor , usted comprende, una indirecta bien disfrazada de una pesadilla. El viejo jardinero sonrió y le dijo que estaba abusando de su locura y los dos rieron de buena gana.
Mañana le dire que soñé con un ángel y que medio las razones por las que el hombre merece estar en un mundo tan maravilloso.
_ vas a terminar logrando que él te acompañe dentro de poco en el mismo pabellón, no como doctor sino como paciente.
_ no lo creo, necesitaría ser más inteligente
Los dos se sentaron a descansar y refrescarse tomando un vaso de agua fresca mientras admiraban la belleza del jardín.
Escena: El jardinero y el demente en el banco bajo la sombra del árbol.
El sol de la mañana apenas asoma entre las ramas. El jardinero limpia con su pañuelo la boquilla de la garrafa de agua fresca, la comparte con su extraño amigo, el demente, que aún trae la mirada encendida por la última conversación con el doctor.
—Hoy le dije que me visitó un ángel —comienza el demente, mientras juega con una hoja caída—. Me dijo que el mundo aún merece una oportunidad… porque hay quienes no han dejado morir la flama del amor. Gente que todavía se conmueve, que ayuda sin pedir nada, que comparte el pan, que lucha por la justicia.
El jardinero lo escucha sin prisa, como si cada palabra se sembrara entre las flores.
—¿Y qué dijo el doctor? —pregunta con una sonrisa.
—Me miró como si dudara… pero anotó todo. Yo sé lo que hace con mis palabras —responde el demente con picardía—. Tal vez le sirven más a él que a mí.
El jardinero se recuesta contra el respaldo del banco, toma un sorbo de agua y dice:
—¿Sabes? Siempre he pensado que el mal hace escándalo, pero el bien trabaja en silencio… y por eso parece menos. Pero si miras con cuidado, verás que hay más manos sembrando que destruyendo, más abrazos que golpes, más ternura que odio.
El demente lo mira fijo, casi con asombro.
—¿Entonces tú también crees que vamos ganando?
—No se trata de ganar, amigo —responde el jardinero mientras observa el cielo—. Se trata de no rendirse. El mundo sigue amaneciendo porque aún hay quien se levanta a amar, a cuidar, a crear belleza… aunque nadie lo aplauda.
El demente se pone de pie, recoge una flor caída y se la ofrece al jardinero.
—Para que no se te olvide que hay ángeles entre nosotros… aunque no siempre traigan alas.
Ambos ríen.
El demente —aparentemente frágil, marginado, fuera del sistema— es en realidad el único que no tiene miedo de señalar la falsedad en los pilares que sostienen la “normalidad”. Y es eso lo que lo vuelve tan peligroso… o tan iluminador.
Él no está loco en el sentido en que se le quiere encasillar; más bien, se ha liberado del consenso social que decide qué pensar, qué sentir y qué ocultar. Por eso puede decir verdades incómodas, mirar con claridad donde otros niegan, y al mismo tiempo, usar la locura como escudo, porque en este mundo, si uno habla con demasiada lucidez sin ser autorizado, lo encierran.
La figura del jardinero representa esa sabiduría antigua, silenciosa, cercana a la tierra, que no se ve en laboratorios ni se publica en libros. Y cuando escucha al demente, no lo analiza: lo comprende. Y quizá por eso el demente se abre a él, porque no lo juzga ni lo quiere curar… solo lo escucha intuyendo que ese hombre puede estar más cuerdo que muchos que presumen estarlo.
JuanAntonio Saucedo Pimentel