“El Arte de Escribir la Historia”
El hombre moderno caminaba por el inmenso museo del tiempo, un lugar donde los siglos se entrelazaban. Al girar una esquina, se encontró de pronto frente a un personaje vestido con un tilmatli decorado con plumas y bordados finos. Su rostro, sereno y firme, transmitía autoridad.
Era Tlacaelel. El gran consejero ,arquitecto del gran poder azteca.
— Saludos, hombre del porvenir —dijo con solemnidad —. ¿Qué buscas en los salones del tiempo?
— Busco entender la historia… la verdadera historia. Aunque cada vez que avanzo, me doy cuenta de cuántas capas de maquillaje tiene.
Tlacaelel sonrió levemente.
— Sabia búsqueda… pero la historia, amigo mío, no es un espejo fiel. Es un códice tejido por los poderosos, según sus necesidades.
— Justamente. He leído sobre ti. Dicen que tú transformaste el relato de los mexicas, los convertiste en un pueblo elegido.
— Y lo hice —respondió sin titubeos—. No bastaba con tener armas y guerreros; hacía falta un relato que diera sentido, que alimentara el corazón del pueblo. ¿Acaso tu gente no hace lo mismo?
El hombre moderno lo miró, reflexionando.
— Es cierto. Por ejemplo, los ingleses. Construyeron el mito del Rey Arturo y su mesa redonda: caballeros puros, leales, nobles. Un reino ideal de justicia… cuando en realidad sus reinos estaban llenos de guerras internas, traiciones, hambre y poderosos abusando de los débiles.
Tlacaelel asintió.
— He oído de esa mesa redonda. Un hermoso símbolo para mantener unido al reino bajo la idea de igualdad entre caballeros. Pero detrás de los tapices dorados siempre hay sombras.
— Y en mi tiempo —continuó el hombre moderno— las naciones aún levantan héroes intocables, inventan orígenes grandiosos, borran errores, suavizan masacres. Nos alimentan con mitos para mantenernos alineados.
— Exactamente —respondió Tlacaelel con tono casi paternal—. El pueblo necesita creer que su causa es justa, que sus líderes son virtuosos, que su dios o su patria los bendicen. Sin esas historias, los hombres se dividen, dudan, pelean entre ellos.
— ¿Y no sería mejor enseñar la verdad? Con sus luces y sombras. Así aprenderíamos de los errores.
Tlacaelel lo miró en silencio unos segundos.
— La verdad pura es pesada como el jade. Son pocos los que tienen la fuerza de cargarla. Muchos prefieren la piedra tallada y adornada, aunque sólo sea obsidiana pintada de verde.
Pero tú, hombre del futuro, puedes intentarlo. Si logras que tu gente ame la verdad más que la comodidad de los mitos, tal vez cambie el rumbo de la historia.
El hombre moderno sonrió.
— Al menos vale la pena intentarlo. Ya demasiados imperios se han construido sobre espejismos.
— Así es —concluyó Tlacaelel—. Los mitos son poderosos… pero las mentiras no sostienen eternamente a los imperios. Al final, el tiempo siempre revela lo que fue escondido.
Mientras el eco de sus palabras se desvanecía, el hombre moderno siguió su camino, decidido a contar la verdad.
Oooooooooo
“El Mito Eterno — Segunda Conversación entre Tlacaelel y el Hombre Moderno”
En el museo del tiempo, donde las eras se entrelazan como serpientes emplumadas, el hombre moderno volvió a encontrarse con Tlacaelel. Esta vez, el viejo sabio mexica lo esperaba, como si supiera de antemano que volvería.
— Has regresado, hombre del porvenir —dijo con voz profunda—. ¿Qué te inquieta ahora?
— El mito, Tlacaelel. Esa farsa que aún domina mi mundo. Me doy cuenta de que seguimos repitiendo la misma historia disfrazada:
que unos nacen para gobernar y otros para obedecer; que ciertas naciones son elegidas para ser “luz del mundo”; que el dinero es la medida de la virtud.
Es una tontería cósmica, y sin embargo… funciona.
Tlacaelel sonrió, casi con tristeza.
— No es nueva, hermano de otro tiempo. Los mexicas, los egipcios, los reyes europeos, los emperadores romanos… todos la cantamos con distintos tambores.
El mito eterno es el mismo: “Yo tengo el favor de los dioses, tú tienes el deber de obedecer.”
El hombre moderno asintió.
— Ahora los dioses son otros. Ya no se llaman Huitzilopochtli, ni Zeus, ni Jehová. Ahora se llaman “mercado”, “progreso”, “democracia perfecta”, “seguridad nacional”, “libertad económica”.
El dinero tiene sus propios templos: bancos, bolsas, corporaciones. Sus profetas son los banqueros y sus guerreros, los que deciden las guerras económicas. El billete es la nueva ofrenda al dios invisible.
Tlacaelel lo miró con ojos de fuego:
— Has entendido el corazón de los imperios. El mito cambia de máscara, pero conserva su esencia.
Y la mayoría lo acepta porque ofrece consuelo:
“No estás pobre por injusticia, sino porque no trabajaste lo suficiente.”
“No estamos en guerra por ambición, sino para llevar la paz.”
“No controlamos al mundo por codicia, sino por mandato superior.”
El hombre moderno apretó los puños.
— Algunos ya no creemos en ese cuento, Tlacaelel. Vemos cómo el mito sigue justificado genocidios, esclavitud moderna, destrucción del planeta, pobreza disfrazada de progreso.
Tlacaelel suspiró.
— Pocos resisten el encanto de los mitos. La mayoría prefiere creer que el orden es justo, porque cuestionarlo significa mirar al abismo de sus propias mentiras.
Hubo un largo silencio entre ambos.
— Entonces —preguntó el hombre moderno—, ¿es imposible romper el ciclo?
Tlacaelel clavó su mirada como obsidiana en la suya.
— No.
Cuando uno empieza a ver, enseña a otro. Cuando varios despiertan, la mentira se resquebraja.
El mito es poderoso, pero frágil ante la verdad sostenida con coraje.
No destruyas el mito gritando. Derríbalo sembrando verdad.
El hombre moderno se quedó pensativo.
— Sembrar la verdad…
— Como quien planta maguey —añadió Tlacaelel—: crece lento, pero cuando madura, da vida y alimento para muchos.
Haz lo tuyo, sembrador del porvenir.
Ambos se despidieron en silencio.
La conversación había terminado, pero el trabajo apenas comenzaba.
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