El mono y el paraíso prometido
Una fábula sobre los engaños del brillo y el valor de lo esencial
Había una vez un joven mono llamado Kimo, curioso y lleno de sueños. Vivía en una selva modesta, pero rica en afecto, donde cada día compartía juegos, trabajo y frutas con su familia y amigos.
Un día, llegaron a la selva unas cotorras venidas de tierras lejanas. No dejaban de repetir una y otra vez que existía una selva mejor, un verdadero paraíso donde los árboles siempre daban frutos dulces y la vida era fácil, sin esfuerzos ni preocupaciones.
—Solo hay que atreverse a buscarlo —repetían con sus voces chillonas—. ¡Quien se queda, nunca progresa!
Kimo, entusiasmado, comenzó a soñar con esa tierra prometida. Su padre y los ancianos del grupo trataron de disuadirlo.
—Hijo, lo que vale de verdad se construye con esfuerzo, con cariño y en comunidad. No dejes que las promesas fáciles cieguen tu juicio —le decía su padre con tristeza.
Pero el joven mono no escuchó. Su corazón latía fuerte ante la idea de descubrir ese mundo mejor. Así que, sin más, partió una mañana, impulsado por la ilusión.
El viaje fue largo y agotador. Al llegar a la selva prometida, todo parecía distinto. Los árboles eran altos, pero los frutos estaban vigilados. Para conseguirlos, debía cumplir con largas jornadas de trabajo, bajo reglas impuestas por los dueños del lugar.
—Si quieres vivir aquí, debes ganártelo —le dijeron con sonrisas que no llegaban a los ojos.
Kimo aceptó, creyendo que era temporal. Pero pronto descubrió la verdad: las promesas eran solo cebos para atraer a los incautos. El trabajo era duro, las condiciones frías, sin afecto, sin juegos, sin amistad. Nadie hablaba con nadie más allá de lo necesario. Al final del día, lo único que recibía era entretenimiento artificial para mantenerlo callado y conforme.
Los meses pasaron. Kimo se volvió gris por dentro. Su espíritu se apagaba.
Y cuando ya no rindió igual, cuando su cuerpo no respondió como antes, le dijeron sin rodeos:
—Lo sentimos, ya no cumples con lo requerido. Debes irte.
Así, solo y amargado, Kimo emprendió el camino de regreso. No sabía si tendría un lugar al cual volver. Su corazón iba cargado de dolor y arrepentimiento.
Pero al llegar, algo inesperado ocurrió. Su padre, sus amigos, toda la comunidad lo recibió con los brazos abiertos, sin rencores, con una sonrisa que lo hizo romper en llanto. Volvió a sentir el calor de los abrazos, el canto del río, la dulzura de los frutos compartidos y la alegría de una mirada sincera.
Kimo había comprendido.
—Nunca más —se dijo— cambiaré lo esencial por el brillo de una ilusión.
Y así, se convirtió en un sabio más de la selva. A los jóvenes que soñaban con tierras lejanas, les contaba su historia. No para quitarles las alas, sino para que aprendieran a distinguir el oro del espejismo.
Moraleja:
No todo lo que brilla es oro, ni todo paraíso prometido es verdadero. Antes de partir en busca de lo lejano, asegúrate de valorar lo que ya tienes cerca: el amor, la comunidad, y la paz de vivir con dignidad.
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