“La caída de Don Rufino”
Don Rufino despertó sobresaltado aquella mañana. Había tenido una pesadilla espantosa: se veía en la calle, vendiendo billetes de lotería, como un miserable.
Rápidamente agarró el celular. Ni un solo mensaje del abogado. Llamó de inmediato mientras caminaba hacia el balcón, donde sus hijos jugaban al tenis y el jardinero recortaba los arbustos al fondo.
— ¿Qué pasa con el juicio? —preguntó fingiendo enojo—. No pienso pagar cinco millones si podemos arreglarlo por cien mil con el juez. Un amparo más, dos o tres años de ventaja… ¡Eso ya lo sabemos!
Colgó y, como siempre, pensó en negocios.
“Mejor invierto esos cinco millones en acciones de armamento. Con el mundo como está, se venderán mejor que las quesadillas”, se dijo, sonriendo mientras se metía a bañar silbando, soñando con las jugosas utilidades.
No le preocupaba lo más mínimo que el dueño de la finca —a quien le había dejado de pagar— estuviera en la ruina.
“Así es la vida, Rufino, la ley del más inteligente prevalece. Eres el mejor”, se repitió, mientras su reflejo en el espejo se iba opacando entre el vapor.
Esa mañana, sintiéndose generoso, decidió hablar con el jardinero de algo distinto a sus líos legales:
— Armenio, vendrá un ingeniero a medir el terreno para los nuevos proyectos: la alberca, la cancha, el jardín. Atiéndalo y vigile que no meta la nariz donde no debe. Ya sabe: hay que ser precavido.
— Como usted diga, patrón —respondió Armenio, que tras años trabajando allí ya conocía las muchas “precauciones” de la casa.
El cuarto de la servidumbre era un mundo aparte, un pequeño refugio donde no entraban la codicia, los abusos ni las justificaciones que Don Rufino llamaba “inteligencia”.
Armenio sabía que su patrón no era del todo culpable: así lo habían educado. Ni siquiera le remordía la conciencia cuando arruinaba vidas, pues lo veía como “el juego natural de los negocios”.
Pero ese día la vida —que suele tener su propio sentido del humor— le preparaba una lección.
Por la tarde, mientras bajaba apurado la escalera para contestar otra llamada del abogado, resbaló y cayó rodando violentamente. El diagnóstico fue brutal: daño irreversible en la columna.
En un abrir y cerrar de ojos, su imperio empezó a desmoronarse.
Los gastos médicos devoraban millones. Los socios saqueaban lo que podían. Sus hijos, en complicidad con los abogados, arreglaban cuentas a su favor.
“De tal palo, tal astilla”, murmuraba Armenio desde la distancia.
Y así, en cuestión de meses, Don Rufino terminó compartiendo el pequeño cuarto de la servidumbre junto a Armenio. Lisiado, amargado y, por primera vez, sin poder mandar sobre nadie.
Pero lo curioso fue lo que ocurrió después.
Armenio —que nunca le tuvo rencor— le enseñó a preparar café, a leer libros sencillos, a escuchar la radio sin hablar de negocios.
Le enseñó a ver las flores del jardín que antes sólo ordenaba podar.
Y Don Rufino, ya sin millones, sin socios ni abogados, empezó a descubrir algo nuevo: la vida simple, la charla sincera, los pequeños placeres de un día sin ansiedad.
“La caída de Don Rufino — Segunda Parte: El descubrimiento”
Tras el accidente que lo dejó lisiado, Don Rufino fue llevado al hospital privado de siempre. Pero sus hijos, viendo que los gastos amenazaban la herencia, pronto le buscaron otra alternativa más económica: el sistema de salud público.
Al principio, Rufino se sintió humillado.
“¿Cómo yo, Don Rufino, en un hospital público? ¿Con gente que ni siquiera puede pagar una consulta decente?”
Pero como ya no podía decidir mucho, fue el jardinero Armenio quien lo llevó al centro de salud del barrio.
Y ahí fue donde empezó su verdadera terapia.
Las paredes eran modestas, el mobiliario viejo, pero el personal…
¡Ah, el personal!
Médicos jóvenes que lo trataban con amabilidad, enfermeras que lo ayudaban con ternura, terapeutas que le daban palabras de ánimo mientras le enseñaban a mover los brazos, un trabajador social que le escuchaba sin mirar el reloj.
— ¿Por qué lo hacen? — preguntó un día, incrédulo —. ¿No ganan ustedes casi nada?
Una enfermera sonrió:
— Porque nos gusta ayudar. Uno puede curar el cuerpo, pero si no se cuida el alma, ninguna medicina sirve.
Fue en esas manos humildes donde Rufino, por primera vez, sintió algo que jamás había experimentado: ser cuidado con verdadero cariño.
Comprendió que un abrazo sincero, un gesto amable, un médico que busca aliviar sin pensar en la factura… valen más que todos los millones de sus antiguas cuentas bancarias.
En las largas noches sin poder dormir, recordaba su vida pasada:
Los sobornos, los fraudes, los juicios amañados, las ganancias obscenas en industrias que producían dolor, los “negocios inteligentes” que siempre dejaban arruinados a otros.
Y, por primera vez, lloró.
No por haber perdido su fortuna, sino por haber perdido tantos años sin saber lo que era realmente vivir.
Cuando Armenio llegaba cada mañana con su café, Rufino lo recibía con una sonrisa nueva. No la sonrisa del poderoso, sino la del hombre que finalmente entendió la lección más valiosa:
— Armenio, he tardado toda una vida en descubrir que la riqueza no está en lo que uno tiene… sino en cómo uno se siente cuando recibe el afecto de los demás.
Armenio, dándole una palmada en el hombro, respondió:
— ¡Pos patrón… más vale tarde que nunca! Eso sí, ya que aprendió, trate de compartirlo. A lo mejor salvamos a otros antes de que también se caigan por las escaleras.
Y ambos rieron como dos viejos amigos que, al fin, hablaban el mismo idioma.
MORALEJA (con su toque de ironía final):
Algunos necesitan perderlo todo para encontrar lo único que realmente vale.
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