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lunes, 28 de julio de 2025

Control de la furia

“La Escuela del Maestro Ardan”


En un pueblo donde las discusiones eran tan comunes como el viento, llegó un hombre que nadie conocía. Llevaba una pizarra, unos cubos de piedras y una frase escrita en su sombrero:


“La furia es el ladrón más silencioso de tu vida.”


Se presentó así:

–“Me llamo Ardan, y he venido a abrir una escuela. No para enseñar matemáticas ni letras, sino para algo que, si lo aprendieran, les ahorraría cárceles, hospitales y funerales: cómo controlar la furia.


Los curiosos rieron. Pero él continuó:

–“¿Quieren un dato? Cada minuto alguien muere en el mundo por un arranque de ira. Y cada agresor que actúa, pierde más de lo que gana: su libertad, su familia, su tranquilidad. Así que si creen que la furia los hace fuertes, revisen las estadísticas: es el negocio más caro y menos rentable de la historia humana.


Primera lección: Las piedras del enojo


Ardan dividió a los alumnos en dos grupos y les mostró dos cubos llenos de piedras:

–“Cada vez que discutan, cargarán una piedra hasta el otro extremo del patio. Si en lugar de pelear buscan un objetivo útil, esas piedras servirán para construir algo.”


Empezaron a culparse y competir. Pronto sudaban, jadeaban y las piedras solo viajaban de un lado a otro sin propósito.


–“¿Se sienten poderosos ahora?” –preguntó Ardan con una sonrisa irónica.

–“¡No, estamos agotados!”

–“Esa es exactamente la sensación que deja la furia: cansancio y nada más.”


Entonces añadió:

–“Intenten otra cosa: sin hablar demasiado, usen las mismas piedras para crear algo que los beneficie.”


Dudando al principio, empezaron a organizarse. Al final, frente a ellos había un asador rústico y una banca de piedra.


–“¿Qué harán ahora?”

–“Pues… sentarnos.”

–“Y si tuvieran leña y algo de carne…”

–“¡Podríamos cocinar!”


Los dos grupos, que antes casi se peleaban, terminaron sentados juntos, riendo y disfrutando del mismo espacio que habían construido con la energía que antes desperdiciaban en discutir.


Ardan concluyó:

–“¿Ven? La furia divide y consume. La cooperación, incluso con quienes no les caen bien, puede darles un lugar donde comer y descansar juntos.”


Segunda lección: Celos y malas interpretaciones


Al día siguiente, Ardan escribió en la pizarra:


“El 80% de las agresiones por celos se basan en suposiciones falsas.”


–“Es decir,” dijo con ironía, “mucha gente destruye su vida por historias que solo existieron en su cabeza. ¿Quieren un consejo? Antes de atacar, investiguen. A veces no hay un enemigo, solo un malentendido.”


Para demostrarlo, hizo un ejercicio:

Un alumno debía empujar levemente a otro sin previo aviso. El empujado reaccionó al instante:

–“¡Eh, ¿qué te pasa?!”

Ardan intervino:

–“Tranquilo. Tropezó contigo. Si conviertes cada tropiezo en una batalla, vivirás en guerra eterna.”


Tercera lección: La energía bien usada


Ardan enseñó a sus alumnos a canalizar el impulso físico de la furia:

–“Golpeen este saco,” ordenó, “pero mientras lo hacen, repitan: ‘Esta fuerza puede construir, no destruir.’


Después los obligaba a usar esa misma energía para algo concreto: cargar madera, sembrar árboles o reparar bancos.

–“¿Ven?” –decía–. “El cuerpo quiere actuar cuando estamos enojados. El truco no es detener la acción, sino dirigirla hacia algo que deje un beneficio.”


La última lección


En la ceremonia de cierre, el maestro les entregó un espejo a cada uno:

–“Aquí está el agresor más peligroso que enfrentarán. Si no aprenden a dominarlo, él los destruirá antes de que puedan dañar a alguien más.”


Y añadió, con una media sonrisa:

–“Ahora pueden volver al mundo. Seguirán encontrando provocaciones, pero recuerden: no hay victoria más grande que sentarte en la banca que construiste, junto al que creías tu enemigo, disfrutando juntos de un asado.


JuanAntonio Saucedo Pimentel 




El café que nos salvó la vida  

(o cómo una camisa de 500 pesos estuvo a punto de costar mucho más)


Rogelio salió aquella mañana con dos certezas: que el café de la esquina era endiosadamente bueno y que jamás —repito, jamás— permitiría que nadie le arruinara el día.  

Llevaba la camisa nueva: 500 pesos en liquidación , tono azul petróleo, tejido “antiarrugas” (mentira). En la cabeza, un plan maestro: tomarse su espresso doble, llegar temprano a la oficina y fingir que le importaba la junta de las ocho. El destino, sin embargo, le preparó otra receta: un empujón, un vuelo líquido y un funeral de algodón.


El responsable se llamaba Arturo, aunque eso lo sabríamos después. En ese instante solo era “el tipo que merecía morir aplastado por un camión de basura”. Arturo venía corriendo, abrazando una caja de cartón que temblaba más que sus manos. Cuando chocaron, el espresso trazó un arco perfecto —como buscando un nuevo dueño— y aterrizó sobre la camisa de Rogelio con el sonido húmedo de las esperanzas rotas.


Rogelio soltó una frase que no se puede repetir en presencia de niños ni de micrófonos abiertos.  

—¡Mira por dónde corres, imbécil!  

Arturo levantó la mano derecha para pedir disculpas, pero la ira de Rogelio ya había alquilado todo el espacio aéreo. Dio un paso adelante, empujó de vuelta y el mundo se detuvo: dos hombres frente a frente, una caja de medicinas entre ellos, lista para estallar.


Fue entonces cuando Rogelio recordó una plática motivacional que había visto a las 3 a.m. en YouTube. Un gurú en túnica blanca —cara de nunca haber derramado café en su vida— repetía: “Cuenta hasta diez, respira, piensa en perritos”. Rogelio contó hasta cinco —le faltó paciencia para diez— y notó algo: entre los pliegues de la caja de Arturo asomaban frascos de antibióticos, antipiréticos, antialérgicos. Muchos “antis” reunidos en un solo lugar siempre es mala señal.


—¿Qué te pasa? —preguntó, la voz todavía a medio gas.  

—Mi hija… está muy grave —respondió Arturo—. Salí corriendo y tropecé contigo.  


El silencio que siguió olía a café frío y a vergüenza recién horneada. Rogelio miró su camisa manchada, luego la caja, luego los ojos de Arturo: dos pozos con fondo de miedo.  

—Perdón… —logró decir Rogelio, como si la palabra fuera un chicle viejo que apenas encontraba sabor.  

—Yo también… —dijo Arturo, y la caja dejó de temblar.


Subieron al mismo elevador, porque los guionistas del karma son muy dados al cliché. Piso 12. Puerta contigua. Vecinos desde hacía ocho meses y jamás se habían visto.  

—¿Quieres… un café? —preguntó Arturo, todavía con la carga de culpa en la espalda.  

—Solo si no lo llevo puesto —replicó Rogelio, señalando la camisa. Reían los dos, no porque fuera gracioso, sino porque llorar habría sido demasiado.


En la cocina de Arturo, mientras la hija dormía y la lavadora luchaba heroicamente contra la camisa de 500 pesos, tomaron otro espresso. Esta vez sin manchas, sin prisas, sin empujones.  

—¿Sabes? —dijo Rogelio—, esta camisa iba a ser mi amuleto para impresionar al jefe. Ahora creo que solo era un blanco móvil para el zar nuestros caminos. 

—Y yo creí que el mundo se acababa si no llegaba en cinco minutos —respondió Arturo—. Resulta que el mundo solo quería que chocáramos para no cargar solo la caja. Soltaron una carcajada.


A la semana siguiente, Rogelio le regaló a Arturo una taza gigante con la leyenda: “Cuenta hasta diez, aunque sean cinco”. Arturo le regaló tres playeras azules, todas talla L, todas “a prueba de café”.  

La hija de Arturo mejoró. La camisa de Rogelio no tanto: quedó con una mancha fantasma que parecía una isla diminuta. Cada vez que se la ponía, si  Arturo lo encontraba  le decía:  

—Oye, ¿vas a derramar un continente hoy?  

Y Rogelio reía, porque a veces la ironía es el único antídoto que no viene en caja.


JuanAntonio Saucedo Pimentel & Kimi AI 




Título: «La última clase del maestro Salvatierra»


[Viernes, 7:45 a.m., aula 203, secundaria pública ,Afuera, 38 °C a la sombra; dentro, el ventilador recita, pero no enfría]


Maestro Salvatierra entra sin carpeta, solo con una botella de plástico rellena de agua del filtro de la cocina de su casa.  

Deja la botella sobre la mesa y señala la etiqueta:


—¿Cuántos años creen que tarda esta botella en desintegrarse?  

Un alumno murmura: «Cien años».  

—Setecientos —aclara Salvatierra—. el agua que hoy beben mis hijos ya tiene microplásticos que los de mi generación pusimos en el mundo cuando teníamos la edad de ustedes, pero lo ignorábamos porque entonces no teníamos la información que hoy tenemos.


Silencio. El ventilador sigue.



Abre su mochila y saca dos panes envueltos en plástico.  

—pongamos este pan como ejemplo. El trigo con que se hizo se cosechó en Sonora, regado con agua que ya no llega al Río Colorado. El plástico que lo envuelve viene de petróleo extraído en Tabasco, donde los niños respiran gas que se quema día y noche.  

El pan viajó 1 400 km hasta llegar aquí ! Aproximadamente 

¿Quién paga el viaje? Todos , pero no con dinero: con un clima que ya no respeta estaciones. Porque la producción, el transporte, afectan y como consecuencia tenemos altas temperaturas, tormentas o sequías en muchas regiones.


Vamos a analizar otra cosa 

Señala el reloj.  

—¿Por qué empezamos a las 8 y no a las 9? Porque hace cien años las fábricas querían mano de obra temprano. La escuela adaptó el horario el para ello y nunca lo cambió.  

En clase de matemáticas aprendemos a calcular ganancias, pero no el costo real de producir sin límite o el daño físico, mental .

  

• El 1 % de la población posee más que el resto del planeta junto.  

• Cada minuto se tira a la basura toneladas de comida mientras 828 millones pasan hambre.  

• El 70 % de los niños que hoy sienten esta clase no verán los 70 años si seguimos quemando carbón como si nada ocurriera.


Nada de esto es teoría: lo pueden ver en la fila del Oxxo, en el precio del agua embotellada, en la noticia de la sequía que ya no sale en la tele porque hay comerciales  que pagan , la información importante no deja ganancias.

  

Salvatierra abre una aplicación en su celular.  

—Esta IA gratis analiza tres cosas: cuánto consume cada uno, cuánto produce la tierra y cuánto nos queda.  

No necesitas doctorado; solo utilizarla con prudencia  para analizar lo que conviene o lo que nos está dañando, se podría incluso indicar que experimentará con escenarios virtuales analizando millones de datos y posibilidades proponiendo sistemas que ayuden a la recuperación del planeta y a tener mejores formatos sociales.

El problema es que se acepten esas propuesta por quienes tiene el control.


Un alumno pregunta:  

—¿Y si no se hace hace?  

Salvatierra responde con la botella en la mano: tendremos más conflictos y menos posibilidades de revertir el daño. 


[El timbre sona. Nadie se levanta.]  

Salvatierra guarda su botella vacía.  

—Tarea para el fin de semana: lleven esta botella a su casa, investigar cuántas toneladas de basura se producen en esta ciudad y sugerencias para reducirlo.  


Los alumnos salen. Afuera, el asfalto hierve.  

Uno guarda sus apuntes pensando en cómo utilizará la AI para la investigación  

Otro piensa en el precio del agua que comprará al salir.  

Ninguno discute  la verdad: el planeta ya está en rojo y la clase no terminó; apenas empieza.

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